Capítulo 46

Dormí hasta que amaneció. Matthew no se quedó conmigo, sino que me brindó soledad en el mismo cuarto donde los dos tuvimos sexo por primera vez. Trajo sábanas limpias y desapareció las anteriores que envolvían la cama, también limpió el piso mojado.

El agotamiento tras aquel ataque de pánico me debilitó lo suficiente como para tumbarme y conciliar el sueño sin pensar, tan siquiera un poco, en lo que hicimos. No quería sufrir, solo cerrar los ojos. Aquel día se arruinó por completo después de crear un bonito recuerdo.

Desayunamos los tres en el comedor, sin hablar demasiado. La mujer continuaba observándome, yo miraba a su nieto casi con el mismo detenimiento que ella a mí. No vi indicios de dolor; o fingía no tener molestias en el trasero, o de plano no las tenía. Pese a tener curiosidad, no le pregunté.

En la mesa, Matthew me sugirió salir a conocer la pequeña ciudad para despejar un poco la mente. La abuela se opuso en mi lugar casi de inmediato. Nos recordó con seriedad las advertencias que nos dio dos días atrás respecto a abandonar la casa.

Él trató de convencerla por los próximos minutos, alegando que no sabía cuándo volveríamos de visita y que nos aburríamos mucho. A Matty se le daba bastante bien la persuasión hacia los adultos, prometía mil cosas mientras mostraba seguridad. No pasó demasiado para que la abuela Belmont nos diera el sí. La condición: Volver antes de las seis o nos delataría.

Antes de salir de la casa, la anciana obligó a su nieto a tomarse la medicación frente a ella. Obediente, lo hizo sin engaños ni pretextos. Él entendió mucho más rápido que yo que le ayudaban a mantenerse estable para no causar problemas. Además, lucía bastante feliz y aliviado por recuperarse.

Le tuve envidia cuando lo vi tragarse la pastilla en mis narices. Él podía y debía tomarlas si quería estar bien. Yo, aunque quisiera lo mismo para mí, no tenía permitido ingerir calmantes. Después de mi ataque de pánico creí que Matt se apiadaría y me permitiría saber dónde había escondido mi medicación, pero no dijo nada a pesar de que presenció lo mal que me encontraba.

En mis adentros sentí una gran inquietud, un impulso de tomar el frasco que su abuela le compró y esconderlo también como si con eso pudiera entenderme. Me había vuelto loco, en definitiva.

Bajé por los escalones y esperé a mi guía, que seguía deteniéndose por todas las promesas que le realizaba a su abuela. Yo no me despedí de ella, no sentí que tuviera alguna razón que lo ameritara.

Subimos por el mismo camino que nos trajo hasta su casa e incluso pasamos junto a la estación de autobuses. Dejé que Matt me hablara de la ciudad que tanto le encantaba sin interrumpirlo ni una vez. La intranquilidad se comía gran parte de mi concentración en la charla, así que en realidad no presté demasiada atención a los recuerdos que tanto le emocionaban.

Divisé edificaciones con extraña y antigua arquitectura, tiendas, casas, personas. Todo lucía demasiado ordinario, tranquilo. Busqué en los rostros de la gente que pasaba a nuestro lado una felicidad que se me contagiase; no encontré nada.

El cielo no ayudaba mucho a mejorar mi estado de ánimo, pues las nubes continuaban grises y el viento muy frío. Días como aquel solo me motivaban a quedarme en casa a pensar y evadir a los demás.

—¿Me estás escuchando? —Fue lo único que capté de toda la historia de su infancia.

Sonreí a medias, asentí sin mucha seguridad. Intenté recordar a toda prisa alguna de las tantas oraciones que mencionó para respaldar mi afirmación. Mientras pensaba en qué decir, él comprendió con rapidez que no tenía ni idea.

Suspiró con cierto enfado, sacó vapor de la boca, entrecerró los ojos.

—Mercado. Dos cuadras —resumió.

Al no haber supermercados o centros comerciales, la gente acudía a ese mercado para comprar alimentos, ropa o simplemente pasar el rato.

Con grandes y costosos hogares a las orillas de la playa, me pareció extraño que sus habitantes prefiriesen un estilo de vida tan opuesto. ¿Esa sencillez del exterior los hacía felices? ¿Había un contraste entre eso y sus lujos que les brindaba cierta paz y equilibrio?

El mercado se extendía por una cuadra y media. No era muy grande, pero tampoco minúsculo. Nos tomó media hora recorrerlo porque nos detuvimos puesto por puesto. Sentí que el tiempo fue eterno, quizás porque Matt hablaba sin parar y preguntaba por cosas que jamás compraría. Yo, un par de pasos atrás, jugaba el papel de su sombra.

Aunque estuviésemos en el corazón del pueblo, todavía era distinguible la gran extensión oceánica a su alrededor, el aroma a sal, el rumor de las olas.

—Espera aquí —dijo, sin contarme a dónde iba—. Vuelvo enseguida.

No me moví ni un ápice por mi propia seguridad. Lo vi desaparecer entre todas esas personas que también visitaban el mercado. Observé el camino por el que se fue durante varios segundos, hasta que me di cuenta de que no regresaría tan rápido como esperaba. Solo entonces, comencé a pasear los ojos por encima hasta que un lejano acantilado se robó mi atención. Tenía una vista directa al mar, el viento agitaba la hierba y había varios pares de parejas caminando cerca de ahí.

Estar solo durante algunos minutos, contemplando el océano y el acantilado, causó que mi nerviosismo y ansiedad empezaran a manifestarse. Quería desobedecer a Matthew solo para ir en su búsqueda. De repente me preocupó que no pudiese regresar o que me abandonara sin aviso. ¿Qué iba a hacer si no regresaba? ¿Yo volvería a casa como todo un perdedor? Me abofeteé ligeramente las mejillas para esfumar la negatividad, agité la cabeza, apreté los párpados unas cuantas veces, moví una pierna por la impaciencia.

No pude evitar sonreír cuando lo vi de regreso. Mi angustia se esfumó, siendo reemplazada por un enorme alivio. Ambos nos sonreímos cuando nuestras miradas conectaron, cosa que también influyó en que él se acercara más rápido. No me explicó a dónde fue, pero volvió con las manos vacías.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó con ánimos.

El tiempo estaba muy limitado para los dos. En pocas horas no podíamos recorrer toda la ciudad, así que lo que se hallara cerca de nosotros y pareciese interesante estaba bien para mí. Apunté con el índice hacia aquel acantilado que antes me distrajo.

—¿El mirador? —Arqueó una ceja, no del todo convencido.

Las personas solían usarlo para ver a los barcos alejarse desde el puerto, pero no era nada extraordinario o llamativo... solo alto. Eso yo no lo sabía, pero quería observar lo mismo que los otros cuando se paraban en ese lugar.

Aceptó sin oponerse ni sugerir otro sitio. Caminamos juntos, al mismo ritmo, hasta aquel mirador tan calmado y atractivo para mí. Cuando las casas y las calles comenzaron a desaparecer para darle entrada a un pequeño, pero bonito campo, él se atrevió a tomarme de la mano. Me sobresalté y traté de apartarla, pues nos encontrábamos a plena luz del día, caminando por un sitio donde las personas podrían vernos.

«Pero tú también eres una persona, Carven».

Con ese pensamiento en mente y el fuerte apretón de los dedos de Matt, me relajé y permití que siguiéramos así. Me avergoncé durante todo el trayecto no porque la gente me mirase —ni siquiera les importaba—, sino porque esta sensación era completamente nueva. Su valentía merecía un reconocimiento.

La subida fue un poco pesada, las pantorrillas y muslos me dolieron porque mi condición física no era la mejor. Pude ver a Matt sufrir un poco también, pero no tanto como yo. En la institución mental recuperó parte de su masa muscular y con ello, su buen rendimiento. No dudo que se hubiese ejercitado dentro de su habitación cuando no tenía nada que hacer.

La corriente de aire era todavía más potente que la de la playa, obviamente por la altura. Se me volvieron a enfriar los dedos y las mejillas, que adquirieron ese tono rojizo que me hacía lucir apenado sin estarlo en realidad.

Caminamos hasta la orilla con cuidado. El océano poco a poco se fue ampliando a mis ojos. Era inmenso, tranquilo a la distancia, pero alborotado en el momento en que chocaba con las rocas de abajo. Las gaviotas cantaron. Me pregunté qué se estarían diciendo entre ellas y si ese sonido era el que las mantenía juntas durante su vuelo.

Ahí, a decenas de metros de altura, el mar no me atemorizaba. Al estar tan lejos, no me sentía en peligro de ser consumido por él. Dejé que mi nariz se purificara ante semejante oxígeno, tan fresco, limpio. Cerré los ojos por puro placer y curvé los labios.

—Carven, hay algo que quiero decirte —Con un leve movimiento de manos, quedamos cara a cara, a la orilla del acantilado.

Me emocioné. De él solo se podían esperar cosas buenas o malas. En sus gestos no supe distinguir su felicidad o tristeza, ya que era demasiado bueno conservando neutralidad. Escuché mi corazón latir con rapidez, el calor se me subió a la cara, mis manos temblaron un poco por el frío y la ansiedad. Parpadeé un poco más que de costumbre, creyendo que de este modo él escupiría más pronto las palabras.

—Te amo demasiado —comenzó—, pero también te odio por haberte quedado conmigo.

Lo escuché con atención, no quise precipitarme con sus siguientes palabras o interrumpirle con suposiciones. Tenía que mostrar la misma calma que él, no alterarme, no imaginar locuras. Ese momento era muy serio, importante para los dos. Si se arruinaba, seguramente sería mi culpa.

—Sé que te causé demasiados problemas —Se encogió de hombros, miró hacia el océano—. Me he disculpado contigo y siento que mis palabras no son suficientes para obtener tu perdón.

Le temblaba la barbilla, se le cortaba la voz con el pasar de las frases. Traté de escuchar con detenimiento cada una de las sílabas que pronunciaban sus labios. No saber con qué cosa saldría me volvía loco. Se pausaba con frecuencia, aumentaba mis inquietudes.

—Y a pesar de eso, aquí estás —Con el pulgar, acariciaba mi mano izquierda—. Te doy las gracias.

«¿No soy yo quien debería decir esas palabras, Matthew?».

Porque nadie había sido más tolerante conmigo que él. Perdonó mis errores, así como yo lo hice con los suyos. Nos quedamos juntos, aunque las cosas parecieran estar en su final. Nunca nos rendimos con el otro porque nacimos para coexistir. Quizás nuestro destino pidió que nos conociéramos, que sufriéramos, que enmendáramos nuestras equivocaciones y volviésemos a comenzar.

—Sé que sonará demasiado repentino —Sonrió a medias, me miró a los ojos para reafirmar su seguridad—, pero eres el amor de mi vida.

Sus palabras tocaron una fibra sensible en mí. No supe si agradecer aquel increíble cumplido o preguntarme —como todo el tiempo— por qué yo, teniendo tantos defectos y problemas. Se me escocieron los ojos, ya no aprecié su rostro con claridad. Tampoco supe si él se había emocionado de la misma forma.

—Y quiero que lo seas siempre.

Enmudecí justo en el momento en que lo vi sacar de su bolsillo, un anillo.

Me petrifiqué los primeros segundos, no tuve ni una sola reacción que pudiera describir todo lo que acontecía en mis adentros. Fue una explosión emocional muy fuerte que casi me hace desmayar. Las lágrimas salieron solas, la sonrisa también. Las olas, el viento y las gaviotas, celebraron con nosotros.

«¿Por qué yo?», no dejé de preguntármelo. ¿Por qué las cosas buenas tenían que sucederme a mí, que todo lo había hecho mal?

Me sequé las lágrimas con el dorso de mi mano desocupada, me despejé la vista para ver con mayor detenimiento su obsequio. Un anillo simple, brillante, bonito, cargado de un amor profundo que nadie antes había sentido y mostrado por mí.

Me atreví a mirarlo fijamente solo para determinar qué tanta seguridad poseía. Lucía tan nervioso como yo, tan avergonzado y feliz también. Aguardó por una respuesta verbal que no le brindé a causa de la impresión. Me tomó de la mano izquierda, la elevó a la altura de nuestro pecho.

Extendí los dedos con lentitud, cedí a él y a su anillo. Lo colocó en mi anular izquierdo, el único dedo que tiene una vena que llega hasta el corazón. Me fue inevitable temblar. Me sostuvo con fuerza para que la tarea no se le complicase, brindándome su apoyo al mismo tiempo, diciéndome en silencio que podría contar con él todo lo que me quedara de vida.

No es que estuviera proponiéndome matrimonio. Éramos jóvenes e inexpertos como para casarnos tan pronto. Era más bien... una reafirmación profunda de lo que sentía por mí.

Decidimos no besarnos en la cima del acantilado, sino acercarnos y abrazarnos con mucha intensidad y cariño. Quise que nuestros cuerpos se volviesen uno solo como la tarde anterior, pero involucrando mucho más de nuestros espíritus y corazones. Hundí los dedos en su espalda, recargamos la cabeza en el hombro del otro, lloré por la emoción, él continuó repitiendo muy cerca de mi oído que me amaba.

—Este será nuestro último día aquí —Matthew parecía estar muy seguro de ello.

Aunque estuviese feliz, también me hallaba preocupado. Pronto comenzaríamos a vivir completamente por nuestra cuenta, sin ningún tipo de ayuda. Marcaríamos nuestro propio camino juntos, como lo habíamos prometido.

No me sentía listo para partir de la casa en la playa pese a que Matt me asegurara que todo marcharía bien. No empacamos demasiado. La abuela le dio una mochila para que guardara ropa que ella le compró en su salida dos días atrás. Para mí, una simple mirada.

Matt dijo a sus espaldas que me regalaría parte de su ropa. No quería que sufriera en ninguna circunstancia. Guardamos un poco de comida, así como su medicación. Para mí, ni una simple pastilla que me ayudase a soportar un poco más toda la presión y adversidades que se avecinaban.

Antes de partir, Matthew me invitó a que subiésemos el acantilado una última vez, como despedida a nuestras antiguas vidas y al océano, que fue testigo de todo lo que aconteció. Volveríamos después por nuestras cosas, se despediría de la abuela, le agradeceríamos por la hospitalidad.

«Y a comenzar una nueva vida...».

Subimos con las mismas dificultades que el día anterior. El sitio no cambió en lo absoluto, pues nos recibió con el mismo paisaje, las mismas nubes grises, la misma sensación de tranquilidad y vacío.

Nos pusimos de pie en la orilla, hombro con hombro, de cara al peligroso escenario. Un movimiento mal ejecutado y podríamos morir por el aterrizaje contra las rocas y el agua.

«¿Alguien se habrá atrevido a saltar desde aquí para morir?».

—Extiende tu mano —ordenó sin mirarme.

Le hice caso. Se metió una mano al bolsillo, después recargó su puño contra mi palma y dejó caer sobre ella esas pastillas que me escondió por días.

No dejé de mirar hacia el mar en ningún momento, por más molesto o dolido que me encontrase. Respiré con prisa, pestañeé más veces de lo habitual, tensé el cuerpo entero. Dejé el brazo extendido por un par de segundos hasta que recobré la compostura y cerré los dedos.

De su otro bolsillo Matthew extrajo el celular que robó. No dudó ni un segundo en elevarlo por enfrente de su rostro y arriesgar nuestro único medio de comunicación. Giró un poco la cabeza para indicarme con la vista que lo imitara.

—Los soltamos, nos liberamos, nos marchamos —habló con firmeza, igual que si declamara un ritual—. Empezamos de nuevo.

Vi las pastillas asomarse por entre mis dedos, pero también el anillo. Para obtener algo que tanto deseas debes renunciar permanentemente a otra cosa. Hay excepciones, pero yo no era parte de ellas. Tenía que elegir entre mi adicción y Matthew.

Ni siquiera debía dudar, pero lo hacía. Me odié por jugar con sus sentimientos de esta manera, aunque él nunca lo supiera. No se enteró jamás que pensé —aunque fuese por milésimas de segundo— en dejar caer su anillo para salvar mi trasero.

Contamos hasta tres. Extendí los dedos y dejé que mi perdición fuese tragada por el mar. Traté de mantener el aliento mientras todas las pastillas caían por el acantilado.

Orgulloso de mí, Matt me palmeó la espalda y me estrechó a él rodeándome por el cuello. Era hora de marchar en paz, sin más obstáculos. Pero no fue fácil para mí, nada fácil. El aire que tanto buscaba recobrar no era por alivio ni por sentirme libre, sino todo lo contrario.

La sombra de la negatividad vino a mí como nunca. Los pensamientos que diario rondaban por mi cabeza se repitieron sin fin. ¿Iba a estar bien?

Matt se distanció un par de metros para dejarme meditar en la cima de un acantilado... Conociéndome, ¿a quién se le ocurriría semejante estupidez?

«Soy una carga para Matthew, soy una carga para mis padres, soy una carga para mí mismo. No estoy bien, nunca lo estaré».

Cerré los puños hasta que las uñas se me marcaron en las palmas. Tensé los labios, me atreví a mirar hacia abajo, hacia la caída de más de treinta metros de altura. La potencia del viento alborotó mi cabello, mis ropas, mi tranquilidad mental. Me secó los ojos y enfrió mi piel.

«Nadie se dará cuenta si muero ahora, salvo Matthew. Y él me ama, me amará siempre. Me seguirá y yo a él».

—Saltemos juntos —dije de repente, sin pensar.

Juntó las cejas, sonrió a medias; no me creyó. Se tomó mi comentario como una broma pesada, tonta y cruel. A sus ojos yo era incapaz de suicidarme porque en el pasado no comprendí las razones que él tuvo para intentarlo. Porque yo le dije que luchara por seguir vivo, que encontrase un propósito, que fuese feliz.

Con nuestros sentimientos claros, correspondidos e intenciones de seguir una vida juntos, ¿por qué lo invitaría a suicidarse conmigo? Era obvio que no me tomaría en serio. Y yo tampoco debía hacerme caso.

—Mejor vámonos —Me hizo una seña con la mano para que lo siguiera.

No pude oírlo por culpa de mis culpas. Tampoco le dirigí una mirada que le indicase que yo no estaba bromeando del todo. Al final, Matthew nunca accedería a que me medicase de nuevo. Y yo no aguantaría estar preocupado siempre, incapaz de salir de casa, muriendo de hambre por el miedo al exterior y a mis propias capacidades.

Él, que tanto se esforzó en estar bien, iba a vivir mal conmigo. Acepté su anillo porque lo amaba demasiado, porque no quería que nos separásemos jamás. Él era mi destino, quería que lo fuera para siempre.

Pero Matt quiso deshacerse de mí un par de meses atrás porque se consideró a sí mismo como una persona peligrosa. Me dio prioridad por encima de su salud, tomó la decisión de aislarse pese a que ansiara todo lo contrario.

Debía hacer lo mismo por él, sacrificar nuestro bien inexistente a cambio del suyo. Miré por encima de mi hombro. Matthew respiraba, se hallaba saludable, despierto, vivo. Sentía, pensaba. Era un ser humano que había sabido luchar y que estaba dispuesto a seguir adelante. Yo, en cambio, era un caso totalmente perdido.

«De la muerte nadie escapa. Yo puedo morir ahora; él me alcanzará después así transcurra toda una vida».

—¿Carven?

Miré hacia mis pies, después a las rocas y las olas rompiéndose en ellas. No respondí a su llamado, ni siquiera con una mirada. De hacerlo, podría causarle un dolor que no merecía. Tenía que dejarlo ir, pues mi destino ya se había cumplido, pero no el suyo.

Pensé en su poema, ese que robé de su habitación y leí mientras era perseguido por él.

«Si algún día llegan a quererme, ese día yo moriré».

¿Este era el final definitivo? ¿Mi final? ¿Iba a haber algo más allá de ese doloroso y mortal aterrizaje? A donde quiera que fuera solo anhelaba calma, nada de ansiedad que tantos problemas me causó. Sonreí una última vez antes de decidir entregarme por completo al mar.

«El final que deseo, es este».

Me disculpé con Matthew mentalmente, no merecía lo que le hacía, pero sí merecía una mejor vida lejos de mí. Ese acantilado iba a ser el último sitio donde me vería vivo. Dejé que mi cuerpo cediera solo, que se inclinase hacia adelante. Cerré los ojos porque no quería presenciar nada de la dura caída, solo perecer al momento, callado.

Sin embargo —y no sabía si había sido por mala o buena suerte—, Matthew me detuvo a tiempo. Pasó los dos brazos por a un lado de los míos y me abrazó desde atrás con demasiada brusquedad. Me alzó para apartarme de la orilla mientras yo gritaba, lloraba, me sacudía, pataleaba en busca de volver al sitio donde quería morir.

—¡¿Cuál es tu maldito problema, Carven?! —sonó alterado, preocupado, dolido por el quiebre y potencia de su voz—. ¡¿En qué carajos estabas pensando?!

Se dejó caer de espaldas para entorpecer mi escape. Rodamos unos cuantos metros cuesta abajo hasta que consiguió posarse por encima de mí, sostenerme de las muñecas, mirarme a los ojos. Yo no paraba de llorar, asustado por lo que acababa de suceder, aturdido por su reacción inmediata e inteligente.

—¡Lo prometiste, Matthew! —respondí más roto que nunca para reclamarle lo que no se iba a cumplir—. ¡Prometiste que desapareceríamos juntos!

—¡Pero no así! —Me lastimaba las muñecas.

Traté de liberarme como pude, pero él era más fuerte que yo. Ni de chiste se iba a quitar de encima. El llanto me volvió incapaz de recobrar la razón. Mis problemas mentales estuvieron al borde de consumirme, como ocurrió con él.

—No estás bien —Ya no gritaba, pero seguía alzando la voz para que lo escuchara con claridad. Tenía que meterse a mi cabeza para que eso me quedara claro.

—Por eso debo saltar.

Matthew lució muy desilusionado una vez que me oyó decirle aquello.

Un día antes nos abrazamos en ese mismo lugar porque estábamos felices de haber consumado nuestro amor. Pero en ese momento nos abrazamos para salvar mi vida. Me sujeté a su cuerpo como pude, él era mi único soporte y no lo quería perder.

Se quedó a mi lado todo ese rato, nunca me soltó. Esperó con paciencia a que yo tomara la decisión de separarnos. Hasta entonces, me acarició el cabello, rozó su barbilla con mi cabeza, secó mis lágrimas con su hombro. Soportó mis temblores, mis abruptos jaloneos y apretones. Le transmití mi enorme arrepentimiento a través de la fuerza que empleaba para no alejarlo de mí.

No dijo nada, ni siquiera palabras de consolación. Pensó y pensó durante todo el rato que me hallé con la mente en negro.

—Lo siento, Carven —susurró con mucha pena y dolor—, pero tenemos que volver a casa.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top