II. En este mundo sí se usa ropa


Después de caminar por una hora escuchando a Sobe cantar los clásicos de los noventa no quería otra cosa que arrojarme a una cama, arrancarme los oídos y dormir profundamente.

Tal vez Sobe sabía que algo andaba mal porque no me preguntó nada acerca de mi encuentro con Tony, sólo cantó, tarareó melodías y arrojó guijarros en todo el camino, viendo como rebotaban en el suelo y levantaban volutas de tierra. Agradecí el gesto.

A Miles no le pareció tan lindo gesto:

—¡Oh, amigo como desearía estar sordo en este momento!

—Si continua cantando eso sucederá en unos minutos —dijo Dagna cogiendo las correas de su mochila y pateando una estela de polvo. Miles rio por lo bajo como si estuviera avergonzado.

Habíamos tomado una gran distancia de las ostentosas mansiones y comenzábamos a caminar por un pueblo que no era tan ostentoso y estaba igual de deshabitado. Parecían arrancadas de una ilustración bíblica cristiana.

Nos acercamos a una sección del pueblo fantasma donde el suelo estaba removido como si un loco montado en una excavadora hubiese revuelto la tierra. Fosas irregulares se abrían paso ante nuestros ojos. Detrás de las fosas había plantado unas estacas puntiagudas que tenían sangre seca en la punta, había tantas estacas que no se podía divisar que escondían del otro lado, todas conformaban un muro filoso, puntiagudo y sin forma, como el lomo de un puercoespín. Unos metros detrás del muro se filtraban voces, gritos de mercaderes, pasos arrastrados y el repiquetear de metales. Habíamos encontrado los primeros indicios de vida escondidos detrás de una fortaleza de filosas estacas.

—Muy bien —dijo Walton colocando los brazos en jarras, sudor de agotamiento se le vertía por sus rasgos angulares. Por el calor se había sacado la camisa y dejado una musculosa sin mangas entallada, su pelo peinado y mirada educada lo hacía parecer un soldado de los cincuenta—. Del otro lado hay personas. Una vez que atraviesen las estacas...

—Auch.

—Digo, que vayan más allá de ellas, tendrán sólo unos segundos para mirar el entorno. Ya saben qué hacer.

Miles elevó una mano como si estuviera en mitad de una clase.

—Mi ropa deportiva no entonará mucho allí ¿Qué pasa si alguien me descubre antes?

Walton parpadeó.

—¿No sabes qué hacer? —inquirió pasmado.

Dante parpadeó también imitando a Walton o sólo consternándose por la situación.

—¿No sabes qué hacer? —preguntó horrorizado y dolido como si le hubiese dado golpe entre las cejas.

Miles se encogió de hombros en gesto desinteresado y metió las manos en sus bolsillos con una sonrisa picara.

—En realidad no prestó atención a las clases. Nunca creí tener que usar ese conocimiento, por favor, nadie escucha las clases de camuflaje, además soy un Cerra se supone que no viajo sin un Abridor. Ellos deben saber qué hacer yo no.

—¿Y qué haces siempre que estás escribiendo en una hoja? — preguntó Dagna cruzándose de brazos.

Miles se encogió de hombros pero esta vez con las mejillas abochornadas.

—Enviarle mensajes a Amanda —murmuró observando sus zapatillas rotosas.

—No hay problema —solucionó Walton irguiéndose de la estaca donde estaba apoyado—. Miles, vendrás conmigo Dagna y Albert ¿Los demás saben qué hacer si no encajamos con el entorno?

Asentimos. Si no encajábamos con el ambiente, nos dividiríamos. Tendríamos que obtener información por separado y buscar una manera de camuflarnos. Además de ocultar todos los indicios de otros mundos. Los habitantes de otros pasajes no debían tener conocimiento de la existencia de otros mundos, ni siquiera deberían sospechar. Ese era trabajo de los trotamundos, ser guardianes del orden no de la confusión.

Oculté a Escarlata en la mochila y le susurré que lo sacaría cuanto antes. Nos arrojamos a la fosa y la escalamos sin mucho esfuerzo ya que sus bordes eran escarpados. No introdujimos en el mar de astillosas estacas esquivando una y otra. La sangre seca en el extremo le daba un aspecto terrorífico. Cada vez que me internaba más el espacio entre ellas era más reducido y su número crecía en tal punto que no se podía atravesar algunas aberturas. Encontré una hendidura de mi tamaño, estrecha y delgada, la travesé a duras penas y el mar de palos me expulsó a una callejuela.

Me paré en seco a observar.

La tierra apisonada estaba cubierta de huellas, había puestos que conformaban un amplio mercado bordeando la calle, donde se vendían joyas preciosas, leña, hortalizas, artículos, cueros, lana y todo tipo de cosas. Los puestos estaban delante de las casas de piedra, las estructuras más altas contaban con dos o tres pisos. El tumulto de la calle nos ayudó a camuflarnos. Una persona transcurrió a mi lado jalando de una vaca extraña, peluda y con unos cuernos ramificados como venado. Unas palomas con un ramillete de ojos en las alas revolotearon por encima de mi cabeza y persiguieron a un hombre que arrastraba una carretilla forrada con pan en su interior.

Entonces vi mejor a las personas. Eran personas sin duda porque si fueran monstruos hubieran sentido nuestra presencia a kilómetros y ellos odiaban sentir la esencia que emitíamos, por eso siempre nos atacaban. Pero tenía rasgos extraños uno de ellos era su color de piel, todos tenían leves matices como grisáceas, rojas, azules, verdes, letrinas y de cualquier color que te puedas imaginar. Otras personas tenían la piel manchada con varios colores de pigmentación y sus ojos eran negros como la noche. Algunas tenían pequeñas protuberancias bajo la piel como cuernos.

Por suerte todo el mundo se hallaba enfrascado en su actividad y no habían notado que veníamos del bosque que tanto odiaban, gracias a nuestra cautela y agilidad. Además de la ligereza con la que profanamos la muralla, no nos notaron porque desembocamos justo a un lado de una caravana, con su techo arqueado de una tela impermeable. Las ruedas del remolque estaban impregnadas de barro, la madera se encontraba pintada rústicamente con colores desvaídos y un caballo más grande que un oso estaba a punto de arrastrarlo. Me deslicé lejos de la caravana siguiendo los pasos de Camarón que caminó con la cabeza en alto.

No era difícil notar que resaltábamos un poco en el tumulto, sobre todo los pantalones chándal de Miles y su sudadera deportiva. Berenice, Sobe y Dante se situaron a mi alrededor con semblante formal. Sobe susurró que ojalá fuera fácil encontrar el camuflaje adecuado allí pero su mirada deseaba lo contrario. A él le gustaba el peligro, no importaba si era mortal, a veces creía que estaba un poco loco.

El resto de la unidad nos despidió una mirada fugaz, como si no nos conociéramos y se marchó al otro extremo de la calle.

Me adentré en un camino circundante y anduve con ellos por unos minutos. Las personas nos despedían hojeadas recelosas, entornaban los ojos, ejecutaban gestos extraños al pasar como si se arrancaran la mala suerte de las tripas, el corazón y la cabeza o implemente se limitaban a escupir en nuestros pies. Sobe daba las gracias por cada escupitajo agitando una mano y deseando buenos días. No sé si no nos querían cerca por ser extraños o por no tener la piel como un ovni barato.

Las construcciones estaban hechas con cañas o ladrillos de adobe revestidos con cal y tenían la forma de una caja cuadrara. Es decir, eran horribles. Las casas estaban apiñadas a las vecinas. Había corredores estrechos, escalonados y pasadizos entre cada manzana.

Después de unos minutos Sobe distinguió algo de su interés.

Detuvo la marcha parándose en seco, extendiendo sus brazos y agolpándonos del otro lado. Le lancé una mirada inquisitiva enarcando las cejas. Él caminó hacia la estructura más próxima, se apoyó contra la pared oscura de una casa, hincó su rodilla descansando el pie sobre la pared y observó a las personas transcurrir con semblante desinteresado.

—Miren la joya preciosa que tenemos en frente —susurró escudriñando entretenido a la mujer como si seleccionara con cuál videojuego pasaría la tarde.

En la casa de enfrente una mujer rolliza fregaba ropa en una estregadera, se encontraba arrodillada con la punta de los dedos morados por el agua helada, aunque su piel ya tenía un leve tinte azul. Estaba ubicada en la boca de lo que parecía un callejón, pero era un estrecho pasillo entre las dos casas. Esa mujer no tenía nada de joya preciosa, era ancha, de cejas gruesas, semblante molido y labios tan finos que parecía no tener. Debajo de los labios le crecían una serie de protuberancias como pequeños cuernos.

Pero entonces advertí a lo que se refería Sobe con joya, sobre todo con preciosa. Por encima de su cabeza se suspendían prendas enganchadas en un tendedero, estaban casi secas y eran del estilo de ese mundo, raídas y sueltas, como túnicas. Dante asintió dándole la aprobación, yo me encogí de hombros y Berenice se limitó a contemplar la joya preciosa.

—No creo que sea buena idea —dijo cuando Sobe se disponía a ir.

—Eso es porque tú quieres robar pequeña cleptómana —exclamó con voz suave mientras agarraba una de las mejillas de ella y la presionaba como si fuera un bebé.

Berenice le demostró con la mirada que no le hacía gracia. Sobe la soltó suspirando, estiró los extremos de su chaqueta con suficiencia y fue hacia su presa ensanchando una sonrisa amigable.

Sobe la saludó con gentileza cuando se aproximó a la mujer. Al principio ella se dedicó a lanzarnos la misma mirada juzgadora que el resto de sus vecinos hasta que Sobe comenzó a hablar y mostró desinteresado un montón de artículos de oro que cargaba con él como joyas o monedas de otros mundos.

Él le regaló una sarta de halagos que la mujer no creería si tuviera un espejo frente a sus ojos e inventó una historia de lo más buena explicando por qué se vestía tan extraño y tenía un aire diferente al resto del pueblo. La mujer pareció tragar sus mentiras y le vendió unas prendas a un precio excesivo porque se suponía que las nuestras estaban sucias y eso era cierto. No teníamos monedas de esa región pero ella accedió de todos modos diciendo que dinero era dinero.

—Que rápido —me susurró Dante cuando ella nos tendió la ropa nueva sobre nuestros brazos. Asentí, pensando en si al resto de la unidad le habría ido mejor.

—¿Podríamos cambiarnos dentro? —preguntó Sobe esbozando una sonrisa santurrona y señalando su casa.

—¿De dónde decías que han venido? —interrogó la mujer hurgando en uno de los bolsillos de su delantal.

—Del último pueblo del sur que quedó —explicó Sobe tragando saliva—. Ahora usamos esta ropa para despistar a los forasteros o cualquier amenaza que venga del bosque porque al vernos creen que somos un pueblo demente y peligroso, así nos dejan en paz.

—No lo dudo, parece ropa que usarían dementes, muy ajustada. Y... ¿Han atravesado el Bosque de las Bestias Salvajes solos? —preguntó dirigiéndose a su casa. La puerta estaba por encima de unos tres escalones y ella se detuvo en cada uno para interrogarnos.

—Sí, mi madre necesita medicina y escuché que aquí están los mejores curanderos.

—Pues sí —concordó asintiendo a intervalos. Extrajo un manojo de llaves herrumbrosas de su bolsillo y hurgó cada uno de ellas—. Cormen es un buen sanador. Los sanadores y curanderos son lo único bueno que puedes encontrar en las villas inferno.

Sobe volvió a asentir con un brillo entusiasta en los ojos al escuchar la palabra villas inferno. Carraspeó y procuró conservar su semblante de chico bueno.

—¿No se han cruzado con espectros mortíferos en el bosque de las bestias salvajes? —cada vez que pronunciaba la palabra bosque su voz cambiaba como si estuviera diciendo una blasfemia. Incluso escupía un poco.

—Sólo con unos cuantos.

—¿Estaban los hombres no humanos?

—M-me temo que no —arriesgó.

—¿Temes que no? —ella negó con la cabeza e introdujo la llave en la cerradura—. Deberías temer si te cruzas con uno de ellos.

Para entonces nos encontrábamos dentro de la casa y las respuestas de Sobe la habían tranquilizado un poco. Nos señaló rápidamente un piso superior que servía de habitación y se volvió en sus pasos hacia el exterior. El inmobiliario era escaso solo una mesa, un hogar en la esquina donde se estaba calentando agua, un rincón con leña amontonada y un baúl. Ese sitio era muy similar a la casucha donde había encontrado a Wat Tyler.

Berenice escudriñó el lugar por unos instantes, trepó la escalerilla hacia la planta superior y se llevó su nueva ropa.

Me quité la remera.

Mi piel estaba cubierta de moretones tan oscuros como una pasa, variaban de tonalidades verdosas, moradas, amarillas y rojas, parecía una amalgama de matices en lugar de la piel a la que estaba acostumbrado a ver. Tal vez con esas manchas me camufle mejor. La idea sonó tonta incluso en mi cabeza. Mascullé una maldición y arrojé mi ropa vieja al suelo.

Me calcé una chaqueta de lana marrón, forrada de lino que picaba como si un millón de hormigas corrieran por mi piel, pantalones holgados, botas de caña baja, un blusón de lino que era muy largo y un gorro de fieltro que se veía ridículo y también picaba pero seguramente este tenía bichos de verdad.

—Ojalá en este mundo no se usara ropa —lamenté echándome una mirada, tenía pinta de haber salido de una obra Shakespeare ambientada a un dibujo manga.

La chaqueta tenía una medalla de peltre muy opaca que estaba allí sin ninguna utilidad en particular. Berenice descendió del piso superior. Tenía un vestido bordó hasta los pies y botas. Su cabello azabache se vertía por los hombros y su piel pálida la hacía verse de porcelana. Las mangas del vestido le llegaban a los codos, su marcador resaltaba como un artilugio del futuro. La máquina con la pantalla negra, apagada e incrustada en la piel, ya no le recordaba que no podía hablar pero si le recordaba que alguna vez no pudo. Berenice se colgó una capa oscura para ocultar su antebrazo y me lanzó una mirada críptica a modo de «No digas nada»

Sobe arrojó su gorro de fieltro por encima del hombro sin intención de calzárselo. Él y Dante se veían como aquellos campesinos que las personas retrataban, en pinturas del pasado, arando la tierra o siendo maltratados por cualquier cosa. Sobe me lanzó una mirada divertida como si repara que pensaba en lo mismo que él.

La mujer se adentró a la habitación, apresurada como si de repente hubiera recordado que tenía cosas que hacer, tal vez el efecto de los halagos se había ido. Traía una pañoleta en su mano como si fuera un sagrado cargamento. Se la dio a Berenice con delicadeza y ella le desprendió una mirada interrogativa.

—Creí que querrías una para que los hombres no piensen mal de ti —explicó con seriedad un tanto molesta por tener que aclarar aquello—. Tal vez perdiste la tuya en el Bosque de las Bestias Salvajes.

—¿Disculpa? —preguntó Berenice parpadeando desconcertada.

—Ya sabes —respondió la mujer un tanto ofendida e impresionada—, para que no te tachen de ramera.

Berenice abrió los ojos como platos.

—Yo no soy una ramera —dijo retrocediendo un paso con expresión displicente— y ningún maldito gorro mostrará lo que soy.

Sobe se situó detrás de la mujer, que arrugaba cada vez más su rostro agraviado e indignado por la insolencia de Berenice. Sin que nuestra anfitriona lo viera, negó con la cabeza y pasó un dedo por su cuello diciéndole a Berenice que cerrara la boca.

La mujer se refería a una costumbre de ese lugar, si éramos de aquel mundo se suponía que tendríamos que hacer las cosas sin chistar. Es más se suponía que deberíamos saber esos hábitos pero por la mirada fiera de Berenice percibí que estaba a punto de insultar a esa mujer al estilo trotamundos.

Me precipité y sonreí calmando las aguas.

—Pero de todos modos lo usarás ¿O no? —le pregunté sujetándola por los hombros.

—Controla a tu esposa —me sermoneó la mujer sacudiendo sus carnosas mejillas.

—¿Q-qué?— pregunté retrocediendo y soltando a Berenice como si fuera una braza al rojo vivo.

—Ella no es su esposa —declaró Sobe.

—¿Es la tuya?

—No, gracias al cielo.

—¿Ninguno de ustedes está casado? —preguntó aun más pasmada.

—No, señora —contestó Dante sudando a gota viva.

—A ti no te pregunte, negro esclavo —espetó asqueada.

—S-s-soy m-moreno —contestó atónito, estrujándose la gorra de fieltro entre las manos totalmente nervioso.

Esa mujer odiaba mucho el color de Dante por tener la piel azul. Me resultó irritante, quería irme pero no podía ignorar lo racista e injusto de sus comentarios. Quería replicar con lo que sea.

—Señora, tenemos quince y dieciséis años nadie está casado —expliqué observando cómo arrugaba su semblante y el ojo tuerto permanecía igual, ajeno al resto de su cara.

—¿Y eso? Ya son unos hombres —contrarió irritada—. Yo a su edad ya me había divorciado dos veces.

—Me cuesta imaginar la razón —bromeó Sobe.

Hubo un momento de desagradable silencio.

—Gracias por su hospitalidad —comenzó a despedirse Sobe reverenciándose con aire elegante al tiempo que Berenice se calzaba el gorro como si se estuviera llenando de miel su cabello—. Nos ha ayudado a mí y mis camaradas, pero la medicina de papá no puede esperar.

—Tu madre estaba enferma o al menos eso dijiste —expuso nuestra anfitriona con cautela, entornando la mirada.

—Mamá y papá —concordó Sobe—. Pero no mencioné que estaba enfermo él porque no quiero mucho a mi padre... porque es moreno.

Eso pareció disipar sus sospechas.

—¿Quieren que los acompañé a la casa de Cormen? —se ofreció pero no sé veía muy caritativa, suspiró resignada como si nosotros se lo hubiésemos pedido.

—No se moleste hermosa flor, gracias otra vez por sus amorosos cuidados. Lamentamos ser jóvenes de campo maleducados. Gracias y muchas gracias — respondió Sobe empujándonos hacia la salida con una sonrisa agradecida, se volvió, besó la mano callosa de la mujer, cerró la puerta y comenzó a limpiarse los labios a la vez que decía—. Al menos ya sabemos algo de este lugar.

—¿Qué se casan jóvenes? —pregunté rascándome los antebrazos—. Y que su ropa pica.

—¿Odian a los morenos? —inquirió Dante totalmente cabizbajo con la moral dolida.

—Además de eso dan asco, las únicas bestias del lugar son ellos— rezongó Berenice soltando su cabello de todos modos, arrojando el gorro pequeño al suelo y pisándolo con resentimiento en la entrada de la casa para que la mujer lo viera al salir.

— Se creen superiores a todo —concordó Sobe limpiándose con más énfasis la boca como si tuviera una mancha que jamás se borraría—. Con mi hermano visité cientos de mundos como estos. Por suerte me tienen a mí —reconoció con petulancia y se alisó los pliegues de la ropa—. Sé lidiar con tipos estirados.

—En realidad son segregacionistas —afirmó Dante—. Es nuestro mundo se puede apreciar aquella conducta arraigada en los regímenes autoritarios pasados y actuales.

—Si... algo como eso —concordé intentando descifrar lo que dijo—. Ojalá el resto de la unidad tenga mejor suerte que la nuestra porque esa mujer casi nos pilla.

—Bueno, ya sabemos que tendremos que andarnos con cuidado si nos cruzamos personas en el bosque ahora veamos qué son esos hombres no humanos y pidamos indicaciones —Sobe chasqueó los dedos y sonrió de manera astuta. Se le acababa de ocurrir algo—. Ya sé dónde nadie notará que no somos de este lugar a la hora de interrogarlos.

—¿Dónde? ¿En un loquero?

—No. En un lugar mucho mejor.

—¡Ya dilo! —exigió Berenice consumida por la impaciencia.

Sobe sonrió y comenzó a marchar por las apretadas callejuelas sin decir palabra, disfrutando el momento de incertidumbre donde solo él sabía qué hacer.

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