II. Caen los astros

—¿Alguna vez te has enamorado?

—De las matemáticas. Y de las estrellas —respondió Alcides con soltura.

Una sonrisa se dibujó en mis labios.

—Creo que debí haber formulado mejor mi pregunta —dije, mirando a la pareja que, al igual que nosotros, se hallaba sentada sobre el pasto del jardín de la escuela—. ¿Alguna vez te has enamorado de alguien?

Alcides removió el arroz con leche del platito que tenía en las manos.

—No sabría decirte —contestó por fin—. Posiblemente, no. Al menos, no si de verdad es como dicen los libros. ¿Tú sí?

—Más de una vez.

—¿Y cómo se siente?

El calor invadió mi pecho. Enfoqué mi mirada en las pequeñas flores que crecían, alegres, junto a mí.

—Es como correr a la cima de una colina para ver el atardecer. El corazón late con una fuerza terrible, y aunque el aire frío azote tu rostro, solo sientes calidez en todo tu cuerpo. Y luego, al ver sangrar al cielo, mientras brotan las primeras estrellas, la paz inunda tu mundo. No importa si las nubes comienzan a cubrir el cielo, porque incluso esas imperfecciones son bellas. Deseas que ese momento dure para siempre.


—No se atreva a lastimar a Alcides. Puede amenazarme con lo que desee, pero no con él. Él no tiene la culpa de que yo no quiera ser su marioneta.

—Has entendido mal, Ehrel. Tú serás el único que dañará a Alcides si te sigues resistiendo, porque solo tú puedes mantenerlo a salvo.


Me había soltado de la mano de Tara para acercarme bruscamente a la mesa, donde se hallaba la directora. Acababa de apoyarme cerca de la orilla, rozando las fotografías del duque de Oriza. Su parecido conmigo me aterrorizaba.

La directora alzó una ceja, segura de que ganaría aquella pelea.

—En el archivo del palacio de Senna hay una carta que solo debe abrirse en caso de que desaparezca todo el linaje de la Estrella de Jade, o si muere el príncipe, junto con toda su familia directa —empezó a decir—. En esa carta hay información sobre la rama perdida de la familia real. Está escrito el nombre y el paradero de la Estrella de Ópalo, a quien los servidores de la corona deberán buscar, como debieron haber hecho hace veinte años, para llevarlo a palacio a cumplir con sus deberes como posible heredero al trono. La Estrella de Ópalo lleva por nombre Alcides Salvinia, y vivió toda su niñez en Oriza, huérfano, oculto por el apellido de su padre: Navarro. Creo que ya debes saber hacia dónde voy con todo esto. Si te niegas a proteger a la familia real y, por ello, mueren el príncipe o la Estrella de Jade, los servidores de la corona buscarán a Alcides y lo llevarán a palacio, poniéndolo a merced de quien sea que esté intentando acabar con la familia real. No creo que desees que eso suceda.

Se formó un nudo en mi garganta. Intenté reír para olvidar aquel dolor asfixiante, alejándome de la mesa. Definitivamente ya no podía respirar dentro de ese horrible lugar. Pasé una mano por mi cabello, tirando de él mientras intentaba guardar la calma. Temblaba, no sabía si de miedo, de impotencia o de ira.

—No tengo elección, ¿verdad? —pronuncié—. Nunca la tuve.

—La Estrella de Jade irá a saludar a Gaia al templo mayor de Oriza mañana al amanecer —dijo la directora, ignorando lo que yo acababa de decir—. Se conocerán ahí y, hacia la tarde, estarás viviendo bajo su techo y aprendiendo a ser Deian Salvinia. Sobra decir que no podrás volver a la academia hasta que todo esto termine, así que tienes lo que queda del día para poner tus cosas en orden. Tara va a ayudarte.

Suspiré.

—Mucha suerte, Ehrel —concluyó la directora mientras Tara abría la puerta del salón—. Todo el reino está en deuda contigo.

Como si me hubiesen preguntado si yo quería que fuera de esa manera. 

⊱◦⊰

—¡Felicidades! —La profesora Arellano me abrazó apenas me vio entrar al invernadero, manteniendo lejos de mí sus guantes llenos de espinas de cactus—. La Universidad de Carya es un salto enorme, Ehrel. ¿Cómo te sientes? La directora me lo contó todo. Partirás a Senna mañana, ¿o no? Es increíble que hayamos podido conseguir un lugar para ti en sus laboratorios. Solo me entristece que dejarás de trabajar conmigo.

Enmudecí. Tara me había puesto al tanto de lo que debía decir en la escuela para excusar mi ausencia, pero justo en ese momento, me costó mucho trabajo mentir.

—Yo tampoco puedo creerlo. Me voy mañana temprano.

Aquello era verdad.

—Enviaremos tus plantas en unos días. Sé que te irá de maravilla.

Con una sonrisa, la profesora me extendió un par de guantes para que le ayudara con los trasplantes que estaba haciendo. Mientras colocábamos cada planta en su nuevo suelo, me tomé el tiempo de despedirme silenciosamente del invernadero y de mis investigaciones. No estaba muy seguro de poder volver a ellas. Como un fantasma, tal vez; en vida, probablemente no.

Y, mientras pronunciaba palabras melosas para las pequeñas cactáceas, me preparaba también para soltar la sarta de mentiras más grande de mi vida. Aún tenía que hablar con Alcides.

Él entró a nuestro dormitorio poco antes del atardecer. Yo estaba sellando una carta para mi familia, repasando mentalmente lo que le diría a mi compañero de cuarto. Sin embargo, al verlo, solo pude pensar en cuánto lo extrañaría.

Según la directora, su madre, Helia Salvinia, era descendiente de la Estrella de Ópalo. Antes de morir, ella y su esposo habían dejado a Alcides en manos de la directora Sarmiento, y ella lo mantuvo a salvo en una casa preciosa, pero casi siempre vacía, bajo el cuidado de una nodriza que lo vio crecer. Montones de personas protegieron a Alcides a lo largo de su vida y, aun así, estaba solo.

Yo también lo abandonaría.

Metzi* —pronuncié. Él sonrió, cerrando la puerta. Había recibido de mí aquel apodo desde que observamos el cielo juntos por primera vez, hacía varios meses. Le fascinaba que yo hablara el idioma de mis abuelos; le recordaba, decía, al idioma antiguo de las Tierras de Ultramar.

—Mira, te traje algo. —Se acercó a mí, me hizo abrir la boca y dejó un trozo de higo cristalizado entre mis labios—. Un vendedor pasó cerca de la escuela. Me acordé de cuando dijiste que el azúcar te ayudaba a pensar y... ¿Qué tienes?

Alcides se sentó sobre la cama, frente a mí, y pasó su pañuelo por mi mejilla, dejando a un lado la hoja donde cargaba el último trozo de higo. Fue entonces que caí en cuenta de que se me había escapado una lágrima.

—No es nada. —Tragué el dulce que aún tenía en la boca—. Solo que conseguí una oportunidad para continuar mis investigaciones en los laboratorios de la Universidad de Carya y debo presentarme pronto. Se supone que estaré allá dos meses, pero seguro serán más. Partiré mañana.

—¿Y entonces por qué lloras? Dicen que el invernadero de la Universidad de Carya es precioso. Yo no querría ir, pero porque el cielo de Senna es horrible y no me serviría. ¿Acaso no estás feliz por ir a trabajar allá?

—Lo estoy. —Miré a Alcides a los ojos. Aquellos orbes ardientes como el ópalo de fuego me encontraron y amenazaron con reducir mi alma a cenizas—. Te voy a echar mucho de menos, Metzi.

Me tembló la voz. Entonces, Alcides me acogió entre sus brazos. El olor de su cabello estuvo a punto de hacerme romper en llanto.

—Yo también te voy a extrañar mucho —murmuró.

—Te escribiré hasta que tu escritorio se llene de mis cartas. Lo prometo.

Permanecimos, un instante, fundidos en aquel abrazo. Yo no me habría alejado, de no ser porque Alcides me sujetaba cada vez con menos fuerza. Al separarnos, colocó en mi boca el higo dulce que quedaba.

—Ten. Para compensar la amargura, diría nana Francisca —concluyó, recordando a la mujer que lo había criado en la casa vacía de la directora Sarmiento.

No pude hacer más que sonreírle de vuelta. 

⊱◦⊰

Alcides aún dormía cuando terminé de prepararme para partir.

Desmotivado, tomé la maleta que preparamos juntos la noche anterior; tenía todo lo que, se supone, necesitaría en Carya: ropa, libros, plumas y papeles. Aquella maleta se quedaría en la oficina de la directora; según ella, no la iba a necesitar en el lugar a donde iría.

Antes de salir de la habitación, miré a Alcides una última vez; su cabello, ligeramente largo, invadía todo su rostro. Con un suspiro, dejé bajo su almohada un pequeño cuadro de papel con el dibujo de una cactácea, mientras susurraba palabras de despedida en el idioma de mis abuelos. Entonces, me alejé, impidiendo que mi corazón hiciera un último esfuerzo para reclamar la libertad que no tenía.

Me encontré con Tara después de reportarme con la directora. Ambos salimos del campus tomados del brazo y nos dirigimos a la capilla más cercana, aparentando ser dos estudiantes que iban a saludar a Gaia. Si bien había un oratorio dentro de las instalaciones de la escuela, en fines de semana era costumbre ir a un «lugar de Dios» más grande, por lo que nuestra salida no causó sospecha alguna.

—Ehrel, siento que debo pedirte una disculpa —murmuró Tara mientras caminábamos entre árboles de jacaranda. Florecían, pues era plena primavera—. No sé cómo me sentiría si estuviera en tu lugar, pero sé que no estás feliz, y en parte siento que es mi culpa. O sea, lo de hacerte pasar por la Estrella de Jade fue idea de la directora, pero yo le ayudé porque verdaderamente me preocupa mucho la situación de la familia real.

—Tienes mi perdón. Ni siquiera tenías que pedirlo —respondí. Estaba algo molesto con Tara por haberme involucrado en ese lío, pero no podía guardarle rencor. Era mi amiga—. Finalmente, tú también estás aquí para proteger a alguien, ¿o no?

Ella suspiró.

—De verdad me da miedo que le pase algo a... al príncipe. Se me revuelve el estómago de solo pensarlo.

—Ayer me sentí igual que tú. Temí por Alcides tanto como tú temes por el príncipe. Por eso estoy aquí. Ahora solo queda seguir adelante.

—¿Significa que aceptas ayudarnos?

—No, pero tampoco puedo hacer otra cosa.

Entramos a la capilla todavía tomados del brazo. Saludamos a Gaia y recibimos una bendición por parte de la sacerdotisa. Cuando la capilla se vació, ella misma nos llevó a una habitación escondida detrás del altar. Las paredes eran de piedra y dentro había un pequeño escritorio, un armario, un librero medio vacío y, junto a este, una mesa con una lámpara de aceite. La sacerdotisa hizo el librero a un lado mientras Tara encendía la lámpara, hasta que detrás del mueble apareció una antigua puerta de madera. La sacerdotisa la abrió, y ante nosotros aparecieron escaleras infinitas.

Tara tomó la lámpara y me hizo bajar hacia la oscuridad. Tras avanzar unos escalones, me volví. Solamente pude ver los bordados del traje de manta de la sacerdotisa mientras cerraba la puerta, abandonándonos tras ella.

Con presteza, llegamos al final de las escaleras. Años atrás había escuchado que en Oriza existían túneles subterráneos que conectaban puntos desconocidos en el pueblo; siempre había pensado que aquello era solo un mito para hacer a Oriza más interesante hasta que me encontré, esa mañana, dentro de uno de ellos. Era frío, y tan solitario que ni siquiera había rastros de insectos; hongos, tal vez, pero ninguna otra señal de vida.

Entonces escuchamos pasos más adelante. Tara miró su reloj de bolsillo y me hizo caminar con sigilo hacia la fuente del ruido. Llegamos a un punto de encuentro donde desembocaban tres túneles diferentes. Al poco tiempo, de uno de los caminos salieron Arven y Zaluz, seguidos de dos guardias más. En medio de todos ellos, estaba él. El duque de Oriza. La Estrella de Jade.

Teníamos la misma piel morena, así como el mismo rostro alargado, de proporciones balanceadas, líneas discretas y rematado por una nariz ligeramente curva. Éramos idénticos, aunque su cuerpo era más sólido que el mío: su figura recta se complementaba con un porte orgulloso y confiado. Seguramente jamás en su vida había bajado la mirada.

Retrocedí un paso cuando nuestros ojos, igualmente marrones, se encontraron. Los de él estaban resguardados tras un par de anteojos de montura dorada, sujetos a su levita con una cadena de oro.

—A la... —pronunció él mientras una sonrisa amplia se dibujaba en su rostro—. Zaluz, dijiste que nos parecíamos, ¡no que se había robado mi cara!

Se acercó a mí, escrutándome sin discreción.

—Demonios —pronunció finalmente y me extendió su mano—. Deian Salvinia, mucho gusto.

—Ehrel Naranjo —respondí. Sorprendentemente, el universo no colapsó cuando le di la mano.

—Pues, antes que nada, en verdad te agradezco que nos vayas a ayudar con todo este rollo, Ehrel. No sabes el favor que nos estás haciendo. —Volvió a barrerme con la mirada, todavía sonriendo—. ¡Nos parecemos un chingo!

—Joven Deian —intervino Zaluz con severidad. El duque puso los ojos en blanco.

—Nos parecemos muchísimo —recalcó—. Salvo por los anteojos, pero tengo un repuesto. No están graduados, porque Zaluz me dijo que tu vista no está jodida como la mía.

El duque me colocó los anteojos y se alejó un paso. Me observó por tercera vez, pero yo seguía paralizado. Su ligereza me había ofuscado muchísimo.

—Güe... Ehrel, ¡qué surreal es todo esto! —exclamó. A la orden, una de sus guardias le alargó una pequeña maleta. Él la abrió y continuó hablando mientras me entregaba prendas idénticas a lo que él estaba vistiendo—. Seguro no sabes qué procede, así que te explico: aquí solo te transformarás en mí físicamente y saldrás de los túneles por donde yo llegué. Nos encontraremos más tarde en mi casa y ahí te enseñaré a actuar como yo. Sin duda, lo primero será animarte a hablar, ¡eres muy callado!

O tal vez usted habla demasiado, quise responder.

—No se preocupe, joven Deian, Ehrel sabe hablar cuando se lo propone —intervino Tara.

—Pues entonces te vamos a hacer hablar —dijo el duque con malicia, ayudándome a cambiarme la levita y el chaleco—. ¿Eres zurdo o diestro?

—Zurdo.

—Punto a favor. Yo también. ¿Fumas?

—No.

—Bueno, nada es perfecto. ¿Sabes bailar?

—Un poco.

—¿Qué prefieres, hombres o mujeres?

—¿Perdón?

El duque se mordió el labio inferior, sonriendo con picardía mientras acomodaba la cadena de mis anteojos. Suspiré, sin darle tiempo de burlarse.

—Hombres.

—Yo coqueteo con todo el mundo en los bailes... Todos se te van a acercar, pero espero que mi fama no te dé problemas —concluyó, sacudiendo mi hombro.

Y aquello fue lo último que escuché de voz del duque.

Un disparo resonó a través del túnel por el que habían llegado él y sus guardias. El duque permaneció inmóvil un instante, mirándome con terror. Tosió, y de su boca salió un hilillo de sangre que se convirtió en un caudal mientras su cuerpo se desplomaba frente a mí.

Por reflejo, sujeté al duque mientras, a mi alrededor, los guardias disparaban hacia el túnel. Zaluz daba órdenes y gritaba, desesperado. Tara también se unió al caos: murmurando para sí misma, sacó un arma del bolsillo de su abrigo y corrió junto con los demás, dejándome solo con el duque moribundo en mis brazos. No paraba de luchar por recuperar el aliento, intentando aferrarse a mí, cada vez con menos fuerza. Se ahogaba.

Las gélidas paredes de los túneles amplificaron el sonido de la persecución. Se oían órdenes, golpes y gritos desde la oscuridad. Intentando mantener la calma y, a la vez, ayudar, dirigí mi mano izquierda hacia la herida de bala en la espalda del duque. La calidez de su sangre invadió mi piel. No era especialista en medicina, como Tara, pero tampoco necesitaba serlo para saber que sería imposible salvarle la vida.

El duque dejó de moverse cuando el silencio volvió a gobernar en aquel horrendo lugar. Su mano, pesada, aún se apoyaba sobre mi antebrazo cuando me arrodillé en el suelo para limpiar su rostro con mi pañuelo. Entonces, del túnel volvieron Arven, Zaluz, Tara y una de las dos guardias que habían llegado junto con el duque.

El tiempo se detuvo.

Definitivamente estaba viviendo una pesadilla.

—¿Ehrel? —pronunció Tara finalmente.

Negué con la cabeza.

—¡Maldita sea! —exclamó Zaluz, arrojando su arma lejos de él y dejándose caer, con la espalda apoyada en el muro de piedra.

Deian Salvinia estaba muerto. 

·⊱✵⊰·


✵2742 palabras.

✵*Metzi: Del náhuatl metztli. Puede sustituirse por Meztli o Metzti. Es el nombre dado a la Luna, deidad importante para los Mexicas.

✵N.A.: Metzi (y sus variantes) es un nombre femenino, pero Alcides ama cómo suena; es como si Ehrel le dijera «pequeña luna». O «lunita», que suena incluso más empalagoso.

He de decir que no creí que Deian me caería tan bien hasta que se me murió. Debí saberlo, suelo encariñarme de los personajes que están muertos, pero no lo saben.


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