El temor de tener miedo


«¿Qué cosa es peor que escapar de un hijack?» Me pregunté cuando corrimos lejos de Catatonia. En el camino pensé una decena de respuestas como que tu hermana practique manicura con tus manos cuando estás durmiendo, ¡eh, pasa!; pero sin duda nada se le comparaba a tratar de escapar de un hijack. Claramente era porque me había olvidado de que nos perseguían otras personas.

El sol estaba poniéndose. Mis ojos se cerraban y las piernas me pesaban como sacos repletos de rocas, imposibles de transportar, cada paso era una tortura pero no quería parar porque sabía que si lo hacía no podría continuar. Más que nada sentía que caminaba sobre dos espinos que estaban cubiertos de llamas, sobre un volcán activo y armados con cuchillos. Todo mi cuerpo me dolía, cada fragmento lo sentía hinchado y perforado como si me hicieran acupuntura.

Mis amigos no tenían mejor aspecto. Petra era la que peor se encontraba ya que había estado toda la noche aplicando magia de sanación a los moratones que habíamos ganado con el remolino de viento o las heridas que nos habían otorgado los catatónicos. Berenice se había roto dos dedos que vendó y curó. Pero más que nada se había concentrado en la audición de Miles. Estábamos demacrados y su idea era demacrarse ella para que nosotros no nos veamos tan mal.

Petra había insistido en ello e incluso se había enfadado conmigo por negarle cerrarme la herida punzante sobre mi ojo, ya había asumido que me quedaría allí una cicatriz no quería que Petra consumiera energías en vano. Aun así, se había encabritado, alegando que yo no aceptaba su magia porque ella me había dicho que nunca la salvaba y ahora quería demostrar lo contrario, me dijo algo como que era un testarudo. A lo que respondí que se vaya al demonio. Ella frunció el ceño, resopló exasperada y se alejó de mí sin dirigirme la palabra.

Estaba sicótica, no había dormido en días y había estado usando su magia sin descanso. Yo tampoco estaba de lo más fresco, así que enterré mis manos en los bolsillos y caminé por el desfiladero con la vista clavada en mis pies. Sobe se rio y nos dijo que le recordábamos a Izaro y Zigor pero se calló cuando ambos le gritamos que cierrara la boca.

—Parece que nadie tiene sentido del humor hoy —refunfuñó.

Petra se volteó hecha una fiera.

—Lamento que mi mal humor arruine tu increíble viaje por las montañas.

—Te disculpo —dijo dando una reverencia.

—No peleen —intervino Dante—, no es momento de pelear.

—Tienes razón —añadí—, peleemos cuando escapemos definitivamente del hijack.

—Oigan, oigan —prosiguió Dante esbozando una sonrisa— miren el lado positivo...

—¿Cuál? —preguntó Sobe.

Dante enmudeció.

—Estoy buscando uno ¿sí? Dame tiempo.

—Mi tiempo es muy valioso, Álvarez.

—¡Pues lamento que mi lentitud arruine tu increíble viaje por las montañas! —estallo él balbuceando y comprimiendo los puños.

—¿QUÉ TRAJE DE ENTRAÑAS? —preguntó Miles—. ESPEREN... DIJERON ENTRAÑAS O EXTRAÑAS.

—¡Montañas! —gritó Dante hecho un manojo de nervios— ¡Montañas! ¡Montañas! ¡Estamos en montañas a qué me voy a referir! ¡Cómo es que no puedes escuchar esto! ¡Te estoy gritando menso!

—¿Cobrando besos? —preguntó esbozando débilmente una sonrisa como si el nerviosismo de Dante lo hiciera titubear si era buena idea reírse en su cara.

—Estamos más cerca del sanctus —dije cuando el silencio se alzó por encima de nosotros—. Eso es lo positivo, Dan. También pudimos escapar del hijack. Tenemos muchas cosas positivas.

—Para un poco, Jonás —ironizó Sobe—, tanta suerte me impulsará a comprarme un boleto de lotería.

—Tenemos muchas cosas a nuestro favor —repetí.

Hubo un retraído coro de afirmaciones y el silencio se perpetuó en el somnoliento grupo. Comencé a pensar en cosas positivas para mantenerme despierto. Al menos ya no tenía que preocuparme por los monstruos porque ahora sabíamos que los trotadores no eran atacados en los mundos que se utilizaban como puentes por un acuerdo. El hijack nos había dado vital información al decirnos aquello. Tal vez el Triángulo pudiera desplazarse con más ligereza de la que cree en los mundos gobernados por los colonizadores de Gartet.

Petra depositó sus cansados ojos en el horizonte y suspiró exhausta al comprobar que ya estaba amaneciendo. Tenía los pómulos marcados, los ojos hundidos en dos profundas ojeras y el cabello alborotado, seco por el polvo y erizado. Me recordaba a un gremlin.

Miles caminaba por delante ya que no oía nada y no queríamos que eso suponga un problema para su seguridad entonces lo manteníamos en la mira. Berenice iba a su lado y le enseñaba clave morse con una linterna que yo les había prestado, aunque su alumno no mostraba mucho interés porque también estaba molesto.

No habíamos dejado de caminar en toda la noche por si el hijack nos seguía.

Avanzar por el desfiladero de la montaña era como caminar por un laberinto cuyos muros de roca eran interminablemente altos. Mis pies se derretían en los zapatos. Nosotros marchábamos por el camino central que era idéntico a los otros corredores que se enlazaban o atravesaban. Sobe guiándonos por los pasillos me recordaban a Narel con sus calcetines, para mi todos eran iguales, pero él los diferenciaba cada uno como si fueran tan diferentes como el agua y el aceite.

Ninguna planta perturbaba la armonía rocosa de las montañas como si a los dioses les molestaran las hojas. El lugar era tan oscuro que si no levantaba la vista y veía aquella franja anaranjada de cielo no había modo de saber que estaba amaneciendo.

Dante chocó con Sobe y Sobe no lo notó, simplemente continuó caminando y bostezando. Ajeno a todo, con el mapa en la mano. Parecían una cuadrilla de zombis buscando un cerebro o una cama.

—Creo que el hijack no nos seguirá. Deberíamos tomarnos un descanso —sugerí tirándome por tercera vez agua en la cara.

—Los hijack son rápidos sin cuerpos físicos —murmuró Dante y refregó sus ojos.

—Sí pero no creo que se desligue de ese cuerpo, dijo que lo veía como suyo, que lo amaba, vete a saber cuánto tiempo lo lleva puesto. Seguramente se habrá quedado buscando el cuerpo entre los escombros.

Petra sacudió la cabeza y sujetó las correas de su mochila.

—Qué asco.

—Asco es ver a Adán en traje de baño —apuntó Sobe.

—Oh, por favor —refunfuñamos todos y Dante se restregó los ojos como si de esa manera borrara la imagen de su mente.

—Un descanso —susurré paladeando las palabras—. No nos vendría mal.

Berenice asintió fatigada, apagando la linterna.

—Suena bien.

—¿Qué? —gritó Miles y señaló sus oídos—. ¡No puedo oírte!

Sobe arrugó el semblante.

—Por desgracia yo sí.

Nuestras voces rebotaban por los colosales muros de piedra. Mediante un acuerdo tácito todos arrojamos las mochilas al suelo y nos desplomamos sobre la roca. Sentí que la tención de mi cuerpo se desvanecía, el frío de la roca llegó a mis músculos ardientes y fatigados y el suelo árido lo sentí como si fuera una almohada de plumas.

Respiré grandes bocanadas de aire y arrastré la mochila hasta debajo de mi cabeza. Lo último que vi fue mi mano sana, cubierta de cicatrices, con unas medias lunas negras en las uñas. Tenía sangre seca.

Sangre.

El sueño no tardó en encontrarme. Lo último que recuerdo fue que pensé en hablar con Petra, de repente no me sentía enfadado con ella. Quería arrastrarme hasta donde se encontraba y decirle que lo sentía, que terminara de contarme la historia de cuando no había sol en Etrra, hablar con ella hasta bien entrada la noche como solíamos hacer antes en Dadirucso...

Escarlata me despertó después de unos minutos. La oscuridad del desfiladero me desconcertó. Parpadeé, busqué a Berenice en la oscuridad y tomé la linterna de sus manos a la vez que le susurraba en el oído que era yo, que no se preocupara. Porque cuando la despertabas solía golpearte. Ella se revolvió en sueños hasta que su espalda quedó recostada contra la roca y sus parpados miraron hacia el cielo.

—Wat, Wat está oscuro, no vayas todavía —murmuró.

Alumbré con la linterna a Escarlata que no dejaba de morderme el zapato.

—¿Qué rayos te sucede? ¡Déjame en paz...

Pero Escarlata me chilló frenético, alerta. Agarraba el dobladillo de mi pantalón y lo jalaba al punto de rasgarlo. Quería que lo siguiera. Seguramente no se detendría hasta que viera lo que le había llamado la atención, tal vez era una rata muerta, una pelota o lo que fuera de su interés. Refunfuñé y lo seguí en el interior de un pasillo que se separaba del central, giré hacia la izquierda y caminé por un lugar muy estrechó.

Mis pasos reverberaban contra las rocas. Sentía pequeñas piedras crujir debajo de mis pies.

Casi no podía ver a Escarlata sólo sabía que me dirigía a donde él quería porque retrocedía en sus pasos, me bufaba como si reprochara lo lento que era y volvía a perderse en la oscuridad. Recordé como mi madre me había obligado a ponerle un collar con cascabel para saber cuándo Escarlata andaba cerca de ella porque no quería llevarse la sorpresa de encontrarlo enfrente de su rostro en la noche. Como él había odiado el collar desde que se lo puse, terminé por tirarlo a la basura y fingir sorpresa cuando mi madre me dijo que lo había perdido y luego repetir la misma sorpresa cuando perdió el segundo y el tercero. Pero en ese momento lo que más deseé fue que Escarlata llevara un collar con campanilla.

—Vamos Escarlata —dije cuando lo vi escurriéndose entre mis pies con la destreza de una serpiente—, de seguro es impresionante lo que encontraste. Pero luego jugaremos ¿sí? Prometo comprarte una pelota cuando lleguemos a casa.

Pero él se disgustó cuando escucho mi voz. Trepó rápidamente hasta mis hombros y me dio empujones leves con sus patas en los labios, seguramente estaba jugando a la cacería otra vez. Los tumbé de mi hombro. Llegué hasta un estrecho corredor donde una roca del tamaño de un automóvil se había derrumbado. Bostecé. No se podía pasar por allí y no tenía intenciones de trepar.

Sentí que me ardían los ojos del cansancio, estaba a punto de regresar cuando una voz me detuvo.

—Te dije que no era por aquí.

Sentí que todos mis sensores se ponían alerta. El vello de la nuca se me erizó y reprimí un respingo. Era la voz de Izaro la que refunfuñaba del otro lado del corredor. Me asomé a la roca y observé a través de un resquicio dos siluetas delgadas. Murmuré casi inaudiblemente «Activar visión nocturna»

La figura de Izaro cruzada de brazos apareció ante mis ojos. Aun iba vestida con su sábana confeccionada y tenía sus manos forradas por unos suntuosos guantes de cuero negro. De la punta de sus dedos sostenía una zapatilla con la misma gracia que Dante cargaba una antorcha. Zigor tenía el mismo aspecto lelo y estaba observándola como si buscara respuestas.

—Yo no le dije que vengamos por aquí.

—Ya, ya entonces se supone que todo es culpa mía. Yo hago el hechizo de persecución, gasto mi energía para buscarlos y me interno en la montaña —espetó Izaro furiosa, sacudiendo la zapatilla que estaba quemada y supuse que sería el objeto que había robado de mi casa—. Mientras tú pierdes el caballo que nos trajo hasta aquí, nos retrasas pero... pero ¡no! todo es culpa mía.

—¡Le dije que no me llevo bien con los animales y usted no quiso escucharme!

—¡Creí que entre animales se entendían! —replicó furiosa—. ¡Bárbaro de las tinieblas de necedad, renuncia a esas mentiras puesto que mi conciencia no derivará respecto al juicio que ha dado!

—Otra vez no...

Me castañearon los dientes del odio y la fatiga, nos habían seguido. Quería gritarle: «Deja de seguir mis huellas Izaro y consíguete una vida»

Pero con eso me hubiera descubierto así que me limité a gritarlo en mi mente. La Izaro de mi cabeza se encabronó mucho cuando me escuchó.

No continúe viéndolos, retrocedí lentamente alejándome de la roca y cuando estuve lo suficientemente lejos, eché a correr. Escarlata me siguió sobrevolando sobre mi cabeza y agitando sus alas curtidas. Me contempló con sus ojos rojizos y orgullosos que resplandecían como dos puntos opacos.

—Buen chico —le dije—. Te debo una... muchas. 

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