Capítulo 43

Toda la noche viajamos en autobús. Según Matthew, llegaríamos a nuestro destino durante la mañana.

No pasamos hambre gracias a los dulces que compramos antes de abordar, tampoco frío porque nos prestaron una gran manta caliente para que la compartiéramos. Él tenía el asiento junto al pasillo, yo el de la ventana.

En nuestra primera hora de viaje nos dedicamos a revisar toda la información que contenía el celular robado. Casi nada de fotografías, mensajes aburridos relacionados al trabajo, muy pocas aplicaciones descargadas.

Matt juró que algo interesante tenía que haber escondido, así que se lo quedó para examinarlo por otro rato. Contrario a él, preferí mirar hacia la carretera cada vez más oscura por la caída de la noche.

Recargué la cabeza en la ventana, conduje la vista hacia los miles de pinos que se extendían por las colinas. Mi respiración empañó el vidrio, la calefacción del bus me relajó hasta adormecerme. Lo que más quería en ese momento era descansar, olvidar por unas cuantas horas todo el desastre que conformaba mi presente. Entrecerré los párpados, dejé escapar un suspiro y permití que mi mente me llevara a un sitio lejos de la realidad.

Volví a soñar con el mar, pero nadie aparecía en mi sueño. A saber por cuánto tiempo, solo vi olas saladas ondeando con agresividad, un cielo gris, truenos lejanos que anunciaban tormenta, vientos potentes. Aunque físicamente yo no estuviera representado me encontraba ahí, observándolo todo.

Tuve fuertes sensaciones de preocupación, angustia, miedo, frustración. Las olas y sus sonidos más que tranquilizarme, aumentaron mis inquietudes. No podía respirar, sentía un gran nudo estorbándome en la garganta. Quería llorar, gritar, alejarme de ahí.

¿Acaso esta era la imagen del estrés al que me enfrentaba por escapar con Matthew? ¿O más bien era un estrés acumulado desde días anteriores y que ahora se dejaba caer sobre mí?

El mar, el maldito mar. Era la representación perfecta de mis constantes e inestables emociones. Azul y gris, nunca en calma. Siempre que se proyectaba mientras dormía, me volvía loco. La primera vez me ahogué; en la segunda ocasión Matthew trató de sumergirme a muerte. En este las sensaciones de los sueños anteriores se mezclaban, sofocándome.

Me sentí impotente, triste, solo. Mientras moría lentamente en mi pesadilla por falta de oxígeno, rogué a mi cerebro para que la imagen del tétrico océano desapareciera y no volviera jamás.

Después de una lucha eterna, justo en el instante en que se me fue por completo el aire y la urgente necesidad de respirar se apoderó de mí, abrí los ojos y regresé al mundo real con una ligera exclamación. Apreté la mano que me sostenía con más fuerza gracias a la sorpresa, pero casi no me moví.

El peso de la cabeza de Matthew sobre mi hombro me mantuvo un poco más quieto. Me giré para verificar si no lo había despertado por la brusquedad de mis movimientos, pero no. El chico se hallaba sumido en un sueño profundo e impenetrable.

Me tomó poco menos de un minuto recuperar el aliento y el ritmo normal de mi corazón. El sudor —porque a pesar de las bajas temperaturas humedeció mi frente— comenzó a secarse con lentitud. La oscuridad y el silencio resultaron de gran ayuda, pero no aliviaron el peso de Matt sobre mi cuerpo.

Dicha molestia hizo que me preguntara cuánto tiempo había pasado desde que me quedé dormido, así que revisé el celular que Matt no soltaba incluso dormido.

«2:17am».

Todavía faltaban cinco horas para llegar. Me dolía la espalda por la mala postura y también el trasero de tanto estar sentado. El aire de la calefacción me venía resultando cada vez más sofocante, el hombro no dejaba de molestar y ya no podía conciliar el sueño. El viaje por un momento se tornó estresante y lo peor era que no podía hacer mucho para alivianarlo.

Cualquiera se distraería con música o revisando las novedades en sus redes. Desafortunadamente, solo contábamos con un móvil que no tenía señal en la carretera y cuya batería no podíamos gastar en entretenimiento. Además, nadie podía asegurar con certeza si íbamos a un sitio con energía eléctrica, pues Matt era capaz de conducirme a una montaña lejana para que muriéramos juntos ahí.

Me dolió la cabeza de solo pensar que corríamos un riesgo de esa índole. Por eso no tuve más alternativa que permanecer con los ojos abiertos en espera de que el cansancio o el aburrimiento volviesen para hacerme dormir.

A pesar de que afuera estuviese oscuro, quise correr la cortina y averiguar dónde estábamos, si pasábamos por un pueblo pequeño o atravesábamos una urbanizada ciudad. Pero lo que me topé del otro lado de la ventana fue mucho más sorprendente y hermoso.

Estrellas. Miles. Resplandecían en el cielo y se dejaban ver como nunca. Muchas de ellas se reflejaron en mis pupilas y las hicieron brillar tanto como su luz propia. Mi asiento en el autobús se coloreó de azules y morados durante todo el rato que contemplé semejante escenario nocturno.

Estaba atónito. La contaminación de la ciudad nunca me permitió ver algo tan bello como aquel luminoso paraíso. Sin dudas, una imagen inolvidable.

La naturaleza del universo me conmovió. Rápidamente se me escocieron los ojos sin saber en realidad si era por la alegría, la angustia o la tristeza. Mis preocupaciones y recientes temores ondearon en mis adentros sin explicación. Aún con la mirada bien clavada en la ventana, apreté la mano desocupada de Matthew para darme ánimos y fuerza.

Deseé ser una estrella para estar muerto, pero también para brillar y llenar de melancolía a quienes quisieran verme. Estar lo suficientemente lejos de la humanidad y volverme inalcanzable, acompañado también de más seres iguales a mí para acabar con mis constantes sensaciones de soledad y abandono.

—¿Qué ocurre? —Su voz en medio del silencio me sacó de la negatividad.

Me dio vergüenza que me viera al borde del llanto, por eso no me giré por completo en su dirección. En su lugar, me hice a un lado para que compartiéramos la maravillosa vista.

—Quería que lo vieras —dije en tono bajo para evitar quebrarme.

A él le emocionó el paisaje, incluso soltó una pequeña exclamación de asombro mientras sonreía de oreja a oreja. Ver en su rostro aquellas expresiones después de haber pasado por tanto dolor, fue mucho más precioso que el cielo iluminado. Matthew parecía ser feliz, mucho. Lo envidié por eso y por su forma tan correcta de reaccionar ante algo que a cualquiera le haría sonreír.

¿Fingía? ¿Buscaba engañar a sus verdaderos sentimientos y con ello, a sí mismo? ¿Me quería hacer feliz a mí a través del ejemplo?

No era correcto excusar la pureza de sus sentimientos por culpa de mis dudas, inseguridades y todo lo malo que siempre navegaba en mis adentros sin control. Curveé los labios de la misma forma, buscando encajar en nuestro presente.

—Extrañaba esa sonrisa —murmuré más para mí.

Con un ligero sonrojo y los hombros encogidos, Matt desapareció de sus facciones esa sonrisa tan llamativa e hipnotizante. Para no hacer demasiado obvia su pena, volvió a entrelazar nuestros dedos por debajo de la cobija que nos cubría las piernas.

—Te dije que ya estaba bien. —Esa fue su respuesta.

Hoy era el Matthew de nuestro único reencuentro, el de los gestos dulces y energía contagiosa; mañana podía volver a ser ese chico de nudillos sangrantes y alma rota. No mentía con sus palabras, pero tampoco era consciente de que la falta de medicación volvería a derrumbarlo cuando quisiese.

Vimos las estrellas durante unos cuantos minutos más, en silencio. Matt me acariciaba la mano con el pulgar suavemente creyendo que no le prestaría demasiada atención. Me ponía nervioso que lo hiciera, quizás porque alocaba a mi corazón. Luego de mucho tiempo sin tener este tipo de contacto romántico, perdí un poco la costumbre, pero no los sentimientos. En definitiva, nuestra relación comenzaba de nuevo, renacía hasta el punto de hacer revolotear a las mariposas de Hanabi como si fuese la primera vez.

—Te amo, Matthew.

Sacarlo fue en verdad gratificante. Antes le mentí con la misma frase para creérmelo en mitad de la confusión y las vacilaciones, pero ya estaba seguro de que quería corresponderle.

Él no dudó de mis palabras en esta ocasión. Lo peor entre ambos había pasado. Ya solo debíamos ver el uno por el otro, preocuparnos por nosotros, ayudarnos y vivir como siempre quisimos.

Sin dejar de vernos fijamente, observé la luz y las estrellas proyectadas en la mitad de su cara. Arqueó un poco las cejas, con cierta intranquilidad. Vi que tragó saliva a través del movimiento de su manzana de Adán, que no sobresalía mucho de su cuello en comparación con la mía.

—Yo te hice mucho daño —contestó casi en un susurro para no molestar a otros pasajeros—. Ni siquiera me he perdonado a mí mismo.

Matthew tenía un problema y no siempre fue consciente de lo que hizo gracias a la gran carga emocional que enfrentó solo y en secreto. Pero el daño que yo le hice a él no tenía justificación de ningún tipo y por eso, yo era peor.

—Siempre arruino lo que me importa. —Lentamente fue soltando mi mano y apartándose para volver a su asiento.

Aunque las estrellas nos siguieran iluminando de cerca, ya no tenían en nosotros el mismo efecto que al principio. Puede que la profundidad de su frase repercutiera en ambos, ya que recordaba muy bien lo que vivimos y lo lastimados que salimos estos últimos meses.

Recargué la espalda como era debido, me cubrí con la manta hasta los hombros y continué viendo hacia afuera. Quise darme un tiempo corto para pensar en mi siguiente contestación. A lo lejos, vi los relámpagos irrumpiendo en la calma y la belleza de la noche. En algún sitio tras las montañas seguro caía una tormenta que les ocultaba este lado del cielo.

Matthew miraba con ojos entrecerrados hacia la nada oscura, serio, pero al mismo tiempo cansado. Hubo miedo en su inexpresividad, en el poco brillo de sus ojos, en sus labios tensos. Al final, él también tenía sus respectivas preocupaciones, temores que no me contaba de la misma forma que yo no lo hacía con él.

¿Pensaba en su familia? ¿En el sitio donde pararíamos? ¿Sobre nuestro incierto futuro? Si todas aquellas preguntas eran el motivo, entonces lo comprendía muy bien. Sin embargo, debía ayudarlo a eliminar todas esas inquietudes que también eran las mías.

Nunca fui bueno para hablar o convencer a otros, mucho menos para brindar consejo o tranquilidad a quienes más lo necesitaran. Por culpa de esas faltas no ayudé a Matthew en el pasado aun sabiendo que tenía problemas. Así que, en esta ocasión, traté de remediarlo con actos a los que ya me había hecho ajeno.

Alcé una mano, lo tomé por la mejilla izquierda y lo obligué a mirarme antes de atreverme a besarlo.

Tenía tiempo sin sentir de cerca y probar el sabor de sus labios, por eso este beso se sintió especial. Lo añoraba desde hacía bastante y no podía ser más feliz en ese momento. Cerramos los ojos, dejó que continuara acariciando su rostro con el pulgar mientras buscaba de nuevo la mano que me soltó.

Cerré la cortina que nos daba luz exterior, volvimos a la oscuridad del principio.

Los dedos de mis pies se hallaban entumecidos por el frío y la falta de movimiento, contrario a mis manos. Una se calentaba bajo la cobija y la otra seguía entrelazada con la mano de Matthew.

El sol apareció poco a poco sin que pudiésemos verlo. El bus ya no avanzaba más. Después de una noche entera de trayecto, por fin habíamos llegado.

Los demás pasajeros se pusieron de pie rápidamente, tomaron sus pertenencias y comenzaron a salir por la puerta delantera. El sonido de las maletas arrastrándose, mochilas y pasos fue lo que nos despertó.

No nos fue para nada difícil salir —en comparación con los demás— porque no llevábamos ningún tipo de equipaje. De verdad íbamos a comenzar de nuevo, sin nada más que no fuera nuestra mutua compañía. El estómago se me revolvió por los nervios, ya que no tenía ni una mínima idea de lo que nos esperaría por los siguientes días, meses, años, la vida entera.

Fuera del autobús no solo se respiraba el frío del ambiente, sino que también se sentía con fuerza en la piel. Me sorprendió que en ese sitio no pareciera verano.

Antes de salir de la estación Matt y yo nos sentamos para contar el dinero. Fue decepcionante percatarnos que no nos alcanzaba más que para un corto viaje en taxi o unos bocadillos de la máquina expendedora.

—Hagamos caso a nuestros estómagos. —Fueron sus palabras para convencerme de acabarnos lo último que teníamos.

Un par de barras de chocolate, un paquete de galletas y dos botellas de agua, no más. A este paso nos veríamos obligados a robar otro bolso, por más que no quisiera.

«Este tipo de independencia apesta».

Nunca valoré lo que mis padres me dieron hasta que pasé por esta vergonzosa situación. La mañana del día uno apenas empezaba y yo ya sentía el peso del mundo sobre los hombros e imaginaba todos los caminos hacia el fracaso posibles.

Si no hubiera decidido irme con Matthew, aquella mañana habría despertado en la cama del centro de rehabilitación, aguardando por el itinerario de mi nueva y obligatoria rutina. No sabía qué era peor; si llevar una vida controlada y limitada, o lo contrario más mi inexperiencia en la vida.

Si no hubiéramos huido, ¿qué tan diferentes serían las cosas? ¿Mejores?

Era innegable el hecho de que estaríamos más seguros, sanando por separado. Pero la felicidad definitivamente no se hallaba ahí, o no del todo mientras siguiéramos reprimiendo quiénes éramos.

En aquella ciudad desconocida, esconder una parte de mí ya no era una opción. Era un foráneo como cualquier otro, con una historia que nunca más volvería a recordar. Nacía otra vez y debía aprovecharlo.

Nos pusimos de pie y caminamos fuera de la estación de autobuses. Matthew me pidió que lo siguiera por todo el trayecto porque sabía muy bien a dónde llevarnos, pues conocía el lugar.

No hablamos mucho sobre nuestra decisión o el futuro. En su lugar, Matt me contó acerca de algunos de los sitios por los que pasamos y que recordaba haber visitado de niño. No había ningún edificio, tampoco demasiados automóviles.

De nuevo el viento nos pegó directo en el rostro y causó que tembláramos por la baja temperatura. No traíamos la ropa adecuada ni estábamos acostumbrados a ese clima.

—Mira allá —dijo Matthew con una gran sonrisa, interrumpiendo mis quejas mentales.

Al alzar el índice por enfrente, busqué instintivamente con la vista lo que señalaba. Al principio creí que quería mostrarme la bonita arquitectura del pueblo o las nubes grises, pero debía mirar más al fondo, hacia donde terminaba la calle.

El cielo parecía dividirse en dos. Primero vi una brecha gruesa y gris llena de nubes, después, y debajo de esta, una línea más delgada y mucho más oscura que en realidad no era un pedazo del cielo, sino el mar.

No tuve palabras ni pensamientos que me hicieran reaccionar al instante. ¿Debía asombrarme? Era la primera vez que veía el océano en mi vida. ¿Asustarme? Al final, el mar siempre formaba parte fundamental de mis peores pesadillas.

Matthew no lo sabía, por eso intenté dejar esa inquietud a un lado por el resto de nuestra caminata, pensar mejor a dónde llegaríamos y ver con una sonrisa el enrojecimiento de su nariz.

La gente comenzó a desaparecer conforme nos alejamos del pueblo. Y en su lugar surgieron calles repletas de casas antiguas, pintadas en colores pastel y bordes blancos. Entre ellas había grandes jardines que las separaban, repletos de arbustos, pasto y hasta arena. Pero no íbamos a parar en ninguna residencia de esas, sino en una todavía más aislada de las demás.

Llegamos a nuestro destino veinte minutos después. Mientras nos acercábamos, escuché a Matthew suspirar. Lucía nervioso.

El sitio no era en lo absoluto como el resto de las casas; era enorme y rústica, con paredes blancas y techo de tejas gris oscuro. Cualquiera con sentido común sabría que vivir ahí equivalía a tres o cuatro casas promedio y que la buena ubicación aumentaba considerablemente el costo. Me sorprendí, ¿quién podría vivir ahí? ¿Era la casa de verano de los Belmont?

Sin hacer preguntas, lo seguí por detrás. Atravesamos la arena más clara que yo hubiera visto y subimos cinco escalones hasta una puerta de vidrio doble cuya cortina ocultaba el interior. Matt se encogió de hombros y dudó un poco si llamar a la puerta o no. Yo lo observé desde mi lugar, en silencio, expectante.

Luego de tocar el timbre, Matthew me echó una última mirada antes de que abrieran, con las cejas ligeramente curvadas hacia abajo y los labios tensos.

El picaporte hizo un clic. Fuimos atendidos por una mujer mayor cuyo aspecto me resultaba muy familiar, casi característico de todos los Belmont. Tez morena clara, cabello negro, ojos nada brillantes y expresiones serias.

—Me sorprende verte por aquí —dijo la mujer con una voz carrasposa—. ¿Y Amanda?

—Cada vez más parecida a papá —fue lo que Matthew le respondió a quien, por obviedad, era su abuela.

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