II. El prisionero aprisiona a los que no eran prisioneros.

Por fin había encontrado un indicio del portal, no podía creerlo. Si el portal estaba en Canadá entonces sólo tenía que coger un mapa de ese país en el Triángulo y buscar a lo largo de esas tierras el portal, de seguro lo encontraría. O bien podría ir directamente y probar suerte aunque eso tal vez me demoraría más tiempo.

Estaba tan feliz y aterrado a la vez que casi largo una carcajada, de repente el hecho de estar secuestrado ya no me importaba tanto. Procuré controlar la euforia y comprimí mi mandíbula temblorosa.

—¡Se suponía que vendrías a buscarme! Hoy tengo la carga más importante en mi vida ¿Y no vienes?

—Oye, tengo órdenes directas de Gartet para transportar este veneno ¡Directas! —recalcó el hombre—. Él está muy encima de esto, necesita aniquilar a los de Ozog con urgencia. No puedo pasarlas por alto. Además, ya te envíe un reemplazo debe llegar en unos pocos minutos.

—Bueno pues podrías decirle a mi cliente que tengo a su amado trotamundos —cuestionó la pelirroja—. Que vaya preparando su recompensa.

—Le avisaré cuando lo vea, si es que llego a verlo —informó aburrido y concentró su atención en el techo—. Oye Izaro cuídate ¿Sí? Los demás están sospechando lo que haces, les preocupa y a mí también me preocupas.

—Descuida, Kilian —contestó en un murmullo para que yo no la oyera y luego le susurró unas palabras aun más bajo.

Ya no me interesaba escuchar sus conversaciones personales ya sabía todo lo que quería saber en el mundo. Ahora necesitaba huir y rápido.

El chico de cabellos canosos desviaba los ojos de la pelirroja como si tuviera miedo de que ella lo pillara metiendo las narices en su conversación. Con una mano sostenía mis ataduras y con la otra jugueteaba con un collar que le pendía del pecho. Era un trozo de plástico azul e uniforme, como si hubiese sido cortado por alguien que no era muy bueno manejando el cuchillo. El pedazo de plástico no simbolizaba nada pero él la acariciaba en la yema de sus dedos como si fuera su bien más preciado.

Tamborileé mis dedos contra la soga y busqué las mejores posibilidades de escapar que tenía.

Si estábamos en un muelle significaba que sus amigos vendrían por el mar, tal vez el portal al que quería llevarme se encontraba en plenas aguas. De cualquier manera una vez que me metan en el bote no tenía posibilidades de apoderarme de la nave, tampoco podría huir en el mar, me cazarían rápido. Todas mis opciones se reducían a escapar en ese momento. Tal vez si distraía al chico mientras la pelirroja, Izaro, hablaba entonces podría darle un puntapié, correr hacia el saco de Escarlata, cogerlo y correr nuevamente por mi vida. Las manos me sudaron. No tenía tiempo que perder.

—Lindo collar —le dije señalando la artesanía con el mentón.

Él se sobresaltó, sorprendido de que le hablara.

—Gracias, me lo regaló una amiga. Ella es muy importante para mí. Es mi primera amiga.

—¿Y la pelirroja no es tu amiga?

Él negó con la cabeza, muy serio, como si estuviéramos hablando de la manera en que moriría.

—No, ella es mi dueña.

—Ah —intenté asimilar las palabras e imaginarme cómo una chica que aparentaba catorce años podía tener como propiedad a un chico de dieciséis.

La idea me dio nauseas. Me recordaba a Gartet, la manera en que él quería apoderarse de Sobe y de mí.

—¿Y desde cuándo es eso? —pregunté intentando apartar ese pensamiento de mi cabeza.

—Desde que me salvó la vida —contestó con un atisbo de cariño—. Jugó su vida por la mía, para entonces no sabía usar muy bien las artes extrañas y casi la mata el esfuerzo que hizo al rescatarme. Pero ahora es una experta —repuso orgulloso—. Incluso desde entonces me ayuda con sus artes y siempre vuelve mi vida intensa... cambiándome.

—¿De qué te salvo? —pregunté viendo como aflojaba el amarre.

—De unos cazadores. Querían matarme con un arpón, si sobrevivía, iban a venderme en el mercado

—¿Cómo a las ballenas? —pregunté y eso pareció incomodarlo.

Pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—Em, sí como a las ballenas.

Izaro compartió unas últimas palabras con el hombre pustuloso. Mi pulso se aceleró, había llegado el momento. Estaba a punto de golpear al chico cuando un barco apareció en el horizonte.

Se acercó a toda velocidad como si quisiera colisionar con el puerto, luego se detuvo dio vueltas en un eje y anduvo de un lado a otro levantando regueros de agua. No sabía mucho de barcos ni de capitanes pero ese tipo de lancha con cabina parecía tener un capitán demente. En la cabina se encontraban los comandos, tenía una popa extensa y una proa un tanto reducida.

Izaro se quedó anonadada, observando el pequeño barco ir frenético de un lado a otro de la bahía.

—¿Se supone que ese es tu reemplazo? No sabe navegar.

El hombre balbuceó, se veía sorprendido o era porque no tenía párpados:

—Pero Albert es un gran marino no entiendo que... oye tengo que colgar, lo siento. Nos vemos.

La pantalla de agua perdió consistencia y cayó al mar emitiendo un ruido líquido. El chico se distrajo, aflojó lo suficiente el agarre y me liberé de él tirando las manos de ambos hacia abajo y levantándome rápidamente. Chocamos la cabeza y él retrocedió aturdido trastrabillando hacia atrás. Corrí directamente al saco de Escarlata y lo abrí como pude, a la vez que la pelirroja observaba anonadada cómo todo transcurría a su alrededor y arremetía contra mí para detenerme.

Escarlata desplegó alterado sus alas y levantó vuelo siseándome alarmado como si dijera «Corre, anda, sígueme» mientras la pelirroja me tumbaba, tacleaba mis piernas, me daba un golpe seco en la tranquea y me oprimía contra el suelo con una velocidad felina.

El barco que daba vueltas de un lado a otro se detuvo tan cerca del bordillo que chocó su popa contra la estructura arañando la pintura y destruyendo la madera que funcionaba como baranda. Los turistas no habían reparado en el choque así que supuse tampoco verían el barco, continuaban caminando de un lado a otro, fotografiando las tiendas o sentándose en la pequeña escalinata para engullir un aperitivo.

La pelirroja jadeaba. Tenía una de sus manos comprimiéndome contra el suelo y la otra estaba lista para actuar mientras observaba vigilante el bote que se encontraba silencioso en la orilla.

—¿Albert? —preguntó ella a la vez que el adolescente se le unía a su lado.

Un hombre mayor, menudo y petizo se elevó en la cabina y salió alzando las manos. Vestía una musculosa que anteriormente había sido blanca y estaba cubierta de manchas de grasa, unos pantalones cortos y botas de caña alta. Tenía una maraña de cabellos secos y dispersos como un Albert Einstein caribeño, tal vez de allí provenía su nombre. Sus ojos lechosos estaban dilatados y caminaba con la vista fija en Izaro lo que provocaba que dé traspiés cada un par de pasos. Saltó fuera del bote y permaneció en la posición que aterrizó.

—¿Qué sucede? —preguntó la pelirroja—. ¿Por qué chocaste el navío con la costa como si fuera la marea que remonta?

—No puedo hablar —respondió él observando tras su espalda como queriendo indicar algo.

—¿Podría saberse por qué hace esa afirmación tan inusual? —preguntó ella como si parafraseara la cita de un poema.

—Tomaron la nave.

—¿Quién osa importunar más mi día?

—Verás... no dijeron sus nombres pero supongo que son parte de los trotamundos —dijo esa palabra como si quisiera resaltar más—, ya sabes, esos trotamundos de los que habla la predicción.

—¿Qué? No puede ser...

En ese mismo instante un silbido ensordecedor rompió el aire. Los turistas se sobresaltaron y observaron el cielo despejado en busca de relámpagos pero yo sabía que no había sido eso lo que escuché. Era el disparo de una escopeta de balas invicta, un metal que lo atravesaba todo.

—Los tenemos rodeados —gritó una voz desde el barco—. Pueden creernos o no pero lo cierto es que no les conviene que se lo probemos.

Izaro comprimió sus labios en una fina línea y arrugó su semblante disconforme. Se veía tan agotada y furiosa que parecía a punto de explotar como una máquina sobrecalentada.

—¡Y tu niñita, suelta a ese chico enclenque y humillado! ¡Sí, ese chico, el feo, el que me da lástima ver, el que daña la vista! ¡Suéltalo! ¡Y ni siquiera te atrevas a decir uno de esos embrujos o será lo último que digas! —la voz se escuchaba estática y emitía un zumbido que denotaba que hablaba a través de un megáfono.

Izaro me empujó al bote fulminándome con la mirada. Sus mejillas se tornaron tan rojas como su cabello. Estaba furiosa.

Por mi parte permanecí quieto no sabía si quería ir con las personas del barco. La voz del megáfono resopló:

—¡Anda Jonás Brown, muévete! No pienses tanto. Mi herma... digo una persona que yo conocía perdió un avión por estar pensando si tomarlo o no y murió en un lugar deshabitado por indígenas de siete ojos y dientes láser. Es una historia trágica, pero nos deja moraleja.

Una sonrisa nerviosa cruzó mis labios. Ya sabía quién era el que hablaba a través del megáfono. No tenía idea de cómo había llegado allí pero me sentía tan feliz de escucharlo que largué una carcajada.

—¡Y tú, Albert, no creas que terminé contigo! ¡Sube al bote o te vuelo los sesos! —aúllo la voz, hubo un segundo de silencio como si alguien lo reprendiera, se dio un zumbido agudo y agregó —. Por favor, lo siento.

Albert dio media vuelta como si ya estuviese acostumbrado a que lo mangoneen o que situaciones como esas ocurriesen. Se encaramó a la barandilla destrozada y trepó al bote. Me desaté las manos y froté las muñecas a la vez que un montón de preguntas bullían en mi mente. Pero por el momento lo único que quería era largarme de allí. La pelirroja lanzó un grito de frustración que hizo estremecer a su acompañante. Comprimió sus puños hasta que los nudillos se le tornaron blancos y masculló.

—¿Sabes que sólo te libras de mí esta vez? —preguntó escupiendo cólera, literalmente escupiendo.

—No infortunes mi momento de gloria —le dije.

Si creí que antes estaba completamente enojada me equivoqué. Di una reverencia y me largué de allí lo más rápido que pude. Subí al bote a la vez que se ponía en marcha.

Sobe y Berenice corrieron a mi encuentro, surgiendo detrás del tablero mandos. Nos reunimos en la reducida cubierta, recibí a Berenice con un fuerte abrazo y le choqué los cinco a Sobe. No los veía hace un año, sólo había recibido cartas de ellos y creí que eso era suficiente pero en ese momento me di cuenta que no era cierto.

Albert estaba controlando los mandos de la lancha, silbando una canción de marinero. Eran muchos controles por ser un simple bote, tenía tantos comandos como un crucero. Ajugas, palancas, botones, interruptores, termómetros, diales, radares y otro surtido de indicadores.

Por un momento creí que todo había acabado y me entregarían a Gartet. Me permití relajarme un poco.

—¿Porqué vinieron aquí? —inquirí totalmente anonadado preguntándome si Izaro no me había embrujado y estaba alucinando todo.

—Se nos acabó la mermelada —dijo Sobe encogiéndose de hombros. Tenía puesto una armadura sobre su campera de aviador y su cabello mal recortado ondeaba con el viento—, y de camino a la tienda pensamos recogerte.

Berenice asintió distraída y despegó un vistazo fugaz al muelle que se alejaba cada vez más. Estaba a punto de decir algo pero entonces abrió sus ojos como platos, me agarró por los hombros y gritó:

—¡Chicos, cuidado!

Intentó tirarnos al suelo y sólo pude escuchar la voz de la pelirroja antes de que todo se desvanezca:

—¡Ut petram!

Cada cosa se volvió negra, caí de espaldas al suelo y lo último que pude ver fue a Escarlata surcando el cielo. Su silueta oscura acercándose preocupado hacia mí. 

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