II. Me arto del pescado y otras cosas
Después de unas horas estábamos surcando el río Rideau. Ya nos habíamos adentrado hace casi medio día en el país. Por suerte nadie advirtió el barco.
Me encontraba descansando en una litera con Dagna cuando atrancamos. Habíamos estado entrenando unas horas antes y quedamos hechos polvo.
Una alarma salió disparada en los camarotes y los pasillos, emitiendo un sonido estridente; unas luces, que giraban sobre su propio eje, inundaron las paredes de un color rojo sangre.
Me levanté sobresaltado y Dagna igual, escudriñó la alarma y las luces con los ojos fruncidos como si estuviera a punto de golpearlas. Bufó y fue en busca de su rifle favorito. Me calcé apresurado las botas militares y avancé dando tumbos por el pasillo. Mis pisadas resoban como lingotes de hierro en aquel corredor metálico. Un caminar sonoro se oyó en el otro extremo. Me topé con Miles, tenía el cabello revuelto y un aire adormilado.
—Creo que el despertador de este lugar está sonando aunque no estoy seguro, no se escucha demasiado bien —dijo con una sonrisa aletargada.
—Creo —mascullé pero el sonido de la alarma cubrió mi voz.
Atravesamos la cocina donde Berenice y Walton habían estado desayunando. Las tazas de café todavía despedían vapor como si llamaran a alguien con señales de humo. Nos adentramos en el pasillo principal, agolpándonos en el pie de la escalera y desenvainé a anguis, Miles tenía un calibre en su mano, trepé hasta la trampilla y ascendimos a la cabina de mandos del bote donde la nieve se colaba por las ventanas.
Esperé que alguien me atacara, Miles y Dagna me flanquearon los lados pero no se avecinó ningún peligro. Un tubo fluorescente colgaba sobre nuestras cabezas, estaba atado al techo con cinta adhesiva. Nos encontrábamos a los lindes de un parque. El cielo estaba gris, aunque era medio día y el viento se sentía aguzado. Sobe también se hallaba en la cabina, tenía la nariz rubicunda, un gorro de lana que permitía apreciar su cabello cortado hasta el mentón y su chaqueta de aviador. Albert y Dante se encontraban flanqueando los controles con expresión formal.
—¿Por qué tocaron la alarma? —preguntó Walton que ya había subido junto con Berenice— ¿Alguien nos ataca?
—No —dijo Sobe con una sonrisa radiante—. Llegamos a nuestro destino.
—Pudieron bajar y sólo decirlo —espetó Berenice mermando su poca paciencia.
—¿Y perderme esas hermosas sonrisas? —preguntó Sobe—. Ni loco.
Envainé la espada.
—Tenemos un problema —informó Dante.
Tenía una expresión ansiosa y era lo único que se le veía porque se encontraba vestido como si fuera un esquimal. Al parecer no estaba acostumbrado a las temperaturas bajas, llevaba un gorro de lana, bufanda cubriéndole toda la quijada, guantes, un forro polar lo suficientemente grande como para ocultar sus manos, y unas botas de caña alta. Se movía de manera rígida y forzada, además de que la ropa era nueva y emitía un ruido similar a un globo desinflándose.
Albert estaba de espaldas con una remara manga corta, pantaloncillos y sandalias como si no sintiera el frío. Su ojo negro de tinta me estaba observando, se volteó con una sonrisa y me palmeó el hombro.
—¿Cuáles son los problemas? —pregunté.
—Que debería haber barcos que trajeron el cargamento de veneno —notificó Albert colocando los brazos en jarras—. Y el radar no los lee. Pudieron haberlos traído en camiones o llevado hasta el monumento en tierra pero los barcos estarían cerca para evitar sabotajes. Al menos debería haber uno. No transportan todo en un sólo día, así llaman la atención. Lo único que sé de Gartet es que sus maniobras son discretas y es paciente. Por eso ha librado esta guerra por años sin que nadie lo note. No transportará toneladas de veneno en sólo un día, estaría tal vez un mes. Tal vez sabían que llegaríamos.
—¿Y qué sugieres? —indagó Walton.
—Que se anden alertas o podrán morir eso sugiero —dijo riéndose y encogiéndose de hombros con aire desinteresado—. Yo ya los traje hasta aquí, pueden desembarcar cuando quieran.
—Oye, oye, oye —intervino Dagna dejando caer su fusil a un lado.
—Te oigo.
—Tú vienes con nosotros.
—¿Qué?
—Sí —dijo Sobe—. Creímos que ya lo sabías viejo. No vamos a dejarte aquí solo en el barco. Ambos sabemos que no estarás cuando volvamos. Lo lamentó, está decidido hace tiempo. Tendrás unas vacaciones pagas en Babilon con escoltas de lujo.
Él se encogió de hombros como si no pudiera hacer nada más, solía encogerse mucho de hombros y no le importaba nada más que no fuera su bote y el mar.
—Sólo si volvemos en menos de una semana. No quiero estar separado de rinconcito del mar de nuevo —exclamó.
Todos quedamos pasmados era la primera vez en días que Albert ponía una condición o al menos mostraba indicios que tenía elecciones propias y no le importaba todo un bledo.
—Cla, claro— balbuceé—. Debemos ir y volver en menos de una semana si no quieren tomarnos por espías y encerrarnos al regresar a la isla. Así que será menos de eso.
Nadie dijo nada ya que si algo éramos para el Triángulo era espías. Decidimos que en diez minutos desembarcaríamos. El río no era muy profundo, pero así como el barco se las encargaba para ocultar metros de submarino también podía navegar en cualquier charco.
Busqué mi mochila, ya había empacado hace dos días, llamé a Escarlata y él se trepó a mi hombro, contemplando mis manos con sus ojos rojos como rubíes.
Todavía tenía la provisión de Tim Tam que me había llevado de Sídney y el libro de Canadá que había tomado del librero de la habitación de Sobe. Di vuelta a anguis, pensé en una espada y esta de desplegó en mi mano. Su metal negro forjado en punta con una franja roja, como la sangre vertiéndose en mitad de la hoja, apareció ante mis ojos. Aprecié su resplandor de oscuridad por unos segundos. Pensé que sería mejor mantenerla desenfundada si tendríamos que permanecer alerta una vez al desembarcar.
Encontré a Sobe en la cocina, con su mochila colgada, conversando con Dagna, ambos tenían sus capuchas puestas. Ella le estaba comentando algo que no parecía animarla mucho y él asentía con seriedad lo que era extraño en Sobe ya que no solía tomarse casi nada en serio.
Desembarcamos por una rampilla y descendimos en el parque Brodeleau.
El parque contaba con un césped esponjoso que estaba cubierto de nieve. Los árboles más frondosos tenían sólo un puñado de hojas secas y amarillas, el resto de los arboles se veían desnudos, filosos y oscuros como garras. Había postes y cestos de basura desperdigados en derredor y caminos que surcaban el parque de lado a lado. El agua se presentaba gris como un río de acero. Enfrente había un complejo de departamentos y casas con jardines delanteros cubiertos de nieve o entradas barridas.
Dejamos el barrio atrás, adentrándonos en la calle Cathcart mientras Sobe contaba una historia de cómo su hermano se murió al resbalarse con un puñado de nieve que sólo media la mitad de su pie aunque no tuvo fuerzas para terminar su narración porque le traía malos recuerdos. Bajamos por la carretera 99 y anduvimos unas calles. Había edificios altos y modernos o estructuras de dos plantas que no parecían de este año. Las personas iban de un lado a otro, las calles estaban limpias y había grafitis sólo en los callejones como si cada cosa ocupara su sitio.
Por suerte todavía no llamábamos los suficiente la atención, Escarlata se había escondido dentro de mi campera, la espada intentaba ocultarla con el brazo aunque salía una punta lo suficientemente grande como para que algunos voltearan y Albert se había colocado una bufanda sobre su ojo lo que me sentó de maravilla. Sólo parecíamos un grupo de chavales vestidos de una manera extraña.
Recordé cómo Izaro nos había mantenido ocultos del resto del mundo como si fuéramos fantasmas y me dije a mí mismo que no estaría mal aprender ese truco. Miles se detuvo en seco.
—Ese —señaló un automóvil aparcado a un costado de la calle.
Sobe extrajo un alambre que comenzó a darle forma con sus dedos, moviéndose a una velocidad profesional. Se colocó a un lado de la puerta del vehículo y comenzó con su trabajo. Berenice examinó los alrededores sin interés y se apostó a un lado de Sobe mientras Miles le flanqueaba el otro costado para que ningún peatón pudiera advertir lo que hacían.
—No vamos a robar un vehículo —sentenció Walton aproximándose a la escena del crimen.
—Apresúrense —urgió Dagna.
—Si nos detiene la policía fue su culpa, yo no los conozco —advirtió Dante.
—Oigan, suelten eso, el auto es de alguien —intentó Walton otra vez—. No vamos a arruinarle él día a alguien ¿Verdad, Cam?
Cam pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro.
—Apúrate Sobe, que hace frío —dijo desviándole la mirada como si no aguantara el hecho de traicionarlo.
—¿Albert? —buscó apoyó— ¿Verdad que debemos llegar al parlamento por otro medio? De todas maneras hace un día esplendido, es clima es exquisito —concluyó mientras le temblaba la mandíbula del frío.
—¿Si digo que sí puedo volver al barco?
Walton y Petra siempre eran la moral de la unidad pero ahora Petra no estaba y Walton no podía cargarse a todos a villa honrado. Pensé que sería buena idea ocupar el lugar de mi amiga ya que ella se había ido.
—Concuerdo con Walton —solté.
—Sí —dijo Sobe—. Es un día esplendido y el clima está exquisito.
La puerta del conductor emitió un leve click y se destrabaron el resto de las puertas. Sobe me lanzó una mirada picara al momento que el resto de la unidad se metía en el auto.
—¡Sobe, esto está mal, una vez me robaron unos zapatos que tenía en primer grado y desde entonces... —comencé a inventarme una historia tan disparatada como las suyas pero cuando le estaba tomando gusto él me interrumpió.
—Calma, este vehículo no será como el de Dadirucso —se dirigió a Walton que estaba cruzado de brazos detrás mío—. Lo prometo. Además, sólo son unas cuadras y luego saltaremos al portal. La póliza de seguros llamará al dueño en cuanto lo encuentren, se lo devolverán, únicamente lo perderá por unas horas.
Eso me pareció razonable y me monté al carro. Dagna me cedió su lugar y se sentó sobre mí e intente que mi expresión asfixiante no se notara mucho, además o era eso o llevar en mi regazo a Albert como le había sucedido a Sobe.
—¡Por los pasajes, chico! No es ilegal usar jabón —protestó Sobe queriendo sacarse de encima al raquítico anciano.
—¿Qué cosa? ¿Jamón?
—¿No tendría que conducir Albert? —preguntó Walton volteándose antes de encender el carro—. Tal vez él pase más por adulto —se aclaró la garganta obviando la parte que parecía una momia—. Tengo dieciséis pero mi registro de conducir todavía está en trámite.
—Yo no puedo tengo ocho —explicó Alb y la parte trasera del auto estalló en risas.
—Ya arranca, amigo —sugerí y puso el auto en marcha.
Una vez el coche en marcha nos introdujimos en la 97 y marchamos por la carretera hasta que esta se abrió y dio paso al puente del rey Mackenzie. El río trascurría como una fina cuerda de agua que se había amainado con el correr de los años. A un lado del puente un edificio de ventanas simétricas y cristales impolutos se extendía para un costado como una burbuja a punto de reventar. Avanzamos cada vez más al centro de la cuidad. Cam encendió la radio pero las mayorías de las emisoras estaban en francés y las que hablaban inglés deseabas que estuvieran en francés. Así que el viaje fue en silencio.
En las calles había farolas de focos circulares, edificios impolutos de vidrio y un centro de arte que dejamos atrás, había bicis aparcadas, paradas de autobuses rebosadas de personas.
Albert no había visto mucho nuestro mundo razón por la cual se sorprendía, asombraba y maravillaba con todo tipo de ambigüedades: con los escaparates, las oficinas, los portafolios, los bordillos, las ventanas, los semáforos, los carros de la gente adinerada o con cada maldita cosa.
—¡Miren esa maravillosa criatura que planea impertérrita! Cuanta magia y sabiduría.
—Es una hoja arrastrada por el viento, Alb —le dije pero él hizo oídos sordos y se limitó a avecinarse contra la ventanilla para observar mejor la hoja tocando el suelo y levantando vuelo nuevamente cuando alguien transcurría a su lado.
Después de unos minutos divisamos un letrero de la calle Kent y Berenice nos indicó que deberíamos doblar en esa ya que nos llevaría a la colina del parlamento, pero lo dijo con un poco de tención, gritos e insultos intercalados. Walton giró con todas sus fuerzas el volante, viró hacia el otro carril y atravesó la intersección entre calles cuando el semáforo estaba en verde, los bocinazos ensordecedores de los autos no indicaron que casi provocamos un choque en masa.
—Gran manera de no llamar la atención para La Sociedad —encomió Sobe con una sonrisa sarcástica.
—¡Que relámpagos tan extraños! —comentó pasmado Albert escudriñando el cielo en busca de los bocinazos que había escuchado.
—Eso es porque no escuchaste los relámpagos de Miles —aportó Sobe.
—No es verdad —protestó él—. La única que hace algo como eso...
—¡No es verdad! —interrumpió Dagna, fulminándolo con la mirada.
—¡Ni siquiera sabías lo que iba a decir!
—Te atrapaste sola —se burló Sobe.
Nos colamos en la calle Wallington Street y aparcamos allí al pie de una parada de autobuses. Walton arrojó las llaves en los asientos traseros y luego aseguró todas las puertas, dejando una nota de disculpa en el volante. Algunos peatones nos advirtieron que no era lugar para estacionar un vehículo y muchos automovilistas nos insultaron, pero nos pareció oportuno aparcar allí porque era un lugar concurrido y lo advertirían rápidamente, así volvería a su dueño en menos de un día.
Algunos bocinazos nos dieron su última blasfemia y Sobe y Miles se despidieron de ellos saludando teatralmente, dando reverencias o arrojando besos melosos.
No eran muy buenos interactuando con el entorno de su propio mundo. Por mi parte me puse la capucha y crucé la calle como si no los conociera. En frente nuestro se encontraba la colina del parlamento, una explana extensa rodeada por diferentes edificios antiguos cuyo centro era un brasero que ardía.
Detrás de esa llama se encontraba mi boleto a Babilon. Había una verja de hierro bruñido rodeando los edificios, la calzada se torcía hacia allí. El césped de la planicie estaba un poco cubierto de nieve y las farolas se encontraban revestidas de escarcha. El edificio que estaba al final del camino no era el más ilustre pero si parecía el más importante.
Tenía una escalinata que daba lugar a una puerta rodeada de arquivoltas. Esa puerta estaba en la base de una torre que se elevaba muchos metros por encima del suelo y en cuya punta flameaba una bandera canadiense. A los lados de la torre el edificio se extendía con numerosas buhardillas, elevadas verticalmente entre el tejado y la nieve acumulada. Los otros dos edificios estaban en el este y oeste de la colina del parlamento. El cielo gris se cernía como un muro protector sobre la explanada. Entonces lo noté.
Un grupo de jugadores de hockey sobre hielo estaba rodeando el monumento de forma sospechosa. Lo incierto era que nadie más que nosotros advertía su presencia, algunos turistas se tomaban fotos, lo oficinistas iban de un lado a otro con recipientes humeantes de café y unos niños jugaban con la nieve, pero nadie notaba aquel grupo de jugadores que rondaba por allí alrededor del brasero como guardias de seguridad. Pero entonces divisé algo que cubrió todas mis sospechas.
Una chica con pantalones ajustados, botas forradas de piel por fuera y dentro, y un chubasquero térmico que sólo ella luciría, estaba con ellos.
Annette Jones, mi compañera de colegio.
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