II . Mi abuelo me dice que quieren matarme y que no me distraiga en el colegio
Estaba viendo los suburbios pasar antes mis ojos en el volkswagen de mi abuelo.
Antes de atravesar la puerta mi abuela me esperó en la entrada. Era una anciana menuda y petiza con un delantal y el cabello blanco ajustado en un pulcro moño. Tenía en su mano una cámara fotográfica y me pidió una sonrisa. Su excusa era revelar la fotografía y dejarla en su casa de campo pero yo sabía que esa foto terminaría en el álbum familiar después de ser vista por las vecinas, sus amigas, el cartero y todas las personas que mostraran interés.
—Qué guapo —dijo y me despidió con un beso.
Nosotros vivíamos en la calle llamada Prairie Vale, en Bankstown. Salimos por la calle Steacy y de allí condujo a la carretera con el entrecejo fruncido como si hiciera anotación mental de todas las cosas que le molestaban. Él se había puesto una camisa abotonada hasta el cuello y corbata, su idea de ropa informal a la mañana. Había encendido la radio pero no le agradó que allí se hablara de, cito correctamente:
—Puras bobadas —resopló y acentuó sus arrugas, tenía una incipiente barba plateada que resplandecía opaca y levemente ante la luz—. No tienen un trabajo en serio, hablar en la radio no es trabajo y lo que llaman trabajo lo hacen mal ¡Lo hacen mal, Jonás!
Me miró en busca de apoyo. Comprimí los puños:
—¡No puedo siquiera escucharlos! —intenté.
—Yo tampoco —dijo y para mi decepción la apagó, sí tenía ganas de escucharlos.
El resto del camino transcurrió en silencio, toqué en un acto reflejo a anguis, mi anillo, con la punta del pulgar procurando no voltearlo porque de ese modo se convertiría en una espada o en cualquier otra arma que quisiera.
Mi abuelo sonó la bocina a un grupo de ancianas que cruzaba la avenida a paso rezagado, bajó la ventanilla exasperado y les gritó que vayan a joder a las cenizas de sus madres. Sin duda era un galán con las señoras. Se quejó de unas cuantas cosas más mientras mantenía su mirada ceñuda, a veces me recordaba a Dagna una amiga que vivía en el Triángulo y no sabía separar sus cejas de los ojos.
—Oye Jo, se me olvidaba —exclamó dándose una palmadita en la frente—. Hace tres días llamó una amiga tuya. Decía muchas groserías, detesto a esas personas que no saben apreciar lo hermoso de la vida. En fin, ella no parecía muy... bueno no parecía que tuviera amigos. Le dije que estabas hace dos días en casa de tu compañero de clases, Harry Parter, pero entonces ella se alborotó. Comenzó a darme órdenes y cuando le dije que no la escucharía, ni le prestaría atención porque no se me daba la gana, comenzó a insultarme. Estaba muy nerviosa. Le colgué pero olvidé darte el recado.
—¿Se llamaba Dagna? —inquirí confundido, Dagna solía estar furiosa todo el tiempo pero no sonaba como alguien con pocos amigos, además ella hablaba con un definido acento alemán.
—No —respondió sacudiendo la cabeza—. Berenice o como deberían llamarla Bocasucia. Dijo que debía contactarte con urgencia. ¿No te parece extraño que te llamen personas desconocidas después de lo que sucedió?
Tragué saliva.
Mi abuelo no sabía que era un trotamundos, que mis hermanos también lo eran y se habían metido en un portal que después se cerró, dejándolos atrapados allí por casi un año. Mi abuelo sólo sabía qué día daban muestras gratis en el supermercado. También desconocía que mi anterior papá era un agente de La Sociedad y había matado a mis padres biológicos y a los padres de mis hermanos porque ese era su trabajo como agente. En realidad él creía que mi papá se había fugado con ellos dejándome sólo a mí. Una historia disparatada, de verdad, pero no tan disparatada como decirle que existían otros mundos.
—Seguro es una de mis admiradoras —dije encogiéndome de hombros en tono de broma. El tono de broma estuvo de más porque era evidente que jamás hablaría en serio. Era un chico enclenque, con cabellos rubios alborotados, anteojos de montura gruesa, piel pálida, ojeras de desvelo y mirada demencial.
Mi abuelo no era bueno captando el sarcasmo, tampoco veía muy bien, dos razones por las que tal vez me respondió:
—Puede ser —dijo encogiéndose de hombros a la vez que aceleraba, pasaba un semáforo en rojo que a su parecer estuvo demasiado tiempo en ese color y los autos tocaban a todo volumen los cláxones y le gritaban algunas groserías que él pasaba por alto—. Pero no dijo cosas de admiradora.
Me tensioné y revolví inquieto en el asiento. Para empezar Berenice no tenía mi número de teléfono, ella vivía en el Triángulo aunque no era una trotadora. Me había comunicado con ella y Sobe a través de cartas escritas en código, enviadas anónimamente y con muchas escalas antes de llegar a su lugar de destino. Era muy peligroso usar Internet sabiendo que La Sociedad era dueña de casi todas las líneas electrónicas y de comunicación posible y que también quería cazarnos. Desvié la mirada hacia la ventanilla con aire indiferente.
—Bueno —indagué—. Tal vez ella no dijo cosas de admiradoras porque debe ser la admiradora de otro... em, eso.
—Ella dijo que estarías interesado en saber el mensaje pero no te veo muy interesado —Su ceño fruncido se suavizó y sus ojos se llenaron de expectación como si esperara que hiciera algo.
—No me interesa el mensaje de una chica que no conozco —dije un tanto seco a pesar que lo único que quería en ese momento era escuchar su mensaje—. Además... seguramente era una broma telefónica.
Eso pareció encender sus circuitos de crítico de la sociedad:
—Esos malditos jóvenes, con cada invento hacen bromas y cosas tontas. Lo único que falta es que los jóvenes le den un mal uso al Internet y lo llenen de imágenes tontas que a nadie le interesaría mirar... o chistes.
—De verdad no quiero estar aquí cuando llegue ese día —convine intentando comprimir la risa—. De todos modos olvídalo —aseguré agitando una mano— de seguro no era algo importante.
—Ah. En ese caso podremos reírnos de esa loca ¿O no? —su tono de voz ocultaba algo, encubría un sentimiento que no podía identificar.
—Ja, ja sí —afirmé intentado calmar el temblor de mis manos, si Berenice llamaba tan ajetreada no era buena señal—. Le hubieras dicho que se equivocó de llamada.
—Se lo dije, pero ella insistió que no era de ese modo. Seguía repitiendo eso una y otra vez, lo que me pareció muy extraño ¿Sabes?
—¿Qué dijo?
Él estacionó frente a la puerta del colegio estatal donde había autobuses que le reclamaban a bocinazos el lugar reservado que él había ocupado. Mi abuelo me abrió la puerta estirándose sobre mí como un cobertor para camas. Yo había quedado petrificado asimilando la idea de peligro inminente. Tenía la mochila sobre mi regazo, listo para descender pero no podía moverme. Me observó con sus ojos grises tormentosos y reservados:
—Dijo una estupidez.
—A mí me encantan las estupideces.
Se encogió de hombros al modo de «bueno, como quieras»:
—Dijo que te encontraron, vienen por ti y van a matarte.
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