Capítulo 42
Pudimos entendernos a través de las miradas y los discretos movimientos. No planeamos nada; lo dejamos todo en manos del destino.
Fingimos una despedida, nos pusimos de pie y nos abrazamos como si esta fuese la última vez que nos veríamos. Del otro lado de la puerta de cristal opaco nadie notaba nada más que nuestras siluetas desenfocadas.
Al final, luego de separarnos, di media vuelta y me acerqué a la puerta. Repasé el código una y otra vez. Matt permaneció en su lugar y observó con cuidado.
Podía escuchar el latir de mi corazón, acelerado de nervios. Mis respiraciones se volvieron rápidas pero silenciosas, el sudor comenzó a salir de los poros de mi cara. Antes de dar marcha al plan, cerré los ojos y suspiré.
«Que pase lo que tenga que pasar».
Tecleé el código con los dedos temblorosos. El pequeño foco de arriba se iluminó de verde, notificándome que ya podía salir. Apoyé una mano y empujé con lentitud.
Fue entonces cuando Matthew corrió hacia donde yo estaba. Pasó una mano por encima de mi hombro y abrió la puerta para que los dos saliéramos al mismo tiempo. Me empujó con su cuerpo para que avanzara más rápido y, una vez que me rebasó por varios centímetros, me tomó por la muñeca.
Comenzamos a correr.
La recepcionista encendió una alarma para avisar a todo el personal sobre nuestra huida. Algunos visitantes nos observaron con asombro y un par de guardias y enfermeros fueron tras nosotros de inmediato. Vi a mi padre levantándose de su asiento para perseguirme también, tan molesto como sorprendido.
Matthew empujó la puerta de salida con tal agresividad, que por un segundo creí que el cristal se nos rompería encima. Por fortuna salimos ilesos y directo a la calle, agitados por el viento del verano e iluminados por el cielo gris.
Me obligó a seguirle el ritmo, que no era para nada lento. La adrenalina no me permitió pensar en lo mucho que odiaba el ejercicio, ya que solo tenía una palabra en la cabeza: huir. Y eso era lo que estábamos haciendo.
Las personas que caminaban cerca observaron con curiosidad cómo nos alejábamos y nos perdíamos entre el resto de la gente. Algunos se hacían a un lado, otros nos gritaban que fuéramos cuidadosos. Los reclamos eran entendibles porque Matthew les chocaba sin cuidado o los hacía a un lado como podía.
Movimos la cabeza en todas direcciones, buscando algún rostro familiar. Nos tranquilizamos al saber que nadie nos pisaba los talones como creíamos.
—Maldición —musitó unos segundos después—. No puedo quitármela.
Alzó la pulsera plástica que le rodeaba la muñeca. En pleno siglo XXI ya no era sorprendente que las cosas importantes contaran con algún tipo de localizador. Maldije con él, ya que no podíamos detenernos para quitársela.
—Al metro —indicó—. Quizás ahí no podrán rastrearnos.
No nos tomó mucho tiempo llegar, quizás diez minutos en los que creí que vomitaría por la mezcla de energía y agotamiento. La cabeza me palpitaba, sudaba mucho y estaba un poco mareado. Matthew lo notó cuando miró a su espalda.
—Ya estamos aquí, Carven, aguanta. —Y apretó mi mano con un poco más de fuerza.
Parecía que me arrastraba con él, que era una carga molesta. Ya no aguantaba las piernas ni la cabeza; los pulmones me quemaban al respirar. Sin dejar de vigilar el camino, Matt me condujo hacia las escaleras que daban al subterráneo. Las bajamos con un poco más de lentitud porque los mareos podían hacerme caer.
Poco a poco nos adentramos en un océano humano escalofriante, pues era viernes a plena hora punta. Me acordé de mi primer mal sueño sobre el mar, de cómo el agua se elevaba y me ahogaba mientras Matthew desaparecía. Estar bajo tierra, rodeado de centenares de personas, se asemejó mucho a aquella pesadilla.
Fue cada vez más difícil seguirle el ritmo, cosa que rápidamente notó.
—¿Estás bien? —No lo escuché con demasiada claridad.
Todo se movía de arriba abajo. Los empujones de quienes llevaban una vida más ocupada que la nuestra me desorientaron hasta el punto de olvidar que Matt estaba conmigo y que jamás me había soltado.
—Hay mucha gente. —Nunca creí que eso me llegaría a preocupar.
Mis padres querían evitar que estos quiebres me ocurrieran en mitad de la multitud o del exterior. Mi ansiedad se agravó con notoriedad, estropeando parte de la libertad por la que luchábamos.
Quería dejar de estar contra corriente, pero no sabía cómo hacerlo. El metro era nuestro único camino y abandonar la estación sería problemático. En el subterráneo contábamos con cierta ventaja, ya que la señal de la pulsera de Matthew dejó de funcionar.
Me condujo hacia una orilla, pero detenernos no fue una opción. Dejó que mi cuerpo se apoyara contra los barandales, me rodeó con el brazo, buscó que me concentrara en el camino más que en las personas.
Con una mano dentro del bolsillo, volví a sentir las pequeñas pastillas revolviéndose entre mis dedos. Si quería dejar de ser una carga para Matthew tenía que tomarme unas cuantas en ese momento y a lo largo de nuestro viaje.
Decidí parar, recargué la espalda contra la pared mugrienta y rayoneada. Antes de que Matt me jaloneara para que siguiéramos, le pedí que esperara solo un instante. Impaciente pero tolerante, se quedó de pie, examinándome.
Rápidamente y sin pensármelo mucho, me llevé a la boca dos pastillas. Me rasparon en la garganta y casi las sentí atoradas por tragarlas sin agua. El efecto no fue inmediato, pero saber que finalmente estaban dentro de mi cuerpo me provocó una inmensa sensación de alivio. Cerré los ojos y, sin que me diera cuenta del todo, curveé hacia arriba los labios.
—¿Cómo se te ocurre? —Matty apretó mis hombros y me sacudió con fuerza.
El bienestar de ese momento fue psicológico, pues ni un minuto había transcurrido como para que la medicina se disolviera e hiciera su función.
—No es válido que me lo digas tú, Matthew. —Me defendí, recuperando el aliento—. Porque justamente hoy estás abandonando la medicación, otra vez.
Se percató de mi repentino cambio de actitud, ya no estaba tan asustado o ansioso como instantes atrás. Chasqueó la lengua, irritado. Por mis palabras y sus gestos, supe que en cualquier momento iniciaríamos una discusión para ver quién era el más estúpido de los dos.
Las personas de nuestro entorno caminaban mayoritariamente hacia las escaleras que conectaban con el exterior. Oleaban igual que las mareas oceánicas, con un ritmo equilibrado y difícil de alterar. Los cientos de cabezas pronto se convirtieron en una gran distracción a los regaños de Matthew, ya que sus vidas desconocidas me produjeron curiosidad.
¿Cuántos de ellos estaban hartos de la vida? ¿Cuántos tenían un grave secreto bajo la piel? Vidas que nunca conocería andaban como si mi existencia importara poco. Y si para esta cantidad de personas dentro de la estación yo no era nadie, entonces para el mundo ni siquiera existía. Mi valor era minúsculo, reemplazable, inservible.
Una voz tosca y lejana que me llamó por mi nombre se escuchó a la distancia. Producto de mis ligeros delirios emocionales, creí que era Matt pidiéndome que dejara de ignorarlo. Sin embargo, en el momento en que giró la cabeza y vio a su espalda, supe que él también se había visto interrumpido por el mismo llamado.
No fue tan difícil ubicar a mi padre de entre tantas personas, principalmente porque trataba de llegar hasta nosotros como un nadador a la firmeza de la tierra.
«¿Cómo nos ha encontrado?».
Ese hombre me conocía muy bien. Sabía que yo no llegaría demasiado lejos con tantos problemas atravesándome a la vez. Era eso, o quizás los planes de un par de adolescentes sin dinero eran demasiado predecibles.
Reaccionamos de inmediato, dejamos de lado el agotamiento y la discusión. Matt volvió a tomar mi muñeca para que huyéramos. Buscó que nos perdiéramos entre la gente, pero durante ese corto trayecto aún fuimos capaces de ver y escuchar a mi padre detrás de nosotros, esquivando a la multitud con una agilidad similar a la nuestra.
Matthew seguía diciendo que me apurara, mi padre que me detuviera. Gracias a la pequeña persecución de película, la gente se detuvo a observar y a preguntarse vagamente qué era lo que sucedía antes de restarnos importancia y volver a sus asuntos.
Saltamos la seguridad de un brinco para no pagar, igual que un par de delincuentes juveniles. Fue a partir de entonces que un guardia también nos persiguió no solo por eso, sino por nuestra actitud sospechosa y rebelde. Yo ni siquiera era capaz de procesar la situación.
El metro se encontraba detenido, las puertas de los vagones abiertas de par en par. El gentío luchaba por entrar y salir lo más pronto posible. Era una estampida humana sofocante, cargada de empujones y golpes.
Un timbre sonó con potencia para anunciar que las puertas se cerrarían. Matt avanzó aún más rápido contra la pesada corriente, abriéndonos paso para que a mí me resultase menos agotador avanzar.
En cuanto los dos logramos estar dentro del vagón, nos asomamos por las ventanas y ubicamos a mi padre varios metros a lo lejos. Nos buscaba desesperadamente por todas partes tras habernos perdido de vista. Pude apreciar la angustia en su rostro, la impotencia y el enojo. Apretaba los puños y movía la cabeza en todas direcciones.
Aunque sintiera una molesta presión en el pecho, me obligué a no sentir culpa.
El transporte comenzó a moverse. Ya no había nada que perder.
Matt soltó mi muñeca solo para bajar su mano hasta la mía. Sin hablar ni mirarnos, entrelazamos los dedos con fuerza. Ya nadie podía detenernos ahora que estábamos juntos, con la firme decisión de no dar marcha atrás. Lo que se asemejaba a empezar de cero se hallaba cada vez más a nuestro alcance y la simple idea nos emocionó con notoriedad.
Antes de desaparecer en un túnel a toda velocidad, me atreví a mirar fijamente y por última vez al hombre que me había sugerido días atrás que muriera.
Conforme el tiempo pasó, el vagón se fue vaciando. Las personas sobrantes mantuvieron su distancia y nos observaron constantemente con seriedad y precaución. No podía culparlos, pues Matthew tenía sobre las piernas un bolso de mujer que robó sin que me diera cuenta mientras nos empujaban para ingresar.
Gracias a él, conseguimos el dinero suficiente para pagar un par de boletos de autobús. Solo necesitábamos llegar hasta la central de buses más cercana, abordar y desaparecer para siempre. No era un plan complicado.
En lo que aguardábamos y él revisaba qué más había en el bolso, indagué en lo recóndito de mi mente sobre la situación. Ya no podría volver a mi ciudad hasta que estuviera bien asentado en otro sitio, llevando una vida estable y responsable. Hasta entonces, mis padres y Briana no sabrían nada de mí.
Jamás creí que ya no tendría el apoyo de mi familia. Me asustó darme cuenta de ello. Mi existencia acababa de hacerse exclusiva para Matt y para mí mismo. No había nadie más a quien pudiera recurrir en caso de que necesitáramos ayuda, pues temía que mis pocos amigos, a raíz de su inmensa preocupación, nos delataran.
Mandé al diablo mi futuro y la universidad, pero no abandoné mi sueño de ser actor de teatro. Con Matthew cerca, nos las ingeniaríamos para seguir por aquel camino al que continuábamos aferrados. Siempre había una esperanza para la gente como nosotros.
De repente pensé en Boulluch, la primera persona que supo sobre Matt y yo. ¿Ella aprobaría esta fuga amorosa? ¿Se emocionaría igual que cuando descubrió nuestra relación? ¿Existía la pequeña posibilidad de que me dijera "vete y sé libre"? Imaginar lo que de ningún modo diría, me devolvió la confianza.
—Ayúdame con esto. —Matthew alzó el brazo y lo mantuvo frente a mi cara.
Lo observé por un instante antes de actuar. Se había remangado el suéter para ponerse una gran cantidad de crema —que halló en el bolso— sobre la muñeca y la pulsera. Me pidió que se la quitara sin importar lo difícil que fuera o lo mucho que le doliera. Si no funcionaba, tendría que romperse los dedos o cortarse la mano.
Tratamos de no hacer ruido o llamar la atención, complicando un poco la tarea. Nos tomó varios minutos de quejas y cansancio, pero funcionó. De un rápido movimiento, salió expulsada de su brazo.
Liberamos el aire contenido en nuestros pulmones ya no por desesperación, sino por alivio. Sonreímos con amplitud.
—Solo dos estaciones más —Volvió a sostenerme de la mano por en medio de nuestros cuerpos—. ¿A dónde quieres ir?
Para mí cualquier parte estaba bien si se encontraba muy lejos. Matt conocía muchos sitios interesantes, así que no vi ningún inconveniente con que él escogiera a qué ciudad huir. Como mi indecisión no sirvió de nada, no me quejaría cuando llegáramos al lugar de su elección.
—Conozco un sitio agradable. —Me rodeó con el brazo—. Servirá por unos días antes de que a mis padres se les ocurra buscarnos ahí.
No me opuse, pero tampoco me dijo a dónde iríamos. Quería sorprenderme, matarme de ansiedad. Fue un buen método de distracción para mí, ya que pensaría en nuestro nuevo hogar más que en la familia o amigos que dejé.
Abandonamos la pulsera y el bolso en el vagón antes de bajar. Matt y yo nos guardamos en los bolsillos algunas de las posesiones que nos parecieron útiles, tales como un celular, auriculares, y una cartera con efectivo. Hasta en eso fuimos muy afortunados.
Puedo afirmar con certeza que, de esta travesía, lo más sencillo que hicimos fue abordar el autobús como un par de personas normales.
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