IV. Los ladrones y asesinos son los que huyen de noche
De repente me encontraba en otro lugar.
—No quiero verlos —dije cruzándome de brazos y sentándome en el suelo con la espalda contra la cama de Narel.
Tenía seis o siete años. Estaba en la habitación de Narel que era un mar de muñecas, cortinas rosas y cojines que resplandecían más que el sol. El llanto de los mellizos se filtraba desde la otra habitación. Ellos habían venido llorando del hospital como si acabaran de presenciar un alboroto y el ruido de los gritos todavía perdurara en sus oídos. Nuestros padres estaban consolándolos en la habitación que habían preparado para ellos.
—Yo tampoco —contestó igual de entristecida Narel y se sentó a mi lado—. ¡Cómo gritan! ¡Son igual de irritantes que tu voz!
—Nadie te quiere en esta casa.
—Sí, que se vayan.
—Te lo decía a ti, tonta.
Íbamos a empezar una pelea de puños pero nos contentamos con mirarnos feo. Permanecimos largo rato en silencio yo acariciaba la alfombra rosa y suave del suelo. Oía la voz de mi madre en la otra habitación.
—No lloren mis queridos.
Narel tenía una linterna en sus manos. Estábamos debajo de una sábana con estrellas blancas bordadas. La habíamos colocado como una carpa, era nuestra guarida. Cada vez que queríamos compartir secretos nos ocultábamos, la habitación estaba oscura y era de noche, con las estrellas bordadas sentía que me encontraba flotando en un universo alterno. Por eso nos gustaba tanto.
Mi papá estaba cantando algo. Narel tenía los ojos brillosos de los celos.
—No los quiero en casa ¿Por qué no podemos cambiar lo que no nos gusta? —preguntó Narel—. Así yo sería una princesa sin hermanos gemelos y tú serías mi sirviente.
—Mamá dice que no es tan malo, que vamos a quererlos y debemos darle una oportunidad —traté, ignorando el comentario del sirviente.
—¿Cómo puedo querer algo que no conozco? Yo no quiero a China porque nunca lo vi —su comparación sonaba estúpida pero en el momento me pareció un argumento convincente y asentí—. Nunca tuve un hermano chiquito...
—¿Y yo?
—Te llevo un año y dos meses. Ni siquiera me acuerdo cuando llegaste.
—Pero me quieres.
—A veces sí... bobo.
—Entonces creo que podríamos quererlos. Tal vez sólo fue una mala primera impresión, como dice el abuelo.
—¿Quieres traerlos aquí? —preguntó Narel—. Creo que los dejaron dormir.
Agudicé el oído, me acomodé mis gafas y comprobé que no había nadie en la otra habitación. Los bebés habían dejado de llorar y mis padres de cantar. Todos se habían ido a la cama. Me sentí mal porque se fueron a dormir sin despedirse tres veces, solamente lo habían hecho dos.
Narel comprimió los labios al comprobar lo mismo. Estaba con pijama de dos piezas, tenía su cabello castaño suelto y sus ojos verdes resplandecían con la luz de la linterna. Apagó el foco, se deslizó fuera del refugió, atravesó el pasillo y avanzó en la habitación de mis hermanos. Estaban despiertos y tranquilos. Ella agarró uno y yo otro. Recuerdo que sentí mucho miedo por si se me caía, pesaba demasiado. Él mío tenía ropa rosa.
—Parecen muñecos —comentó en la oscuridad.
—Huelen bien.
—Ahora tonto, no te acostumbres a eso, son bebés. Los bebés apestan. Olerán como basurero en unas horas.
—Tu apestas —observé al que tenía en brazos —. Rishya —susurré mientras acaricia su pequeña y calentita espalda.
—No sé porque dicen que son lindos —se quejaba Narel—. Yo soy más linda que este gordo soso y blanco —dijo mirando a Eithan.
Los dejamos sobre la manta en el medio del refugio. Narel encendió la linterna y los alumbró a ellos como si fuera a interrogarlos, uno arrugó la barbilla haciendo lloriqueos.
—Hola, soy Narel y él es Jonás.
—Hola.
—Se supone que somos sus hermanos y los queremos.
Uno de los bebés rio. Tenía ropa azul.
—Mira, le parezco graciosa a Ryshia.
—Ese es Eithan tonta y de seguro le causo gracia tu fea voz.
—Pues era hora de que rieran porque estuvieron toda la tarde llorando por ver tu cara.
Los mellizos estaban viendo el cielo bordado, parpadeaban y se limitaban a observarlo como si solo hubiesen venido al mundo para ver aquellas estrellas de hilo. Desvié mis ojos hacia el techo del refugio mientras Narel apuntaba la linterna.
—¿Les gusta? —pregunté—. Miren, esa es la Osa Mayor y la ese lado es... Sagitario —en realidad estaba señalando dibujos exactamente iguales, no tenía idea lo que veía pero me gustaba jugar al hermano mayor que sabía cosas. La niña rio—. Cuando seas grande prometo enseñarte todas las constelaciones. Prometo enseñarles todo lo que sé.
—No será mucho —contestó y le enseñé mi lengua.
Narel estaba jugando con Eithan, había agarrado su oso de peluche favorito y fingía que el animal se comía el cuello de él mientras Eithan sonreía levemente y hacía nada con sus brazos. Los mellizos tenían una pequeña pelusa de cabello rubia sobre sus cráneos y unos ojos gris azulado hermosos.
—Mira se parecen a mí —observé.
—No, ellos son bonitos —contradijo.
—Al menos se parecen a mí —no sabía qué más responder, no era ingenioso cuando tenía que discutir con Narel—. Ahora los quieren más a ellos —volví a observar pero por una razón no me molestaba, me parecía razonable, se hacían querer con poco.
—Bueno, supongo que papá y tú tenían razón.
—¿Sí?
—Sí, hay cosas que no quieres que vengan pero cuando vienen te das cuenta de que puedes soportarlas. No te matan. Todo se puede superar, eso dijo mamá. O sea ¿Cómo era? Lo que no te mata te hace más fuerte.
—¿Crees que ellos nos quieran a nosotros?
Narel se encogió de hombros como si nunca lo hubiese pensado.
—Tienen que querernos si quieren llegar al año en esta casa —luego lo pensó un segundo—. Además, los hicimos reír.
—¿Pero eso te hace querer a alguien?
—No sé.
—Yo los quiero. Digo, ahora los quiero y no me hicieron reír.
—El amor es para grandes. Supongo que los hermanos deben estar juntos y eso es todo.
Eithan agarró el pliegue de mi pijama de dinosaurios. Acomodé mis gafas, extendí mis piernas y se lo mostré.
—Esto es un dinosaurio y es un... —no tenía idea, rápidamente inventé algo—. Es un Espedestrodomusno, ellos vivían felices hace cientos de años pero les tocó el momento de dejar la tierra por que... porque eran muy felices y eso no era justo para los demás. Por eso un meteorito vino y los arrancó de cuajo...
—¿Cuajo? —preguntó Narel.
—Es una palabra nueva que aprendí en el diccionario.
—¿Qué significa?
—Significa Narel apesta.
Pasamos toda la noche hablándole de las cosas y enseñándoles lo que sabíamos, tratando de no matarnos. Le mostramos nuestro refugio, no era mucho para enseñar pero lo hicimos. Narel nos dio una demostración de ballet mientras yo sostenía a un bebé en cada pierna. Después montamos una película y les enseñamos a pintar aunque no era buenos porque no podían sostener el lápiz y querían comerse la pintura. Nos adelantamos con eso porque ni siquiera podían mantener derecha su propia cabeza.
A la mañana nos había despertado nuestra madre con el flash de una cámara. Nos había encontrado durmiendo a los cuatro con pijamas graciosos, debajo de un cielo estrellado que no resplandeció nunca pero que por una razón sentí brillar toda la noche.
Quise decirle al sanctus que detuviera el recuerdo, no importaba si era un recuerdo malo o bueno me estaba derrumbando, cada segundo era como una apuñalada. Pero aunque quería decirle que para no quería que el recuerdo se detuviera. Continué riendo debajo del refugió mientras mi mamá nos enseñaba la fotografía y nos invitaba a un desayuno.
Y era tan feliz, era sumamente feliz y ni siquiera lo sabía. Esa felicidad era perfecta por eso me desvanecí y lo perdí todo.
Supongo que era injusto para los demás.
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