III. En este mundo sí se usa ropa


Antes de perdernos ya había concordado con Dante de que no nos agradaba para nada Babilon. Las personas eran muy toscas y groseras entre ellas. Nosotros no éramos muy buenos en los modales pero al menos no éramos ellos.

Los pueblerinos se gritaban enfurecidos, se escupían en la cara o se insultaban con una sarta de maldiciones como si fuera su saludo matutino, cada unos metros había una trifulca verbal, gente degollando animales como si nada o personas forcejeando entre ellas sin ninguna razón aparente. O haciendo otro tipo de cosas que harían que mi madre me arrancara los ojos antes de permitirme verla otra vez. Pero al menos ya nadie nos hacía gestos supersticiosos al vernos. Lo único que habíamos conservado eran las mochilas pero le habíamos atado jirones de tela para ocultar su forma de otro mundo.

Sobe tuvo la brillante idea de escondernos por el momento en una taberna y averiguar allí qué camino deberíamos tomar o informarnos de por qué era el bosque un lugar tan peligroso. En una taberna nadie se daría cuenta de que no éramos de ese mundo porque la mitad estaría borracho y la otra mitad inconsciente.

La idea sonaba fácil pero encontrar el lugar no lo fue. Comenzamos a explorar el amplio pueblo del norte en el que nos hallábamos.

Había una imponente ciudadela a un lado de la muralla del palacio donde estaban los talleres de artesanos. Cada conjunto de manzanas pertenecía a un gremio como las calles de los curtidores que olían horrible, los talleres de los herreros donde reverberaban los sonidos metálicos, las calles de los carpinteros, peleteros y otros más. Luego estaba el centro de la cuidad donde había puestos de lona sobre armazones de madera que exhibían mercaderías. Contemplar de lejos la fortaleza que se parecía a un castillo me daba escalofríos sobre todo pensar que posiblemente estuve allí hace un año.

También había un sector que eran los campos de refugiados; muchas personas habían perdido sus casas por la crecida de la arboleda y la expansión de criaturas pero todavía no sabíamos a qué monstruos se referían. No tuvimos las agallas para preguntar porque allí todo el mundo estaba nervioso, receloso e hirviendo como una olla. El campo estaba atiborrado de tiendas de campaña estrechas o enormes, desperdigadas en una pradera de hierbas pisoteadas. Por esos pasillos casi ni se podía caminar. Había estacas en los caminos y cuerdas que mantenían en pie las carpas, pilas de baúles repletos de pertenencias o pequeñas fogatas.

Más allá de esos campos se encontraban los barrios que creíamos bajos, hasta que nos internamos en un laberinto de intrincadas callejuelas donde había todo tipo de actividades en las que no te gustaría participar.

Esos caminos parecían ser más oscuros que el resto de la cuidad, había algunos juglares cantando versos en mitad de la calle, las casas parecían abandonadas aunque no lo estaba, había rincones de apuestas, combate de lucha en los callejones, juegos de dados, adivinación, tónicos, venta de amuletos, pelea de gallos, perros, gatos y todo lo que viva y pueda pelear. Ese lugar además de estar repleto de delincuentes estaba atestado de espectadores que deambulaban hasta encontrar la función que llamara su atención. Allí parecían vivir los ladrones, rateros y criminales violentos. Todos tenían peor aspecto que el anterior.

Los adultos le gritaban vulgaridades a Berenice pero ella se empeñaba en hacer oídos sordos. Sobe se puso incómodo cuando escuchó al primer tipo, jugueteó nervioso con sus manos y vaciló en si defender el honor de su amiga o cerrar la boca. Todos optamos por cerrar la boca. Cada unos metros Sobe cerraba más la capa de Berenice, ocultando sus caderas a pesar de que ella lo fulminaba con la mirada.

Varías personas se nos acercaron para regatear y comercial con nosotros. Uno de ellos se veía perturbado y al borde de la locura, tenía los cabellos como Albert y gesticulaba de una manera excesiva:

—Jóvenes míos ¿Quieren órganos? Tengo de cualquier tipo de animal o humano.

Dante retrocedió pálido:

—No, gracias los nuestros funcionan bien.

—¿Quién dijo que eran para usarlos?

—¡Ya vete! —lo ahuyentó Sobe fingiendo una genuina determinación y el hombre se sumió en las sombras del pasadizo más próximo.

Después de aquello decidimos evitar los callejones de ese lado del pueblo. Sobe estaba convencidísimo de que allí encontraría una taberna. Pero los ánimos fluctuaron un poco al cabo de dos horas de caminata aunque él asentía a intervalos como si aceptara el reto que la situación le había planteado. Nos paramos en la entrada de un callejón al momento Dante afirmó que sus padres lo matarían cuando él les contara dónde se había metido.

—Ya te dije esto mil veces Dan, no les cuentes y ya —aconsejó Sobe.

—Yo no soy deshonesto.

Sobe suspiró, se cruzó de brazos y contempló el firmamento que comenzaba a oscurecer. Estábamos al lado de un puesto de adivinación donde unas personas se aglomeraban para recibir sus puñados de cartas. Todos teníamos un aspecto exhausto y las botas cubiertas con una fina capa de barro. Necesitaba descansar. Sentía mis fuerzas consumidas y la cabeza había empezado a darme vueltas desde el rincón de los curtidores de pieles.

—Tal vez a este mundo no le guste el alcohol así como no les gustan los morenos —dije sentándome y apoyando la espalda en la pared del callejón—. No quiero ser pesimista pero no encontraremos una taberna aquí. Aunque era buena idea, sólo estamos malgastando tiempo.

—Está bien —accedió Sobe de poco humor por tener que abandonar el desafío—. Regresemos. Preguntaré como retomar hacia la ciudadela, estamos muy lejos de allí. Acompáñame pesimista —dijo señalándome con el pulgar—. La ramera y el moreno se quedarán, no quiero líos con los nativos.

—Qué gracioso —masculló Berenice sin reírse de verdad.

Restregué el polvo de mis pantalones y me puse de pie.

Sobe caminó unos metros buscando rincones de espectáculos que albergaran personas más amigables o menos peligrosas. Eludió una pelea de puños donde las personas gritaban eufóricas y sacudían pequeños sacos con dinero. Buscó entre las esquinas hasta que encontró un espectáculo de marionetas que pareció agradarle. Pero las marionetas eran eróticas y estaban haciendo algo que, dudaba, trajera más marionetas al mundo. La gente estaba acumulada alrededor de un pequeño escenario, eran muchas personas y la mayoría vestía capas porque comenzaba a oscurecer y descender la temperatura.

Sobe se embutió entre la multitud, llamó con unos leves golpecitos a uno de los presentes y comenzó a inventarle una historia que le permita introducir la pregunta de cómo demonios retomar hacia la ciudadela.

Me puse a su lado con la intención de ayudar pero algo me cortó el aliento. Una persona encapuchada con un chubasquero oscuro me observaba desde la abertura de un callejón, unos metros calle arriba.

Su figura era sombría y elegante, se trataba de la persona que había visto en mi sueño, aquella que hacía arder el camión de cargamento. La misma silueta esbelta y de hombros estrechos se escondía detrás del chubasquero.

La persona percibió que yo también lo observaba, no se inmutó, eso me dijo que esperaba que advirtiera su presencia. Me indicó levemente con la cabeza hacia el interior del callejón y desapareció en la penumbra.

Sin ser consciente de lo que hacía me aparté de Sobe y la seguí. Ya había recibido muchas palizas ese día, supongo que la amenaza de una más no me daba miedo. Corrí en dirección al angosto espacio que había entre dos casas. La oscuridad me engulló rápidamente, el lugar propagaba un hedor nauseabundo y lo único que se escuchaba allí era mi respiración.

Una ráfaga fantasmal de aire fresco me embargó como si estuviera abriendo una ventana en pleno temporal y un sentimiento salvaje y libre me invadió el pecho. Sólo podía significar una cosa. Un Abridor andaba cerca y no era Sobe.

Una rata con cuatro colas, alas en lugar de orejas y dientes tan grandes que se curvaban y le protegían el cuerpo como una pechera chilló en la penumbra y transcurrió dando pequeños saltos hasta perderse en la oscuridad. Me estremecí. Desenvainé a anguis y la espada sólo acrecentó las sombras. Le permití a Escarlata salir de la mochila, él asomó su morro, olisqueó con recelo, saltó fuera y persiguió a la rata introduciéndose en la oscuridad.

Aguardé unos segundos, pero nada sucedió:

—¿Quién anda ahí? —pregunté.

Y entonces recibí el golpe.

Fue una patada en el pecho que me empujó hacia la pared. La persona quiso atacarme con una daga pero desvié su arremetida escudándome con anguis. De repente el suelo bajo mis pies comenzó a hundirse y supe que estaba usando artes extrañas. Tenía los pies completamente sumergidos en la tierra que burbujeaba y se enroscaba en mis talones como aguas cenagosas.

Escarlata se montó encima de la capucha del atacante y comenzó a arañarlo lo cual lo hizo retroceder. Aproveché su confusión para embestirlo pero había olvidado que tenía los pies anclados al suelo, perdí el equilibrio y caí junto con él. Medía lo mismo que yo así que era una pela pareja hasta que me golpeó en la entrepierna. Rodó por el suelo, se levantó con agilidad y se echó jadeando la capucha hacia atrás.

Era un joven de cabellos alborotados, piel tostada y mirada policroma. Él me apuntó con su daga al cuello, era una hoja punzante, dorada y oscura como el color de sus rizos. Presionó el filo de su daga contra mi tensa yugular y preguntó con una calma desesperante:

—¿Tú eres Jonás Brown? —tenía el pecho agitado de miedo o furia o tal vez una mezcla de ambas. No podía saberse.

—No me acuerdo —le respondí mordiendo polvo y fulminándolo con la mirada.

—¿Eres Jonás Brown sí o no?

—¡Sí, lo soy! —admití—. Si quieres capturarme haz fila porque hay muchos...

—¿Cuál es tu apodo? —preguntó el muchacho sin tanta inquietud como antes.

—¿Qué? —pregunté atónito. No esperaba que me preguntara algo como eso.

—¿Cuál es tu apodo de bandido?— repitió.

—Qué —contesté pasmado.

El muchacho me soltó poco a poco. Su fuerza perdió firmeza y confianza, mis pies se desenterraron como si la tierra estuviera poseída.

Él esperó a que me levantara del suelo, su respiración se había apaciguado pero ahora se encontraba en profundo silencio como un mar después de la tormenta. Tenía una sorpresa escéptica en los ojos como si no le diera crédito a lo que ellos veían.

Escarlata había regresado para atacar con todo, tenía sus placas del lomo erizadas y sus ojos rojos inyectados de furia pero se detuvo al no percibir movimiento.

Me incorporé más confuso de lo que había venido, sin sacarle los ojos de encima al muchacho que aguardaba a mi lado. Lo observé con cara de pocos amigos. Él había comenzado a sonreír tímidamente, un gesto con un dejo de ternura. Percibí algo en sus ojos policromos, un brillo particular que me congeló. El muchacho condujo una de sus manos al cuello, sus dedos se cerraron alrededor de algo invisible y se arrancó una bufanda roja. En menos de unos segundos el chico desapareció y Petra apareció ante mis ojos.

Ahora me sonreía completamente. Parecía a punto de echarse a llorar pero se contuvo. Verla allí me quitó el aire como si el jugador me golpeara otra vez. Pasé el peso de mi cuerpo de un pie a otro, las manos me temblaron, un sudor frío descendió por mi columna vertebrar a la vez que mis labios se curvaban ligeramente. Pude haber dicho millones de cosas pero sólo se me ocurrió una:

—¿Por qué siempre me ganas en las peleas?

Ella largó una risilla y corrí a abrazarla. La había echado de menos. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top