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Su niñez la describía el humo del tabaco, un padre ausente, un reloj obsoleto, y un cuarto vacío. Él como todo niño no podía comprender los vicios de su madre, y entre tanto conflicto logró salir airoso y ser alguien de bien. Pero innumerables recaídas hacían que se quedara vacío, veía su lista de contactos y cada uno era un archivo ante sus ojos. No podía soportar tanta carga sobre sí, no era solo la suya, sino también muchas agenas.
Tenía un trabajo promedio, ningún vicio, una vida monótona y aburrida. Era un buen hombre de negocios, que haría cualquier cosa para llegar a la cima sin remordimiento alguno. Que triste que todo ese dinero no le sirviera de nada, no tenía con quien compartirlo, y seguía adelante como lo que era, un ser orgulloso que mientras más envejecía el terror de una muerte temprana lo superaba.
Todas las manías las adquirió mediante esa infancia, y sus traumas del pasado que le hacían recordar los sentimientos más inimaginables que pudo poseer, ese temor a la soledad, el dolor al verse solo, fue tan inevitable y frustrante.
¿Cómo cuidar lo que ya está roto?
Eso le repetían sus parejas que no pasaban de semanas a su lado. Todo el encanto se iba al menor tiempo, y no pasaban de encuentros esporádicos con algunas personas que vendían su cuerpo. Pero toda esa vida aparentemente perfecta pero tan podrida, lo fue matando, y una vez acabado el sufrimiento, ese francés pudo ser realmente feliz.
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