II. Los ladrones y asesinos son los que huyen de noche
Cuando nos encontramos a Berenice creímos que era un sueño. Una ilusión que te miraba enojada desde la cabina de un camión. Había aparcado en las aproximaciones del pueblo Catatonia, los faros estaban encendidos y tenía un par de acoplados en la parte de atrás, como los vagones de un tren.
Cuando nos vio, apagó la música que estaba oyendo, un mix de Arctic monkeys, y bajó del vehículo. Se había quitado el vestido, ahora colgaba hecho jirones de la parilla del camión como si fuera una bandera de guerra. Tenía puestos unos desgastados tejanos, una camisa negra que ocultaba su marcador y zapatillas deportivas.
—Vi a las bestias en el castillo —explicó cuando nos alcanzó—. Supe que eran del campamento, venían por ustedes y si estaban ahí no había nadie custodiando las toneladas de veneno ni los camiones. Tomé este, está lleno. Sólo hay lugar para tres en la cabina. Lo pensé todo el camino, debe ir Jonás que fue el que hizo el trato y dos Abridores para poder regresar. Los demás regresemos ahora.
Nos desprendimos miradas curiosas para saber si les parecía bien el plan. Luego todos miramos a Walton, él era el que decidía las cosas. Él asintió.
—Me parece bien, buena idea Berenice, gran trabajo —le pellizcó una mejilla mientras ella lo observaba sin sentimiento—. Ahora vámonos antes de que se nos pegue toda esta mala vibra.
Como si recién reparara en que estaba mojado, Walton inspeccionó su camisa húmeda que se le adhería a sus marcados músculos y transparentaba todo.
—Caracoles, está mojada —se la quitó por la cabeza y descubrió unos músculos aun más trabajados y abdominales perfectos.
Petra se ruborizó y desvió la mirada como si él lo hubiera pedido. Dante y Miles inspeccionaron su abdomen, decepcionados, como si se preguntaran qué era lo que hacían mal. Por su parte Sobe le cubrió los ojos a Berenice y ella se apartó poniendo la mirada en blanco.
Después de unos segundos de silencio Petra y Sobe se ofrecieron para ir conmigo.
Con un camión teníamos más posibilidades de llegar a tiempo. Pero tenía que admitir que la idea de manejar apresurado un vehículo de carga, por caminos angostos y peligrosos, llevando toneladas de veneno, me ponía un pelín nervioso.
Berenice les dio las llaves a Sobe. Prometimos encontrarnos en Rinconcito del Mar, teniendo en cuenta que el barco continuaba allí, en Canadá. Albert dijo que era un metal de otro mundo y que había sido ensamblado con artes extrañas y los confronteras no lo veían. Nos despedimos con unos abrazos rápidos.
Walton me tomó del brazo y me miró fijamente a los ojos.
—Jonás luego, cuando las cosas se calmen, quiero disculparme por lo de tu amiga. Me siento horrible y ruin. Nunca antes había hecho algo así. Perdóname. Yo protejo nativos no los... no los...
Se me hizo un nudo en la garganta.
—No tengo nada que perdonarte. Fue un accidente.
Él me desprendió una mirada insegura, se escurrió la lluvia del rostro, sintió y se marchó. Antes de subirme al camión hice un esfuerzo mental por apartar todo de mi mente, sólo tenía que preocuparme en la misión.
Sobe se ubicó detrás del volante. A pesar de que la lluvia era cálida me castañeaban los dientes. Dentro de la cabina todo estaba tranquilo, el agua se escurría por la ventanilla. Del espejo retrovisor colgaban unos dados que despedían un aroma a lavanda. Parecía un pasaje aparte.
Sentí el cuerpo agitado de Petra contra el mío. Ella cerró los ojos. Tenía el cabello pegado al rostro, su vestido estaba hecho girones, debajo tenía los levis que siempre usaba.
No la había visto cuando entró a la terraza porque estaba muy ocupado muriendo pero estaba muy arreglada; como para una boda, aunque el vestido era verde. Se rasgó la fina tela mientras Sobe ponía el camión en marcha. Se veía más relajado ahora que todos sus amigos regresaban a su hogar.
Puso música para aligerar el ambiente. Los faros proyectaron el camino que parecía creado para una peli de miedo, sombras, niebla, soledad y ruidos furtivos. Nos pusimos en marcha. El bosque era muy oscuro en la noche y varias veces una sombra peluda se nos arrojó para atacarnos pero Sobe, cada vez que pasaba, la arrollaba y bebía en señal de triunfo el café frío que había encontrado en el porta vasos.
Sobe todavía traía la ropa de sirviente, toda su piel estaba mojada y pude ver que tenía muchas cicatrices en la piel, como todo trotador, yo cada año incluso adquiría nuevas. Toqué sobre mi ojo el golpe que me había dado el jugador de hockey.
Petra había roto su vestido hasta convertir en una camisa de apocalipsis. Mi remera de los mateatletas se había arruinado, estaba toda llena de sangre.
Llegamos a la montaña en una hora y para nuestro alivio el camión podía cruzar sin problemas los pasadizos más anchos de la montaña, aunque las maniobras le costaron los espejos. Nos abrimos paso sorteando rocas hasta descender a una parte del claro.
La lluvia todavía caía copiosamente, ahora se habían levantado ráfagas de viento que silbaban en mis oídos y me empujaban como si se burlaran de lo delgado que era. Saqué una linterna de mi mochila y Sobe hizo lo mismo.
—Vamos a terminar con esto —dijo Petra.
Asentí. Ya no tenía ánimos de hablar.
—De hecho, vamos a empezarlo —agregó Sobe con su optimismo de siempre—. El sanctus nos dirá si estamos destinados a frenar está guerra o no. Pero después de todo el lío de esta semana ya no quiero saber nada más de pasajes colonizados por Gartet. Lo que probablemente nos lleve a que el sanctus responda que no estamos destinados. Nosotros mismos creamos nuestra respuesta.
—Por qué no nos acompañó Walton —rezongué—. Él hubiera dicho algo optimista como: esto es pan comido, le mostramos que conseguimos el miedo y cada uno a casa.
—Porque si esto es pan comido entones se trata de los panecillos que nos dio el hijack en su casa —sonrió y agregó—. Además yo doy chistes sarcásticos ¿Puede hacer eso Walton?
—No, por suerte —respondió Petra—. Con que un amigo cercano sea sarcástico es más que suficiente.
—Que linda al llamarme amigo cercano y reconocer que soy sarcástico.
—Yo hablaba de Miles —dijo observándolo, divertida. Me recordaban a Narel y yo, siempre discutiendo.
Petra volvió los ojos al camino y saltó una columna caída y cubierta de moho. La alumbró frenética como si hubiera visto algo en la oscuridad.
—¿Dónde está? —inquirió sin desprender los ojos del suelo.
—¿Retocando su maquillaje? —sugerí.
—Los sanctus no tienen maquillaje —respondió Petra.
—¿Comprando maquillaje entonces?
Me miró como si le sorprendiera lo estúpido que era.
—¡Sanctus! —Aulló Sobe al cielo y entrecerró los ojos para que la lluvia no traspasara sus párpados.
El suelo comenzó a temblar, las ruinas se estremecieron, crujiendo como si les doliera. La lluvia de repente se detuvo, creí que había parado de llover pero entonces miré hacia arriba. Las gotas se habían detenido a medio trayecto del suelo como si el mismo tiempo se hubiera frenado. Sin creerlo examiné una gota que estaba flotando ingrávida en el aire, la toqué y me mojó la punta del dedo. Me pregunté qué sucedería si saltaba ¿Quedaría suspendido como un astronauta en el espacio?
Traté pero lo único que logré fue chapotear y mojar con agua sucia a Petra que me fulminó con la mirada.
—Buen intento —me dijo Sobe sonriendo por verla sucia.
Entonces un trueno restalló cerca de nosotros y todo volvió a la normalidad. Bueno, todo lo normal que puede ser un bosque encantado de otro mundo. La lluvia continuó cayendo con su rítmico sonido y las ráfagas de viento nos azotaron.
—¿Estás divirtiéndose con nosotros? —gritó Sobe.
—Sí —respondió la voz de la niña.
De repente estaba a nuestro lado. Gritamos y retrocedimos un paso. Sobe le arrojó la linterna a la cabeza, en un acto reflejo de defensa. A pesar que estaba a la intemperie se encontraba seca y permaneció así a lo largo de toda la conversación. La alumbré con mi linterna, ella entornó los ojos y protegió su vista con la mano.
—Se ven nerviosos ¿Los asuste?
—No —negué con la cabeza, parecía decepcionada como si hubiera esperado lo contrario—. Sólo nos fue difícil conseguir lo que pediste a cambio.
—Yo hice el trato contigo, no con ellos —dijo la niña señalando ligeramente con la cabeza a mis amigos—. No los quiero aquí.
Sobe resopló.
—Si me fuera de cada lugar donde no me quieren entonces no conocería nada.
—Sigues sin conocer nada para mis ojos —agregó la niña—. Y si no se van ahora no podrás conocer nada más.
Auch. Qué ruda.
Petra y Sobe permanecieron en su lugar, reticentes a irse. Me volteé hacia ellos y les dije con la mirada que todo estaría bien.
—Espérenme en el camión. Regresaré pronto. Guárdame un poco de café.
—No cuentes con lo último.
Comenzaron a alejarse arrastrando los pies, irresolutos, Petra me lanzó una mirada que no pude identificar. Finalmente se fueron volteando cada un par de pasos. La niña me sonrió como si estuviera contenta porque ellos se sentían mal.
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