Capítulo 5

Las personas tienen conceptos diferentes de la felicidad. Algunos la ven en el dinero, otros en la familia. Hay quienes piensan que está en los bienes materiales y otros más en su libertad. Mis abuelos creían que estaba sobre las acciones del pasado, mis padres en cosas más simples como el descanso o las cero preocupaciones. Y yo, en cambio, no sabía con certeza qué era lo que en realidad buscaba y quería para ser feliz.

Pero si de algo estaba seguro era que, sin importar el tipo de felicidad que deseemos, todos aspiramos a ella. Y también la merecemos.

Una porción de esa ansiada felicidad vino a mí cuando descubrí que Matthew y yo realmente nos conocimos en un campamento ocho años atrás y que durante nuestra estadía fuimos mejores amigos.

Odié que aquel verano terminara porque pensé que jamás volvería a verlo. E incluso con el tiempo acepté que tendría que olvidarme de él. Sin embargo, el destino nos cruzó en el mejor de los lugares, sobre un escenario que nos hacía felices a los dos.

Yo no creía en el destino hasta que nos volvimos a encontrar. Matthew no olvidó mi rostro, mucho menos mi nombre. Gracias a que él me refrescó la memoria pude volver al pasado y recuperar aquella compañía que di por perdida cuando dejé de estar con él.

Antes de que el campamento deportivo terminara, juramos que nunca nos olvidaríamos de nuestras increíbles aventuras en el bosque. Nos despedimos con un fuerte abrazo que casi nos hizo llorar y después, cada uno regresó a su vida sin el otro.

Los primeros días de escuela fueron muy aburridos. Recordaba al gordito de Matty casi todo el tiempo y me distraía imaginando cómo serían de divertidas las cosas si él estudiara conmigo. Dicha etapa pasó fácilmente y lo olvidé en menos de un año. Era normal que eso sucediera porque, después de todo, yo era un niño que podía jugar con cualquiera y ser feliz.

Quise despertar como de costumbre el sábado por la mañana, pero me fue totalmente imposible. Un leve movimiento hizo que me percatara de que no me encontraba muy bien. Me dolía mucho la cabeza, casi como una migraña de aquellas a las que mi madre se enfrentaba por estrés, y mi cuerpo se sentía débil.

Apreté los párpados y me tallé los ojos. Bostecé.

Al querer levantarme percibí sobre mi torso y espalda un par de brazos rodeándome. Con cuidado y silencio, hice lentamente las cobijas a un lado y vi que Matthew dormía profundamente mientras me abrazaba. Su cabeza estaba bien recargada sobre mi torso desnudo y en su rostro cargaba una expresión de exagerado cansancio. Ninguno de los dos traía ropa, salvo la interior.

Mis ligeros movimientos no bastaron para despertarlo, así que tuve que apartarlo con un tanto de agresividad para que me permitiera salir. Las náuseas poco a poco se apoderaron de mi estómago.

«Resaca...».

Mareado, con ganas de vomitar e hirviendo de la cabeza. De verdad me arrepentí por haberme alcoholizado —por primera vez—en casa de Keira. Si yo estaba así de mal, no quise imaginarme cómo estaría Matthew.

Al girarme para verlo, noté que ni siquiera se movió. Yacía tan quieto en su sitio, que por un instante creí que estaba muerto. Lo miré fijo durante un par de minutos, enfocando y desenfocando la vista. Su rostro mostraba una gran tranquilidad y ausencia que no me decían de ningún modo si se sentía tan mal.

—¿Matthew? —Esperé que se despertara con mi llamado, pero no lo hizo.

El bello durmiente aún necesitaba unas cuantas horas más si quería despertar ni bien, ni tan mal.

Salí de la habitación y me dirigí al baño para ducharme. El agua caliente de la regadera siempre aliviaba todo malestar físico. Eliminaba las tensiones y el estrés de todo y por esta ocasión, los malos olores de la fiesta.

Salí de la ducha minutos más tarde y me cepillé los dientes como los sábados rutinarios marcaban.

Al salir del baño me topé a Matthew sentado en mi cama, tomándose de la cabeza con ambas manos y las cobijas cubriéndole las piernas. Se giró solo un poco para mirarme y me sonrió con dificultad, no lucía para nada bien. Las ojeras bajo sus ojos estaban negras, su rostro y cabello grasosos y el tono amarillento de su piel lo hizo parecer enfermo.

—Entra a bañarte. —Le sugerí—. Te prestaré ropa.

En lo que él se duchaba, yo me encargaría de limpiar el sitio y esconder toda prueba de que la noche anterior nos emborrachamos de más.

—Gracias... —Se mantuvo sentado en el borde por un par de segundos, sin mucha disposición.

Antes de que pudiera añadir cualquier cosa, Matthew se levantó y corrió sin hablar rumbo al baño. Pude escucharlo vomitar desde mi sitio y temí que mis padres también lo escucharan donde quiera que estuviesen.

Negué con la cabeza, rodé los ojos.

«Pobre tonto». Cuando me vestí y arreglé mis cosas, aguardé a que Matt apareciera de nuevo para hablar. Me distraje durante la espera con mi teléfono, viendo memes y algunos temas de interés, reaccionando, comentando.

En el momento en que regresó desnudo, pero con una toalla rodeando su cintura, le indiqué que podía escoger lo que quisiera de mi clóset. Me lo devolvería todo después del fin de semana, así que no tuve problemas. Empezó a vestirse de cara a la pared.

Fue inevitable para mí contemplar su espalda y más abajo de ella mientras fingía que jugaba en el celular. Su cuerpo se parecía al mío: delgado y común, sin características particulares más que un lunar en la nalga derecha que me hizo sonreír al considerarlo gracioso.

—¿Recuerdas lo que sucedió ayer? —pregunté cuando se colocó el bóxer.

Dio media vuelta para mirarme. Lucía mucho mejor después de darse aquel gran y sanador baño.

—Muy poco. Solo el principio, cuando llegamos —confesó—. ¿Y tú?

Asentí con la cabeza, tratando de no demostrar que me urgía hablarle de todo lo relacionado a nuestro reencuentro. Él más bien pareció haberlo olvidado.

«Poco a poco, Carven, poco a poco».

Tomé aire para hablar de nuevo, pues la mirada de Matthew me suplicó que le contara más detalles de las cosas que sucedieron la noche anterior.

Mis recuerdos estuvieron casi en negro cuando nos fuimos de la fiesta, pues me despedí con un gran trago de alcohol que casi provocó que mis padres nos descubrieran llegar muy ebrios. Recordé encaminarme a mi habitación y destender mi cama, pero nada más. Supuse que nos dormimos al instante.

—Me recordaste que fuimos amigos de campamento.

Matthew abrió los ojos más de lo normal y se volteó por completo en mi dirección.

—¿De verdad? —Arqueó las cejas. No quería que viniera con el estúpido cuento de "te confundí de persona", porque yo estuve ahí con él ocho años atrás.

Se llevó ambas manos al cabello y se lo peinó hacia atrás.

—Carajo... —maldijo y se quejó antes de bajar los brazos—. Quería decírtelo desde ayer temprano, pero no me dejaste.

Se sentó a un lado de mí, con la toalla en las manos para secarse los pies antes de ponerse los calcetines.

Era verdad que yo había pospuesto lo que tanto ansiaba contarme porque creí que no importaba. Sentí culpa por haberme comportado así con él y no darle la oportunidad de hablarme sobre un recuerdo que casi daba por perdido. Tenía que disculparme y agradecerle por traer de vuelta los mejores viejos tiempos de mi vida.

—Lo siento, Matthew. —Agaché un poco la cabeza—. No pensé que fuera a tratarse de algo tan importante como eso.

Se puso a mi altura, buscó mi rostro.

—¿Lo consideras importante? —También lució sorprendido por mi comentario.

Asentí. Era obvio, mucho más que obvio. ¿Quién no consideraría importante al único mejor amigo que ha tenido? El destino lo trajo una vez más a mi existencia para mostrarme que quería que nuestras vidas siguieran juntas. No podía dejarlo ir de nuevo, no como en aquel verano en el que nos fuimos solo sabiendo el nombre del otro.

—¿Bromeas? —Me erguí un poco de nuevo—. Es de las cosas más importantes que me han dicho.

Sonreímos tras mis palabras. Se puso los zapatos antes de responderme y regresó a mi armario para escoger una de mis camisetas. Con el torso desnudo, se paseó por mi habitación antes de colocársela. Observé con discreción aquel cuerpo que distaba mucho de ser el que recordaba.

—¿Cómo diablos bajaste de peso? —Me levanté para acercarme y confirmar que mis ojos no me engañaran—. ¿A cuántos campamentos te obligaron a ir?

Se llevó una mano al abdomen y lo miró con una media sonrisa. Comenzó a hacer movimientos de cabeza como si negara algo. Pasó su dedo medio por la línea intermedia de su abdomen; regresó sus ojos oscuros a mí.

—Me entristeció no poder subir a ningún árbol contigo. —Finalmente se colocó mi camiseta roja—. Sé que sonará muy estúpido, pero me dije en ese entonces que la siguiente vez que nos viéramos, teníamos que escalar juntos. Necesitaba estar en mejor forma para eso.

Matthew hizo un poco de ejercicio y lo convirtió en un hábito de cada noche antes de dormir. Además, el hecho de volverse más alto también le ayudó a desaparecer parte de sus complejos del pasado.

El chico se encaminó a la puerta de mi habitación para salir y yo lo seguí en el instante. Le ofrecí desayunar en mi casa y él aceptó sin problema con una sonrisa muy amplia que se me contagió.

Seguía siendo el mismo de aquellos años, sonriente, interesante, divertido. Ya no lo veía como mi compañero protagónico en la obra, sino como el que fue en aquellos años mi mejor amigo. Mi infancia recuperó una parte muy importante de su felicidad cuando él decidió aparecerse aquí.

Se sentó en la barra de la cocina y yo fui directo al refrigerador. Lo abrí para sacar el galón de leche que siempre tomaba con mi familia y se lo acerqué junto con un plato y una cuchara. De su lado izquierdo estaba la caja de Special K que tanto le encantaba a mi madre pero que me provocaba dolor de mandíbula por lo complicado que era masticarlo.

Mientras desayunábamos, me entretuve viendo a la mujer atractiva en la parte trasera de la caja, haciendo crossfit. A su lado estaban escritos tips para hacer ejercicio y activarse. Se la mostré a Matthew.

—¿Seguiste estos consejos de señora? —Me reí con la boca llena.

Hizo a un lado la caja, riéndose. Elevó su puño y lo impactó ligeramente contra mi hombro.

—Cállate —No lo entendí mucho porque también tenía comida en la boca—, que tú eres el que come esto todos los días.

«Touché».

Sin dejar de comer seguimos con nuestra charla, una enfocada a lo que ocurrió durante la noche. Tenía muchas incógnitas y esperé que él las pudiera resolver con sus nublados recuerdos.

Decidimos hacernos preguntas mutuas con base en lo que recordábamos para reconstruir nuestras lagunas.

—Recuerdo haber estado en el cuarto de Keira con ella —mencionó mientras enfocaba la vista hacia la nada para pensar mejor—. Se estaba riendo mucho y me tiró de la cama. ¿Eso pasó?

Definitivamente, pero no con Keira. Fingí que estaba pensando profundamente para ganar tiempo y buscar qué me convenía contarle. Me avergonzaba mencionar las cosquillas que me hizo y que por eso me reí bastante, así que preferí mentir.

—No estabas con ella, estabas conmigo. Me pidió llevarte a su habitación para que descansaras —confesé, sin problemas—. Me reía porque fumé de una cosa extraña allá abajo.

Me creyó con facilidad, pues sí que nos ofrecieron cigarrillos de dudosa procedencia cuando estábamos sentados sobre los sillones de Keira.

—¿Recuerdas que me tomaste de la mano? —Fue mi turno de preguntar, aunque lo hice más como una forma de desviar la atención de mí y burlarme un poco de él.

Matthew abrió los ojos con mucho asombro antes de que el rostro se le enrojeciera de repente. Comenzó a toser sin control, cubriéndose la boca con una mano y golpeándose el pecho con la otra. Retrocedió en la silla e inclinó el cuerpo hacia abajo. Deduje en el instante que estaba ahogándose con el cereal, así que olvidé mi pregunta y corrí a ayudarle.

Me paré detrás de él y lo golpeé repetidas veces en la espalda hasta que él me hizo señales para que me detuviera. Aun así, con el puño sobre el pecho, siguió tosiendo hasta que se tranquilizó. Matthew recuperó el aire a grandes bocanadas y el color normal de su piel, aunque sus ojos lagrimearan. Se tocó el cuello con una mano y pegó la frente en la barra de la cocina.

—Creí que moriría —dijo al fin, con la voz áspera y quebradiza—. Ese cereal en serio es incomible. Gracias, Carven.

Yo lo seguí mirando con preocupación, pero aliviado al mismo tiempo de que no muriera de una de las formas más estúpidas existentes: Ahogado con cereal de señora.

Después de ese asunto mi pregunta y posteriormente el cuestionario, se olvidaron.

Caminamos hasta la estación de metro, ubicada a unos dos kilómetros de mi casa. Matt me pidió que lo acompañara luego de que terminamos el caótico y dramático desayuno.

Pasamos por un sinfín de casas iguales a la mía y a la de Keira en cientos de colores distintos. Había más movimiento que otros días, la gente caminaba y hacía ejercicio, paseaban a sus perros o cuidaban de los hijos que jugaban en los parques. Lo bueno de los sábados era que podía tomarme el día si no tenía demasiada tarea.

Yo no era de los que salían temprano, pero ese día fue una excepción. Mis padres incluso se sorprendieron un poco cuando les pedí permiso. En otro sábado ordinario yo tendría que estar profundamente dormido y aguardando al llamado de mi hermana para que bajara a almorzar.

Antes de irnos les presenté a Matthew y les conté que había estado con él en todo momento. La mirada fija de mi padre me dijo, sin necesidad de hablar, que no me creía pero que perdonaba mi excusa. En su imaginación seguro me veía pasando el rato con chicas.

«Lo siento, papá, pero anoche dormí con otro hombre». Bromeé en mis adentros.

Matthew les agradó. Tenía carisma y nada de pena para desenvolverse con los adultos. Aquella era una de las cosas en las que no había cambiado desde que teníamos nueve. Mintió mejor que yo y desvió por completo la atención de que nos habíamos embriagado a solo unas cuantas casas de la mía.

—¿Cómo lo haces? —Llevábamos el mismo ritmo de pasos—. Eso de mentir tan bien.

Levantó los hombros en señal de que no lo sabía.

—Pues... talento natural —Suspiró.

Y cortó ahí lo referente a las mentiras, a sus mentiras.

Para llegar a nuestro destino necesitábamos cruzar un pequeño parque. Muchos niños se montaban y jugaban sobre los juegos que llevaban instalados ahí desde que yo tenía uso de razón. Las madres conversaban con otras sentadas plácidamente sobre las bancas, ignorando a sus hijos.

Seguimos conversando un poco sobre nuestros viejos recuerdos juntos. No pudimos evitar emocionarnos ante las cosas que el otro mencionaba y que creíamos ya no recordar.

Matthew llorando porque no podía trepar un árbol, fue una de las cosas que mejor recordé. Al comentárselo con burla, se puso rojo de vergüenza y me pidió que parara.

El pequeño Matty tenía que subirse conmigo al menos una vez antes de que terminara el campamento. Al principio se mostró muy animado y me siguió brincoteando hasta el bosque. Al llegar a un pino muy alto, de gruesas y bajas ramas, le mostré con la mayor de las paciencias cómo podía subirse, en dónde apoyar los pies y de dónde sostenerse.

Trepé un próximo de cinco veces porque me pidió que le explicara de nuevo. Cada vez que yo me quedaba arriba, en cuclillas sobre la rama, lo miraba fijamente, ansioso de que lo consiguiera. Después de brincar vez tras vez, golpearse, e incluso caerse, se sentó enojado en la tierra y comenzó a llorar en silencio.

Tuve que bajar para consolarle y decirle que, si se lo proponía, algún día conseguiría llegar más lejos que yo.

—Matthew, finalmente pareces apto. —Me miró confundido antes de que nos detuviéramos en mitad del parque—. Escala ese árbol, ahora.

—¿Qué? —Creyó que bromeaba.

Lo tomé de la muñeca y caminamos juntos hasta el árbol que le señalé. Era grande, frondoso y muy sencillo de escalar. Matthew forcejeó un poco cuando nos dirigimos ahí, no muy seguro de querer y poder hacerlo.

Requirió que lo motivara como cuando éramos niños diciéndole que solo se esforzara un poco más, pero su mente casi fue más poderosa que él y mis ánimos juntos.

—Vamos, querías que subiéramos juntos, ¿no? —Lo desafié mientras le daba un par de empujones—. ¿O vas a llorar de nuevo?

Su orgullo no pudo contra mis palabras. La psicología inversa dio resultados inmediatos.

Matthew alzó uno de los brazos y se sujetó de la rama más baja. El otro lo usó para aferrarse a la corteza del tronco; pegó ambos pies a él. Yo le apoyé desde mi sitio, queriendo que finalmente escalara un maldito árbol como cualquier niño normal.

Me sentí como su madre cuando le grité que podía hacerlo, que estaba cerca, que ya iba a lograrlo.

Sin embargo, se le resbaló la mano con la que sostenía la rama y cayó de espaldas sin poder amortiguar el golpe a tiempo. Quedó tendido en el suelo, derrotado nuevamente. Se quejó del dolor y se sobó la espalda.

«Entonces no era una cuestión de peso o condición física...».

Las señoras nos observaron extrañadas, preguntándose entre ellas por qué dos adolescentes casi universitarios trataban de escalar un árbol como si tuvieran la edad de sus hijos. Me avergoncé un poco al imaginar lo ridículos que nos veíamos, pero también me reí en cuanto regresé la vista al pobre de mi amigo en el suelo, lleno de tierra rojiza y una vergüenza en el rostro aún mayor que la mía.

Me acerqué sin dejar de reírme y le tendí la mano para ayudarlo a levantarse.

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