Capítulo 45
Tras nuestra breve desventura en el océano, volvimos. Para salir del agua Matt tuvo que arrastrarme. Mi miedo principal pasó a segundo plano cuando dijo que regresáramos sin decirme exactamente a dónde.
Todo me comenzó a resultarme negativo, hasta él y sus buenas intenciones. Tuve en la cabeza la constante inquietud de que tarde o temprano las circunstancias nos harían retractarnos de nuestro escape para volver con nuestras familias.
Cuando trotamos por la arena —puesto que la tormenta finalmente cayó y alteró la calma de las olas—, lloré en compañía del cielo. Me hallaba muy frustrado y nervioso. Mis piernas solo se movieron porque Matt me obligó a andar tras él para resguardarnos pronto.
Gritó por encima del ruido que me apresurara, apenas volteando en mi dirección. Las pesadas gotas nos corrían por todo el cuerpo y nos rayaban la piel. Mientras yo lucía como un pobre gato mojado, tieso por el clima frío, él se divertía en mitad del aguacero y el escándalo de la naturaleza.
Al bajar la vista solo un poco para contemplar nuestras manos, fui recibido por todas sus cicatrices camuflándose en la lluvia. Matthew iba a quedarse con ellas para siempre, como un recordatorio de lo que significa perder el control de sí mismo.
De solo verlo me sentí impotente, vacío, triste, culpable. Odiaba mi excesiva preocupación y dejarme llevar por todo desde las perspectivas menos positivas. No lo podía controlar, sucedía incluso sin que me percatase de ello. La ansiedad se estaba volviendo más fuerte que yo y las ganas de medicarme para ocultarla tan siquiera un rato, aumentaron con creces.
Subimos por los mismos escalones que conectaban con la puerta trasera y entramos de inmediato. Permanecimos de pie unos cuantos segundos pensando en un modo de volver a nuestras habitaciones sin mojar toda la casa.
—Ya no lo soporto —dijo por fin, con los dientes castañeando.
Volvió a conducirme hacia el interior, restándole importancia al asunto de bañar el suelo. Casi de la misma forma en la que salimos, me llevó por las escaleras hasta el piso de arriba. Estuve cerca de resbalar en un par de ocasiones gracias a que Matthew dejaba pequeños charcos a su paso. Por fortuna, él me sostuvo todo el tiempo y no me dejó ir hasta que nos encerramos en mi habitación.
Era la habitación menos fría. Se resguardaba bien del mal clima por la ausencia de ventanas, aunque también acumulaba un poco de humedad. La casa estaba más oscura que cuando la abuela se fue y nosotros salimos. Pensé que pronto anochecería, pero en realidad era un efecto de las densas nubes y la lluvia.
El alfombrado bajo nuestros pies se oscureció por el agua que caía de los dos. Matthew dijo que la abuela nos mataría en cuanto volviera y se enterara de nuestro desastre. Sin embargo, mientras sacaba a relucir esas preocupaciones, no eliminó su sonrisa. Meterse en problemas tan inofensivos como estos le divertía mucho más que a mí.
Poco a poco entramos en calor, pero no para eliminar el frío. Yo continué con las mismas expresiones en el rostro, tratando de contener unas lágrimas que repentinamente y sin motivo deseaban escurrirse de mis ojos. No quería lucir tan vulnerable, pero la ansiedad lo provocaba contra mi voluntad. Gracias a eso me volví un problema no solo para mi familia, sino también para Matthew.
—Vamos, cambia esa cara —Me brindó un ligero empujón con su codo izquierdo.
Me obligué a sonreír por encima de mi malestar. Aquello le pareció reconfortante y a mí también me lo pareció su reacción. Cerré los ojos, suspiré, imaginé esos gestos que tanto me encantaban de él y aquella sonrisa hipnótica que por fin había vuelto tras tanta ausencia. Todas las cosas positivas que me dejó nuestra relación volvían a fluir por mi sangre. El estómago me ardió con calidez por su culpa, contuve el aliento y mi corazón latió con mayor velocidad.
Reí en tono bajo sin saber muy bien por qué. Esto provocó que él también se riera de la misma forma que yo. Me quité la camiseta que se pegaba a mi torso, agité la cabeza como un perro para que las gotas salieran de mi cabello. Terminé con un peinado alocado y encrespado que acabó por hacernos reír otra vez.
Matthew me imitó. Se quitó la camiseta y sacudió su largo cabello negro. En comparación conmigo, esos mechones se le acabaron pegando a la cara y cubrieron una parte de su visión. Fue todavía más gracioso que lo mío, sobre todo cuando sacó la lengua creyendo que se le habían metido cabellos a la boca.
Se me acercó entre risas una vez que logró despejarse. Levantó ambas manos, las llevó a mi cabeza y jugueteó con mi cabello para peinarlo. Se carcajeó con cada nuevo estilo que se me veía terrible. Yo solo sonreí sin saber muy bien cómo lucía o qué era lo que tanto le divertía.
«¿Cuántos años tenemos?», pensé en lo ridícula e infantil que era esta situación.
Igual que un niño, se aburrió rápido, pero no se separó. En su lugar, bajó lentamente las manos hasta que se detuvieron en mis mejillas. Con una media sonrisa y ojos entrecerrados, me miró a los ojos.
—Tus manos están demasiado frías —Fue lo más inteligente que pude decir por culpa de mis nervios.
Las sostuve, pero no las aparté. Lentamente, la distancia entre nosotros se redujo.
Aunque ambos supiéramos lo que ocurriría a continuación, preferí adelantarme al flujo natural de las cosas. Por eso me lancé a él para fusionar mis labios con los suyos en un beso apasionante. Pasó ambos brazos por detrás de mi cuello para sentirme más de cerca, yo abracé su espalda desnuda.
Cerramos los ojos y nos dejamos llevar, con los cuerpos rozando. Mientras recuperaba el aire que sus sofocantes besos me quitaba, olí la sal marina de su piel. Eliminar su fragancia de mi memoria iba a ser complicado, pues era increíblemente única, fresca, casi tan adictiva como los calmantes.
Matthew retrocedió con lentitud, arrastrándome con él hasta que chocamos contra la cama. Nos despegamos un instante solo para quitarnos los pantalones. No podía detenerme y por lo visto, Matthew tampoco. Sufrimos de una atracción intensa, de esas que antes se vieron interrumpidas. ¿En verdad íbamos a hacerlo en casa de su abuela ausente?
Retiró las cobijas de la cama y tiró de mí para que me tumbara encima de él. Sin dejar de saborear sus labios y su lengua que tan bien sabían hacerme perder el control, nos recorrimos hasta que recargó la cabeza en la almohada. Con cierta torpeza, nos cubrimos el cuerpo con las cobijas y continuamos besándonos con desenfreno.
La temperatura se elevó con bastante consideración. El calor absorbió los restos de lluvia.
Me separé de su boca para marcarlo casi con la misma brutalidad que él lo hizo en el pasado. Besé su cuello, saboreé la sal de mar que se impregnó en su piel. Que Matt acariciara mi cabello y deslizara los dedos de la otra mano por mi espalda, causó que enloqueciera de placer.
Se quejó muy por lo bajo, pero no me apartó. El modo en que exhalaba, acompañado de casi imperceptibles jadeos, me expresó con claridad que le gustaba lo que hacía. Matthew quería más de mí y de lo que jamás creí que me atrevería a hacer.
Tomó mi mano y la condujo lentamente por debajo de su ropa interior en un contacto directo que jamás experimenté. En otro momento tal vez la hubiera apartado por considerarlo demasiado atrevido, pero el éxtasis hizo que me dijera a mí mismo que no tenía nada que perder. Tiró de los mechones de mi cabello solamente para aguantar lo que mi tacto le hacía sentir, aunque eso no evitó que hiciera ruido.
—Sácalos ya —Se refería a su bóxer. Apenas podía hablar.
Bajó los míos con ambas manos y me dejó completamente desnudo sobre él. Solo entonces, y con mis manos aún en movimiento, recordé que estaba a punto de hacerlo con otro hombre. Me aparté un poco, lo suficiente para tener su rostro frente al mío. Lo escudriñé con la vista, noté el tremendo enrojecimiento de su cara, sus ojos entrecerrados y la clara imagen de un placer que contenía con dificultad.
—Necesitamos un condón —me tembló la voz.
—Ni de chiste mi abuela va a tener uno en la casa —contestó con burla—. Hagámoslo así.
Pero no me sentí completamente seguro de su sugerencia. Él me preocupaba.
—Dolerá.
—He soportado cosas peores —Se excusó—. Vamos, Carven, la abuela llegará en cualquier momento.
Desvié la mirada hacia la puerta para ganar tiempo; debía ser rápido o nos enfriaríamos. Alzó una mano, me tomó de la barbilla y me obligó a regresar la vista hacia abajo, donde me esperaba con paciencia. Volvió a sonreír, alzar un poco las cejas, entreabrir los ojos.
—Estaré bien —Quería que recuperásemos la confianza.
Dejé escapar el aire, asentí en silencio. Él lo quería, yo también. Lo único que podía hacer a estas alturas era continuar donde lo dejamos y desearnos suerte. La curvatura de sus labios hizo que se formara una en los míos. Esto le confirmó por completo que seguiríamos sin más contratiempos.
Con los dedos me quitó el cabello de la cara y lo peinó hacia atrás. Matt abrió los ojos un poco nada más para examinarme a detalle; con confianza, me dijo que ese nuevo peinado me sentaba bastante bien.
Tras agradecerle, volví a lo que hacíamos. Lo besé con una pasión que combinaba el amor que sentía por él y las fuertes ganas de saborear cada parte de su boca, sus labios, su cuerpo entero. Tenía una gran emoción fluyendo a toda prisa en mis adentros que necesitaba calmar a través de Matthew. Con él debajo, desquitaría de una forma nueva todas esas frustraciones y las transformaría en caricias, jadeos, marcas, amor.
Me apoyé con el codo izquierdo en la almohada donde Matt descansaba la cabeza; con la otra, finalmente lo desnudé. Me rodeó por el cuello y la cabeza, subió ambas piernas a mi espalda y se abrazó a mí.
—Solo relájate —No esperé que fuese tan complicado hablar.
Jaló mi cabello con cierta dureza, me clavó las uñas y soltó un par de quejas que mezclaban el dolor y el placer. Entre más me permitía escucharlo, más aumentaban mis ganas de que me sintiera justo como quería.
No fue nada fácil, pero después de varios intentos finalmente lo conseguimos. Cuando estuve completamente dentro, dejó de sujetarme con tanta fuerza. Alcé el rostro para comprobar si se encontraba bien.
Tenía los ojos humedecidos y se recuperaba con fuertes jadeos. Parpadeaba rápido para que las lágrimas desaparecieran, veía hacia la puerta para no tener que conectar sus ojos con los míos. Su rostro cambió de color, estaba más rojo de lo que jamás en mi vida lo vi. Ese principio fue nuestro mayor reto. Lo demás fluyó con naturalidad, aunque conservó ciertas dificultades.
Dijimos nuestros nombres una decena de veces, suplicó que no me detuviera. Lo hicimos hasta que me vacié por completo y me sacié de su cuerpo, espíritu y voz. Habíamos sido muy escandalosos porque podíamos serlo. La abuela no tenía vecinos a menos de doscientos metros a la redonda; ella tampoco estaba y no volvería muy pronto.
Al terminar, me recosté a su lado. Fueron veinte minutos —tal vez más, tal vez menos— tremendamente agotadores. Nos giramos para estar frente a frente. Sudábamos, con el cabello pegado a la frente y a los costados de la cara. Recuperábamos el aliento a grandes bocanadas sin dejar de sonreírnos. No hubo culpa en él ni en mí por lo recién sucedido.
El cielo se oscureció, pero aún no anochecía. Nadie llamó a la puerta para interrumpirnos y afuera no existía otro sonido que no fuese el de las olas y la lluvia. La abuela seguía sin llegar, para fortuna nuestra.
No me moví, pues me agradaba nuestra posición. Su brazo pasaba por debajo del mío y se mantenía quieto sobre mi espalda, abrazándome. Sus tibias exhalaciones mantuvieron el calor de mi cuerpo. Cara a cara, fuimos uno mismo, un reflejo.
Lo examiné hasta donde mi vista me lo permitió. Matthew dormitaba con profundidad, su sueño lucía impenetrable pero tranquilo. No había inquietud en sus facciones, solo ausencia. Parecía un ser irreal, de esos que uno se encuentra solamente en la imaginación que despierta cuando tu cuerpo duerme.
Sonreí a medias, tenerlo tan cerca me hizo feliz.
«¿Cómo es que puede mantenernos a ambos en la línea de la estabilidad mental?», me pregunté mientras sentía con el índice la suavidad de su hombro.
Y de nuevo la culpa regresó. ¿Por qué Matthew tenía que cargar conmigo y mis problemas? ¿Por qué no se quejaba como yo lo hice con él en determinado momento? ¿Qué había en mí como para no dejarme después de tantas decepciones?
Luché contra mi yo interior por enésima vez. De nuevo me culpé de todo, me visualicé como una carga y un estorbo. Repasé todos los "hubiera" posibles de lo que pudo terminar mejor. Si nos hubiéramos quedado, si no me hubiera vuelto adicto a los calmantes, si me hubiera dado cuenta de que Matt no estaba bien y yo mucho menos...
—Perdóname, Matthew —dije en un susurro imperceptible.
Pasé la mano por su mejilla en un roce tembloroso. La deslicé con lentitud por su cuello y el brazo que rodeaba mi espalda. Las grietas de su piel se percibían por todas partes. Sentirlas me recordó a uno de los peores momentos de mi vida.
Empecé a perder la calma; los recuerdos volvieron a fluir. Vi de nuevo a Matthew recostado e inmóvil en su cama de hospital, muerto por dentro. Vendas manchadas, frases donde solo reflejaba su desesperanza y hartazgo a existir.
«¿Volverás a decir o a hacer esas cosas de nuevo, Matt?».
Tuve miedo de que la respuesta fuese afirmativa. ¿Cómo podría ayudarlo si sus tendencias suicidas regresaban? ¿Al menos tendría la capacidad de salvarlo en caso de ser necesario? Prometí jamás abandonarlo y este tipo de situaciones solo me llevaban por el camino opuesto, uno por el que de verdad no quería cruzar.
En medio de los dos y casi a la altura de nuestros rostros, descansaba su brazo derecho. Esa marca vertical que me parecía la más abrumadora de todas sus cicatrices, resaltó en todo su esplendor. Producto de mi mente perturbada, la observé de nuevo en carne viva, ampollada y abierta como aquel día que la saqué del agua hirviendo.
«Esto no está bien...».
Aunque me preocupase por él, mi salud mental también empeoraba sin que yo fuera capaz de notarlo. Mis preocupaciones iban en aumento, algunas rozando lo absurdo y exagerado. Todo me comenzaba a parecer negativo, posible, arriesgado, inseguro. La ansiedad me estaba orillando a tocar fondo.
Sentí un denso nudo en el estómago que impidió que me relajara; dolía de la misma forma que una comida mal digerida. La causa se la atribuí por completo a la culpa, inquietudes excesivas y estrés repentino.
Mi cuerpo empezó a temblar sin que pudiera controlarlo. No quise que Matthew se diera cuenta, así que traté de separarnos del abrazo. Mi respiración comenzó a volverse más ruidosa, el sudor regresó pese a mi quietud y el clima frío.
Y entonces, cuando pensé que recuperaba la compostura, vi que las marcas de Matthew volvían a ser cortes y que su sangre empapaba la cama. Por un momento respiré el vapor y la sangre, reviviendo el momento donde lo encontré hincado sobre el borde de la bañera. Escuché dentro de mi cabeza sus "lo siento" entrecortados.
No pude aguantar esa terrible jugada de mi mente; me levanté con brusquedad y corrí al baño. Despertarlo me importó un carajo. Me hinqué frente al inodoro y vomité sin pensármelo dos veces. Estaba asqueado por los recuerdos.
Una vez vaciado el estómago, me recargué en los viejos y mohosos azulejos de la pared. Me llevé una mano al rostro para secarme las lágrimas y la otra la apoyé en el suelo para que las sacudidas incontrolables de mi cuerpo no me derribasen. Tuve un fuerte ataque de pánico.
Matthew entró casi corriendo en poco menos de un minuto. Al verme tan miserable en el suelo, se aproximó sin dudar hasta mi sitio, se arrodilló frente a mí, me examinó de arriba abajo y, sin que lo previera, se abalanzó para abrazarme y calmarme.
Maldije, estiré y doblé las piernas varias veces para que dejasen de temblar. Matt escuchó mis quejas, mi llanto, percibió a través de nuestras manos entrelazadas todo lo que le ocurría a mi cuerpo, pero no a mi mente.
—Todo está bien, tranquilo —Me repitió sin parar.
Recargaba la barbilla sobre mi cabeza y acariciaba mi cabello, tal como lo haría mi madre o la suya.
Odié que Matthew me mintiera. Yo no sentía que las cosas estuvieran bien. El mundo se me caía encima y no tenía ni la más remota idea de cómo impedirlo. Era una combinación de los sentimientos más negativos existentes y no podía detenerme.
«No quiero que me veas así todo el tiempo. Necesito calmantes, Matthew. Estoy condenado a tomarlos por el resto de mi vida, entiéndelo».
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