4
Los domingos por la mañana, mientras las campanas repicaban en las iglesias de la costa, el mundo entero y su amante volvían a casa de Gatsby y resplandecían de alegría en el césped.
—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores y cócteles—. Una vez mató a un hombre que descubrió que era sobrino de Van Hindenburg y primo segundo del diablo. Cógeme una rosa, tesoro, y llena un poco más esa copa.
Una vez apunté en los espacios en blanco de un horario de trenes el nombre de quienes fueron a casa de Gatsby aquel verano. Ya es un horario viejo, y se desintegra por los dobleces. El encabezamiento dice: «Este horario entra en vigor el 5 de julio de 1922». Pero todavía puedo leer esos nombres grises, que os darán una impresión más exacta que mis generalidades a propósito de quienes aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil homenaje de no saber nada de él.
De East Egg llegaban los Chester Becker y los Leech, y un tal Bunsen, a quien conocí en Yale, y el doctor Webster Civet, que se ahogó el verano pasado en Maine. Y los Hornbeam y los Willie Voltaire, y el clan Blackbuck al completo, unos que se juntaban siempre en una esquina y arrugaban la nariz como las cabras a todo el que se les acercara. Y los Ismay y los Chrystie (o, más exactamente, Hubert Auerbach y la mujer de mister Chrystie), y Edgar Beaver, a quien, contra toda razón, el pelo se le volvió blanco como el algodón una tarde de invierno, o eso dicen.
Clarence Endive era de East Egg, si no recuerdo mal. Sólo apareció una vez, en pantalones de golf blancos, y se peleó con una sabandija, un tal Etty, en el jardín. De rincones más apartados de la isla llegaron los Cheadle y los O. R. P. Schraeder, y los Stonewall Jackson Abrams de Georgia, y los Fishguard y los Ripley Snell. Snell estuvo en casa de Gatsby tres días antes de ir a la cárcel, tan borracho que el automóvil de la señora de Ulysses Swett le pasó por encima de la mano derecha en el camino de grava. Vinieron también los Dancie, y S. B. Whitebait, que ya tenía sus buenos sesenta años, y Maurice A. Flink, y los Hammerhead, y Beluga, el importador de tabaco, y las chicas de Beluga.
De West Egg llegaron los Pole y los Mulready y Cecil Roebuck, y Cecil Schoen y el senador Gulick y Newton Orchid, que dirigía Films Par Excellence, y Eckhaust y Clyde Cohen y Don S. Schwartze (el hijo) y Arthur McCarty, todos relacionados de un modo u otro con el cine. Y los Catlip y los Bemberg y G. Earl Muldoon, hermano de ese Muldoon que más tarde estranguló a su mujer. Da Fontano, el promotor, también se dejó ver por allí, y Ed Legros y James B. (alias Matarratas) Ferret y los De Jong y Ernest Lilly: todos venían a jugar, y cuando Ferret andaba perdido por el jardín significaba que lo habían desplumado y que las acciones de Associated Traction subirían al día siguiente.
Un tal Klipspringer iba tan a menudo y se quedaba tanto tiempo que acabaron llamándolo «el Interno»: dudo que tuviera otra casa. Del mundo del teatro estaban Gus Waize y Horace O'Donavan y Lester Myer y George Duckweed y Francis Bull. También de Nueva York estaban los Chrome y los Backhysson y los Dennicker y Russel Betty y los Corrigan y los Kelleher y los Dewar y los Scully y S. W. Belcher y los Smirke y los jóvenes Quinn, que ya se han divorciado, y Henry L. Palmetto, que se mató tirándose al metro en Times Square.
Benny McClenahan se presentaba siempre con cuatro chicas. No eran nunca las mismas, pero eran todas tan idénticas que inevitablemente parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.
Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O'Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.
Toda esa gente fue a casa de Gatsby aquel verano.
A las nueve, una mañana de finales de julio, el coche magnífico de Gatsby subió traqueteando el camino de piedras que llevaba a mi puerta y entonó con la bocina una explosiva melodía de tres notas. Era la primera vez que Gatsby venía a verme, aunque yo había ido a dos de sus fiestas, me había montado en su hidroplano y, ante sus insistentes invitaciones, había usado su playa con frecuencia.
—Buenos días, compañero. Hoy comes conmigo y he pensado que podríamos ir juntos en el coche.
Se mantenía en equilibrio en el estribo del automóvil con esa facilidad de movimientos tan característicamente americana que procede, supongo, de la ausencia de trabajos pesados en la juventud y, más aún, de la gracia informe de nuestros deportes, tan esporádicos, tan nerviosos. Era una cualidad que, en forma de agitación, se transparentaba bajo sus puntillosos modales. Nunca estaba quieto del todo: un pie no paraba de golpear el suelo o una mano impaciente no acababa nunca de abrirse y cerrarse.
Vio que miraba el coche con admiración.
—Es bonito, ¿verdad, compañero? —saltó del estribo para que lo admirara mejor—. ¿No lo habías visto?
Lo había visto. Todo el mundo lo había visto. Era de un color crema intenso, con rutilantes cromados, y, de una longitud monstruosa, aún lo hacía más grande una acumulación triunfal de compartimentos para sombreros, provisiones y herramientas, y un laberinto de parabrisas sucesivos que reflejaban una docena de soles. Protegidos por muchas capas de cristal, en una especie de invernadero de piel verde, salimos hacia la ciudad.
Puede que hubiera hablado con Gatsby cinco o seis veces en los últimos tiempos y había descubierto, decepcionado, que tenía poco que decir. Así que mi primera impresión (que se trataba de una persona interesante, de un interés indefinido pero cierto) se fue borrando poco a poco y Gatsby se convirtió simplemente en el dueño del aparatoso albergue de carretera de al lado de mi casa.
Y entonces llegó aquel viaje desconcertante. No habíamos pasado todavía West Egg Village cuando Gatsby empezó a dejar sin terminar sus elegantísimas frases y a golpearse con la palma de la mano, inseguro, la rodilla del traje color caramelo.
—Dime, compañero —soltó de pronto—, ¿qué piensas de mí?
Un poco abrumado, recurrí a las evasivas y generalidades que merece esa pregunta.
—Bien, voy a contarte algo de mi vida —me interrumpió—. No quiero que te hagas una idea equivocada sobre mí con todas esas historias que habrás oído.
Así que conocía todas las acusaciones disparatadas que sazonaban la conversación en sus salones.
—Juro por Dios que te diré la verdad —su mano derecha ordenó inmediatamente que estuviera preparado el castigo divino—. Soy hijo de una familia acomodada del Medio Oeste. Todos los míos han muerto. Crecí en América pero me eduqué en Oxford, porque, desde hace muchos años, todos mis antepasados se han educado allí. Es una tradición familiar.
Me miró de reojo, y comprendí por qué Jordan Baker creía que Gatsby mentía. Pronunció deprisa la frase «me eduqué en Oxford», o casi se la tragó, o se le atragantó, como si ya le hubiera dado problemas antes. Con esta duda toda su declaración se vino abajo, y me pregunté si, al fin y al cabo, no había en él algo siniestro.
—¿De qué parte del Medio Oeste? —pregunté sin mucho interés.
—De San Francisco.
—Ya.
—Mi familia murió y heredé una buena cantidad de dinero.
Su voz era solemne, como si el recuerdo de aquella repentina extinción del clan todavía le pesara en el alma. Por un momento sospeché que me estaba tomando el pelo, pero me bastó mirarlo para convencerme de lo contrario.
—Entonces viví como un joven rajá en todas las capitales de Europa: París, Venecia, Roma, coleccionando joyas, principalmente rubíes, practicando la caza mayor, pintando un poco, exclusivamente para mí, e intentando olvidar algo muy triste que me había pasado hacía mucho tiempo.
A duras penas pude contener una carcajada incrédula. Aquellas frases eran tan tópicas y tan poco convincentes que la única imagen que conseguían evocar era la de un monigote con turbante que sudaba serrín mientras perseguía a un tigre por el Bois de Boulogne.
—Luego llegó la guerra, compañero. Fue un gran alivio, y puse todo mi empeño en morir, pero era como si un encantamiento protegiera mi vida. Recibí la graduación de primer teniente al comienzo de la guerra. En el bosque de Argonne conduje adelante a lo que quedaba de mi batallón de ametralladoras hasta que, a un flanco y a otro, despejamos un espacio de cerca de un kilómetro por el que la infantería no podía avanzar. Resistimos allí dos días y dos noches, ciento treinta hombres con dieciséis ametralladoras Lewis, y cuando por fin llegó la infantería encontró las enseñas de tres divisiones alemanas entre los montones de muertos. Me ascendieron a mayor, y todos los gobiernos aliados me condecoraron, incluso Montenegro, ¡el pequeño Montenegro, a orillas del mar Adriático!
¡El pequeño Montenegro! Resaltaba las palabras y las confirmaba con una sonrisa. La sonrisa se hacía cargo de la turbulenta historia de Montenegro y apoyaba las luchas heroicas del pueblo montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.
Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.
—Es la condecoración de Montenegro.
Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «Orderi di Danilo», se leía en círculo, «Montenegro, Nicolas Rex».
—Dale la vuelta.
«Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su extraordinario valor».
—Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.
Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.
Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.
—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.
—¿En la comida?
—No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.
—¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?
—No, compañero, no. Pero miss Baker ha accedido amablemente a hablarte del asunto.
Yo no tenía la menor idea de la naturaleza «del asunto», pero me sentía más contrariado que interesado. No había invitado a Jordan a tomar el té para hablar de mister Jay Gatsby. Estaba seguro de que iba a pedirme algo absolutamente fantástico y, por un momento, lamenté haber pisado alguna vez su césped superpoblado.
No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.
Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.
—¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.
Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.
—Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!
—¿Qué le has enseñado? ¿La foto de Oxford?
—Una vez tuve ocasión de hacerle un favor al jefe de la policía, y me manda todos los años una felicitación de Navidad.
En el gran puente la luz del sol parpadeaba sin fin a través de las vigas sobre los coches en movimiento, y la ciudad se alzaba al otro lado del río en blancas aglomeraciones, en terrones de azúcar construidos, como por un deseo, con dinero inodoro. La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por primera vez, virgen en su primera promesa de todo lo misterioso y maravilloso del mundo.
Un muerto nos adelantó en un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carrozas con las cortinas echadas, y por carrozas más animadas para los amigos. Los amigos, que tenían el labio superior propio del sureste de Europa, muy fino, nos dirigieron miradas trágicas, y me alegré de que la visión del espléndido coche de Gatsby estuviera incluida en su fiesta sombría. Cuando cruzábamos Blackwell's Island, nos adelantó una limusina conducida por un chófer blanco, en la que viajaban tres negros muy a la moda, dos chicos y una chica. Me reí a carcajadas cuando sus ojos giraron como huevos hacia nosotros con orgullosa rivalidad.
«Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.
Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.
—Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.
Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.
—... Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?
—¿Qué? —pregunté por cortesía.
Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.
—Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.
Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.
—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.
—Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.
—Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.
—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.
—¿Qué sitio es? —pregunté.
—El viejo Metropole.
—El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.
—¿Y salió? —pregunté inocentemente.
—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.
—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.
—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.
La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.
—Ah, no —exclamó—. No es éste.
—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.
—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.
—Le pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.
Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.
—Óyeme, compañero —dijo Gatsby, inclinándose hacia mí—. Me temo que esta mañana, en el coche, te he molestado.
Allí estaba de nuevo la sonrisa, pero esta vez no cedí.
—No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no me hablas con franqueza y me dices lo que quieres. ¿Por qué me lo tiene que decir miss Baker?
—No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista, ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.
De repente miró el reloj, se puso en pie de un salto y salió a toda prisa de la habitación, dejándome con mister Wolfshiem en la mesa.
—Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo con la mirada—. Un tipo estupendo, ¿verdad? Da gusto verlo y es un perfecto caballero.
—Sí.
—Estudió en Oggsford.
—¡Ah!
—Fue al Oggsford College, en Inglaterra. ¿Conoce el Oggsford College?
—Algo he oído.
—Es uno de los más famosos colleges del mundo.
—¿Hace mucho que conoce a Gatsby? —pregunté.
—Varios años —contestó, complacido—. Tuve el placer de conocerlo recién acabada la guerra. Pero supe que había descubierto a un hombre de excelente crianza después de hablar con él una hora. Me dije: «Éste es el tipo de hombre al que llevarías encantado a casa y le presentarías a tu madre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.
Yo no estaba mirando los gemelos, pero los miré entonces. Estaban hechos con piezas de marfil extrañamente familiares.
—Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.
—¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.
—Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.
Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.
—Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.
—No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.
Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.
—Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus... —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.
Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.
—A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.
—¿Es actor?
—No.
—¿Dentista?
—¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.
—¿Amañó la serie final? —repetí.
La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.
—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.
—Se le presentó la oportunidad.
—¿Por qué no está en la cárcel?
—No lo pueden coger, compañero. Es listo.
Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.
—Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.
Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.
—¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.
—Le presento a mister Gatsby, mister Buchanan.
Se estrecharon la mano brevemente, y la cara de Gatsby adoptó una expresión de incomodidad y tensión que yo no le conocía.
—¿Dónde te has metido? —insistió Tom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a comer tan lejos?
—He venido a comer con mister Gatsby.
Me volví hacia Gatsby, pero ya no estaba.
Un día de octubre de 1917... (dijo Jordan Baker aquella tarde, sentada muy derecha en una silla del café al aire libre del Hotel Plaza)... iba dando un paseo, por la acera y por el césped. Me gustaba más el césped porque tenía unos zapatos ingleses con tacos de goma en las suelas que se hundían en la tierra blanda. Y tenía una falda escocesa nueva que se levantaba un poco al viento a la vez que en todas las casas se tensaban las banderas rojas, blancas y azules y decían tut-tut-tut-tut con tono de desaprobación.
La bandera más grande y el césped más grande eran los de la casa de Daisy Fay. Daisy acababa de cumplir dieciocho años, dos más que yo, y era, de lejos, la chica más solicitada de Louisville. Vestía de blanco, tenía un pequeño descapotable, y el teléfono no dejaba de sonar en su casa: los jóvenes oficiales de Camp Taylor exigían con emoción el privilegio de monopolizar a Daisy aquella noche. «¡Una hora por lo menos!»
Cuando llegué a la altura de su casa aquella mañana el descapotable blanco estaba junto a la acera, y ella estaba sentada al volante con un teniente al que yo no había visto antes. Estaban tan absortos el uno en el otro que Daisy no me vio hasta que me tuvo a metro y medio de distancia.
—Hola, Jordan —gritó inesperadamente—. Ven.
Me halagó que quisiera hablar conmigo, porque de todas las chicas mayores era la que yo más admiraba. Me preguntó si iba a la Cruz Roja a hacer paquetes de vendas. Sí, iba a la Cruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisar de que ella no podía ir ese día? El oficial miraba a Daisy mientras hablaba, de una manera que cualquier chica desearía que la miraran alguna vez, y me pareció tan romántico aquel momento que no lo he olvidado. El oficial se llamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerle los ojos encima hasta cuatro años después. Incluso cuando me lo encontré de nuevo, en Long Island, no me di cuenta de que se trataba del mismo hombre.
Aquello fue en 1917. Al año siguiente yo también tenía algunos admiradores, y empecé a participar en torneos, así que no vi mucho a Daisy. Ella salía con un grupo algo mayor, cuando salía con alguien. Circulaban rumores disparatados sobre ella, sobre cómo su madre la había descubierto preparando el equipaje para irse a Nueva York a despedir a un soldado destinado a ultramar. Se lo impidieron terminantemente, pero Daisy le retiró la palabra a su familia durante semanas. Desde entonces no volvió a tontear con los soldados, sólo con jóvenes cortos de vista o con los pies planos, inútiles para el servicio militar.
Para otoño ya estaba otra vez alegre, más alegre que nunca. Debutó en sociedad después del armisticio, y en febrero estaba prometida con un tipo de Nueva Orleans, o eso se dijo. En junio se casó con Tom Buchanan, de Chicago, con pompa y solemnidad nunca vistas en la historia de Louisville. El novio llegó con cien personas en cuatro vagones privados, y alquiló una planta entera del Hotel Muhlbach, y el día antes de la boda le regaló a la novia un collar de perlas valorado en trescientos cincuenta mil dólares.
Fui una de las damas de honor. Entré en el dormitorio de Daisy media hora antes de la cena de gala que precedió al día de la boda y me la encontré tendida en la cama, bella como una noche de junio en su vestido de flores... y totalmente borracha. Tenía una botella de Sauternes en una mano y una carta en la otra.
—Feli... Felicítame —murmuró—. No había bebido nunca, pero me encanta.
—¿Qué te pasa, Daisy?
Yo estaba asustada, de verdad. Nunca había visto así a una chica.
—Ten, cielo —buscó a tientas en una papelera que tenía encima de la cama y sacó el collar de perlas—. Baja y devuélveselo a su dueño. Dile a todo el mundo que Daisy ha cambiado de idea. Di: «¡Daisy ha cambiado de idea!».
Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salí corriendo y encontré a la criada de su madre. Cerramos la puerta con llave y la bañamos en agua fría. No se separaba de la carta. Se metió en la bañera con ella y la estrujó hasta convertirla en una bola húmeda, y sólo me dejó que la pusiera en la jabonera cuando vio que se estaba convirtiendo en copos de nieve.
Pero no volvió a pronunciar palabra. La hicimos oler amoniaco, le pusimos hielo en la frente y la volvimos a meter en el vestido, y media hora más tarde, cuando salimos del dormitorio, el collar de perlas lucía en el cuello de Daisy y el incidente había acabado. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, se casó con Tom Buchanan sin la menor vacilación y emprendió un viaje de tres meses por los Mares del Sur.
Los vi en Santa Bárbara cuando volvieron, y pensé que jamás había visto a una chica tan loca por su marido. Si Tom salía un momento de la habitación, Daisy miraba a su alrededor nerviosa y decía: «¿Adónde ha ido Tom?», y se quedaba como ausente hasta que lo veía entrar por la puerta. Se sentaba en la arena con la cabeza de Tom en el regazo durante horas, acariciándole los ojos con los dedos y mirándolo con insondable placer. Era conmovedor verlos juntos: hacía que te rieras, en silencio, de fascinación. Era agosto. Una semana después de que me fuera de Santa Bárbara, Tom chocó con una furgoneta en la carretera de Ventura una noche, y perdió una de las ruedas delanteras de su coche. La chica que iba con él también salió en los periódicos, porque se rompió un brazo: era una de las camareras del Hotel Santa Bárbara.
En abril del año siguiente Daisy tuvo una niña, y se fueron a Francia un año. Los vi una primavera en Cannes, y más tarde en Deauville, antes de que volvieran a Chicago, donde se instalaron. Daisy tenía mucho éxito en Chicago, como sabes. Entraban y salían con un grupo al que le gustaba divertirse, todos jóvenes, ricos y desenfrenados, pero la reputación de Daisy quedó perfectamente a salvo. Quizá porque no bebe. Es una gran ventaja no beber entre gente que bebe mucho. No hablas de más y en el momento oportuno puedes permitirte alguna irregularidad menor pues todos están tan ciegos que ni se dan cuenta o no les importa. Puede que Daisy jamás se metiera en amoríos... pero con esa voz que tiene...
Y, bueno, hace unas seis semanas, oyó el nombre de Gatsby por primera vez al cabo de los años. Fue cuando te pregunté en West Egg —¿te acuerdas?— si conocías a Gatsby. Después de que te fueras, Daisy entró en mi habitación, me despertó y dijo: «¿Qué Gatsby?». Y cuando se lo describí —yo estaba medio dormida— dijo con una voz rarísima que debía de ser el hombre que ella conocía. Hasta ese momento no había relacionado a aquel Gatsby con el oficial del descapotable blanco.
Cuando Jordan Baker terminó de contármelo todo hacía media hora que nos habíamos ido del Plaza y cruzábamos Central Park en una victoria, uno de esos coches de caballos para turistas. El sol se había hundido detrás de los edificios de apartamentos de las estrellas de cine en las calles Cincuenta de la zona oeste, y en el calor del crepúsculo se elevaban voces claras e infantiles, como una reunión de grillos en la hierba:
Soy el jeque de Arabia.
Tu amor me pertenece.
De noche cuando duermas
me arrastraré a tu tienda.
—Ha sido una coincidencia curiosa.
—No. No ha sido una coincidencia.
—¿Cómo que no?
—Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.
Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.
—Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.
La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.
—¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?
—Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya ves, no es tan duro como parece.
Algo me preocupaba.
—¿Por qué no te pide que le prepares una cita?
—Quiere que Daisy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.
—¡Ah!
—Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Daisy alguna noche en una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras amigo íntimo de Tom, estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de Tom, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Daisy.
Había oscurecido y, al pasar bajo un puentecillo, mi brazo rodeó el hombro dorado de Jordan, la atraje hacia mí y la invité a cenar. Ya no pensaba en Daisy ni en Gatsby, sino en aquella persona sana, difícil, concreta, que profesaba un escepticismo universal, y que echaba el cuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro del círculo de mi brazo. Una frase empezó a martillearme los oídos en una especie de embriaguez: «Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».
—Y Daisy debería tener algo en la vida —murmuró Jordan.
—¿Quiere ver a Gatsby?
—No tiene que enterarse. Gatsby no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.
Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Gatsby y Tom Buchanan, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi cara esta vez.
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