Aletargamiento

Tengo veintidós años y la vida se me escapa.
Me he sentido así desde los doce
y probablemente el sentimiento me acompañe como una vieja amiga
cuando me muera a los treinta de un ataque cardíaco
o me ahorque con los sueños no cumplidos;
porque una vez que mi juventud se acabe
y siga estancada en el mismo lugar en el que nací,
con tan solo dos manos y un cuerpo incapaces de tomar todos los pensamientos que cruzan por mi cabeza,
rápidos e impredecibles como un electrón,
¿cómo me atreveré a seguir respirando?

Tengo veintidós años y ya estoy muerta,
solo que mi cuerpo no lo sabe.
Puedo sentir el tiempo corriendo como un tic tac imparable en mis oídos
que me recuerdan que estoy un segundo más cerca de que los gusanos me devoren
y no importa a dónde huya, que tan rápido corra, cuánto lo ignore o cualquier cosa que intente para que se detenga,
el péndulo del reloj me golpea cada vez con la fuerza del acero.

Estoy al borde del punto al que le temí toda mi vida:
Ya no hay voces en mis sueños que me claven las uñas en el cerebro y me exijan escribir,
todo está en silencio y solo el mundo grita a mi alrededor,
reclamándome cosas que no puedo darles,
que no quiero darles,
como arrancar pedazos de mi cuerpo y esparcirlos para que
hombres hambrientos como perros salvajes, llenos de poder que definen mi futuro,
puedan tomar lo que quieran y usen el resto de mí para juntar
los trozos de otras chicas tan desesperadas como yo.

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