Me arto del pescado y otras cosas
Después de estar navegando seis días no quería saber nada más acerca del pescado frito. Era lo único que había en el bote «El rinconcito del Mar»
Dagna y Miles habían empacado dinero pero no comida ya que asumieron que haríamos paradas, las cuales hicimos en México y Virginia pero en ambas ocasiones nos encontramos con La Sociedad. Éramos un grupo muy grande de trotamundos y saltábamos los circuitos de cualquier agente que estuviera a kilómetros. Aquellas paradas nos retrasaron cuatro días.
Me encontraba en la cubierta jugando con Escarlata y sintiendo un poco el sol ya que había pasado dos días encerrado, buscando si había alguna radio que emitía señales y estaba escondida entre los pasillos, camarotes o alguna otra habitación del submarino.
Sí, submarino.
La primera vez que lo vi me asombré al punto de reírme.
Por ser un barco que no medía más de diez metros tenía un tablero de mandos como si viajáramos en un trasatlántico. Los controles contaban con medidores de presión, botones diversos, palancas, manivelas, y una gran pantalla que era el radar. Por fuera no era más que un bote, casi tan reducido como una lancha con un intento de cabina que en realidad era un techo con cristales delanteros. Pero al lado del timón tenía una escotilla, como submarino, que te conducía a habitaciones, pasillos, una sala de control y comando con periscopio, una cocina reducida, sala de máquinas, una despensa abastecida de sardina y todo tipo de pescados enlatados y un espacio para recargar cañones lanza misiles.
Me parecía exagerado, pero Sobe explicó que ese barco no pertenecía a este mundo y era un barco que se había usado en la guerra de Gartet así que no era tan descabellado un lanza misiles. Por mi parte todavía lo estaba procesando. El barco estaba hecho con artes extrañas de esa manera cabía todo y navegaba mucho más rápido. Hubiéramos llegado en unas horas si no fuera por los encontronazos con La Sociedad.
—Sí, de hecho —había dicho Albert en una ocasión saliendo prácticamente de la nada—, el rinconcito del mar estaba preparándose para una batalla en Luza cuando fui a capturarlos. Mamá me dio el barco. Verán, estoy ligado a riconcito más de lo que creen y me da igual a quién sirve, sólo quiero navegar.
Y esa no era la única ocasión donde Albert salía de la nada y continuaba con una conversación en la que nadie lo había invitado. Aunque sabíamos que pertenecía al bando enemigo (él decía que sólo era un empleado y podía cambiar de trabajo cuando quisiera) nunca nos suministraba información de las tropas de Gartet, tal como había dicho Aurora. Lo único que decía era que a él se le encomendaba una misión y la hacía, no estaba enterado de estrategias militares, arsenales, cantidad de recursos ni nada útil.
Además de que nos espiaba y no daba indicios del ejército de Gartet, era un monstruo. No sabía si esa palabra era la indicada para llamarlo, nunca me había gustado, pero humano no era. El lenguaje de trotamundos no era muy ancho, todo lo que no sea un trotamundos o un humano era un monstruo. Su única distinción con nosotros, además de su velocidad alarmante y su oído agudo, era su ojo negro como tinta de calamar en la nuca. Prácticamente lo tenía allí clavado bajo un parpado calloso. Eso era lo que más me inquietaba porque podía observarnos incluso cuando estaba de espaldas, incluso cuando dormía tenía ese maldito ojo abierto y parpadeando como un ser aparte.
Después de eso Albert se la pasaba todo el tiempo en la cubierta, detrás del tablero de mandos, en la sala de controles o contemplando el océano como si este le trasmitiera mensajes a través de la brisa. Lo único que sabía de él era que le encantaba el pescado, amaba el mar, tenía el cuerpo de un niño de doce años pero la cara de uno de ciento cuarenta (muerto) y dormía como un tronco como si nada pudiera atacarlo o como si tuviera un ojo en la espalda, cosa que si tenía.
Cam se hallaba sentado en la barandilla del barco procurando pescar algo que no fuera un pescado, por más que le intentamos explicar que solo eso conseguiría en mar abierto, se empeñó en encontrar otra cosa.
Estábamos a unas veinte horas de nuestro destino.
El rinconcito del mar se encontraba adentrándose en las aguas del Golfo de San Lawrance, muy cerca de Canadá. Teníamos planeado avanzan por el río San Lorenzo, navegar por estrechos de agua, ríos y lagos hasta llegar al río Rideau entonces podríamos desembarcar en el parque Bordeleau que lindaba con aquellas aguas. Luego tomaríamos un auto prestado y manejaríamos hacia la colina del parlamento en Ontario donde se encontraba el monumento de la llama centenaria.
Las aguas del golfo eran apacibles pero las temperaturas comenzaban a descender como para que nuestra ropa del Triángulo no sirviera de mucho. Por suerte estábamos equipados con todo tipo de cosas, excepto comida.
Escarlata se arrastró hacia Cam apostándose a su lado y escudriñando la marea del horizonte. Sobe se aproximó limando una daga empuntada como un carnicero, estaba vestido al igual que siempre con su chaqueta de aviador, unos pantalones remendados, zapatillas y una remara de manga larga. Enfundó la daga en su cinturón y respiró hondamente una bocanada de aire fresco.
Berenice iba a su lado con aspecto hermético, estábamos en nuestro turno de descanso pero no sabíamos muy bien qué hacer con el tiempo libre. O bien tenías para apreciar la vista exquisita el mismo mar que el anterior turno o bien podías aburrirte en tu camarote.
—¿Cómo van las pastas con albóndigas Cam? —preguntó Sobe palmeándole la espalda—. Te aconsejaría que revises cuánto tiempo llevan en el agua no queremos que se pasen.
—No hay pastas en el mar —explicó él—, sólo quiero comer otra cosa que no sean sardinas ni pescados.
—Suerte con eso —respondió guiñándole un ojo.
Escarlata se incorporó al sentir que Sobe palmeaba a su punto de apoyo. Lo siseó molesto, incorporándose en sus patas traseras del mismo modo que un oso. Sobe retrocedió alarmado y trastabillando:
—¡Por los mundos, Jonás! Guarda esa cosa que me da escalofríos.
Escarlata se escurrió al otro lado de la cubierta persiguiendo una gaviota que se había posado en su barandal favorito. Sobe lo siguió con los ojos hasta que lo perdió de vista y sacudió la cabeza, dejando que su cuerpo se apoderara de un intenso estremecimiento. Luego se sentó a la izquierda de Cam suministrándole consejos de pesca, calándole un gorro para que se protegiera del sol y hablándole de que tuviera cuidado con los sédales porque su hermano había muerto por despiste y negligencia en la pesca.
Berenice se recostó a mi lado en la cubierta, apoyando el peso de su cuerpo en los codos. Contempló el cielo sin nubes, totalmente incomprensible como ella. Extendió y cruzó las piernas. Después de unos minutos me lanzó una mirada con sus ojos crípticos y arqueó las cejas.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo —respondí.
—Los últimos días actuaste raro —insistió ella—. Estuviste buscando de cabo a rabo una radio en el submarino porque creías que La Sociedad nos seguía.
—Pues La Sociedad nos sigue —repliqué.
—Sí —contestó emitiendo un susurro quedo—. Mira, no voy a decir que te conozco porque nadie nunca llega a conocerse a sí mismo, mucho menos a otra persona. Pero sí conozco las emociones, las sé y las vivo. Es un don que tienen todas las personas y lo usan sin siquiera notarlo. Puedo intuir que emociones están dando vueltas en tu cabeza Jonás, porque te quiero y ese don se intensifica con alguien que quieres.
—¿Qué pasa en mi cabeza Berenice? —le pregunté.
—Dolor —contestó ella, se recostó en el suelo, unió sus manos por encima del vientre como un muerto y observó nuevamente el cielo—. Claro, cuando pasa algo —si era un chiste no rio—. Quieres distraerte con lo de la radio porque estás preocupado en algo que no me has dicho. No descansaste ni un segundo Jo, como si quisieras tener la mente ocupada en algo que no sea ese malestar.
Enmudecí. Odiaba cuando estaba en lo cierto, los últimos días no podía sacarme de la cabeza a mi madre y abuelos, ellos podrían estar en aprietos o simplemente muertos por mi culpa. En el mejor de los casos habían ido a la cabaña de campo pero Izaro no tardaría en encontrarlos. Ni siquiera había tenido la oportunidad de estar el tiempo suficiente en tierra como para hacer una llamada y advertirles.
—No soy muy buena hablando de los sentimientos —se lamentó—. Ojalá Petra estuviera aquí. Ella habría hecho que te desahogues.
—Es irónico —le dije—. Eres la mejor descifrando emociones pero por alguna razón no puedes hablar de ellas.
Berenice se encogió de hombros con una leve sonrisa en los labios. Leve y forzada.
—Así soy yo.
—¡Sobe ven, Albert acaba de hacer algo asombro con un programa de los comandos! —articuló Dante apresurado, parado debajo del umbral de la cabina de mandos y luego corrió nuevamente hacia la escotilla.
Sobe le suministró a Cam unos últimos consejos, se levantó de un salto y fue corriendo tras los pasos de Dante. Ellos se habían pasado los últimos días con Albert y los monitores ya que él les enseñaba todo tipo de cosas que a nadie más le interesaría. Hablaban de comandos, radios, circuitos, bujías, motores, turbinas y archivos electrónicos impulsores en programación. Se sentaban en la cocina con latas de soda en la mano y compartían sus conocimientos sin parar.
Me quedé en la cubierta con Cam, Escarlata que surcaba los cielos y Berenice, pero para mí tranquilidad no volvió a hablarme de mi familia.
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