Capítulo 36

Nunca pasé por una situación similar, tan oscura y desagradable. Durante seis horas me desconecté completamente de la realidad, tragado por una niebla muy sombría y densa que me volvió incapaz de reaccionar incluso para mis adentros.

Mi mente y cuerpo decidieron enterrar en ese pozo de recuerdos dolorosos todas las preocupaciones y malestares a cambio del shock. Al menos me hallaba seguro, donde quiera que estuviera, dentro de una inmensa burbuja negra y casi impenetrable.

Era como estar dormido y no soñar, como cerrar los ojos al anochecer y abrirlos un segundo después ya en un nuevo día. El tiempo transcurrido no se sintió, por desgracia. Si hubiera podido decidir, me habría quedado en ese agujero toda la vida con tal de no volver al presente y recordar lo que pasó, recordar lo que yo causé.

La forma en la que recobré la razón fue extraña, muy parecida a alguien chasqueando los dedos para sacarte de la hipnosis. También me recordó a mi madre encendiendo la luz de mi habitación sin previo aviso para decirme que debía prepararme para el instituto.

Todo un escenario se postró frente a mí, acompañado del ruido y las personas que formaban parte de él. Di un respingo y abrí mucho los párpados, comencé a respirar con rapidez, igual que si despertara de una pesadilla. La vida volvió a mí con la urgente necesidad de recobrar el aliento y las emociones.

Giré la cabeza a todas partes para saber dónde me encontraba. Fácilmente identifiqué un hospital. Me inyectaban algo desconocido en la mano derecha y me tenían recostado al borde de una camilla. Agradecí infinitamente no estar solo, porque de lo contrario el pánico podría regresar.

Mi mamá apoyó una mano sobre mi rodilla y dijo mi nombre entre lágrimas justo en el momento en que recobré el conocimiento. Verme de nuevo en la delgada línea de la estabilidad causó que se lanzara a mí en un abrazo inesperado.

El no tener ninguna respuesta a lo que sucedía me asustó tanto como su impulso cariñoso, por eso vino una enfermera a toda velocidad para separarnos y regañarla por su imprudencia. Tenía que avisar primero al médico antes de poder tener un contacto tan estrecho conmigo.

Rompí a llorar en cuanto las vi a ambas hablar sobre mi condición. No tenían que volver a hablar de cómo sucedieron las cosas porque recordé todo a la perfección. Me cubrí el rostro con las manos y me desahogué tras sentir que había perdido a alguien que amaba.

Solo entonces, al notar mi tan mísero estado emocional, la enfermera le permitió a mi madre acercarse para consolarme. Me estrechó a su pecho, me rodeó con los brazos y me acarició lentamente el cabello. Se quedó callada, permitiendo que sacara mi amargura; para ella también fue difícil verme así.

Cada lágrima era un motivo por el que Matthew se suicidó. Emergían de mis ojos sin parar porque sentí que yo era el principal culpable de su muerte.

—Yo lo maté, mamá —dije mientras esperaba sofocar todos esos gritos cada vez más difíciles de guardar—. Maté a Matthew.

Apreté los párpados hasta que me dolieron. Me aferré a ella con las uñas, desquité una parte inofensiva de mi dolor sobre su hombro.

A través de su barbilla pegada a mi cabeza, sentí cómo negó mis palabras. No se detuvo con las caricias, permitió que me quedara cerca para hacerme sentir mejor. Fue fuerte para contagiarme esa energía, las madres siempre lo eran por sus hijos, aunque se tratase del fin del mundo y tuvieran miedo.

La culpa me consumía por completo y se lo expresé entre mi llanto, pero no le expliqué por qué lo afirmaba con tanta seguridad. Si supiera que induje al suicidio a la persona que más amaba en el mundo, le revelaría muchas cosas...

Aun así, pese a todo ese dolor, seguí guardando el secreto.

—Es todo lo contrario, hijo —mencionó en voz baja—. Matty está vivo gracias a ti.

El alivio de escucharla me hizo llorar otra vez. Respiré con todas mis fuerzas y me reí un poco por la felicidad repentina que me causaron sus palabras.

No murió, pero si fui la causa de que lo intentara.

Ese día no me dejaron ver a Matthew. Se encontraba en un estado crítico y no podía recibir ni siquiera la visita de sus propios padres. Pocos fueron los detalles que me quisieron dar en el hospital, pero me quedó demasiado claro —gracias a la gravedad de sus autolesiones— que de verdad tuvo fuertes intenciones de matarse.

Me costó mucho asimilarlo, principalmente porque yo no lo veía capaz de tomar esa decisión. Creí que lo conocía.

Era de esperarse que por el siguiente par de días me atribuyera toda la culpa de lo sucedido, tal vez porque me sentía como el único conocedor de la verdad; una verdad que solo era una pequeña parte de todo lo que Matthew realmente vivió.

El mundo no giraba alrededor de mí; yo tampoco era todo el mundo de Matt. Pero pasar la primera noche tan en solitario me produjo ideas opuestas y equivocadas. Una voz casi invisible me susurró al oído que él había tratado de suicidarse por lo que sucedió entre nosotros y porque jamás lo arreglamos adecuadamente.

Fue mi culpa por dar el golpe final, por dejarlo tendido, por no buscarlo a pesar de quererlo tanto. Y claro, por no haber estado con él para apoyarlo cuando más lo necesitó.

Sin embargo, solo estaba imaginando cualquier motivo lógico que me explicara sus motivos para cortarse los brazos casi hasta morir. Aún no había una respuesta exacta que me pudiera aclarar si yo era una razón más o no.

No pude dormir los primeros dos días, principalmente porque vivía con la angustia de que Matthew muriera en cualquier momento tras seguir grave. De ahí, fue gracias a mis constantes pensamientos negativos, preocupaciones, ansiedad y tristeza, que no pudiera descansar.

Pensé mucho al respecto. Usé demasiado mi imaginación. Recreé en mi cabeza todo el proceso que llevó a cabo dentro de su baño para quitarse la vida, como si fuese una historia, un cómic, una película. Y lloré mientras veía tristeza y vacío en las facciones tan heridas de su rostro.

Imaginar sus lágrimas cayendo, sus pesadas respiraciones para armarse de valor, los temblores de la mano que sostenían la cuchilla sobre la piel aún intacta... Todo eso me destrozó. Y no porque mi imaginación hubiese recreado un escenario realista y dramático, sino porque mi corazón y mente sabían que existía una probabilidad muy alta de que las cosas se hubieran dado así.

¿Tuvo miedo en algún momento? ¿Pensó a dónde iría si lograba su objetivo? ¿Se preocupó por la reacción de su familia y amigos? Jamás me atreví a preguntárselo.

Casi todos los días mis padres me hicieron la constante pregunta de si estaba bien. Cada vez que abrían la boca para eso, me daban ganas de llorar y demostrarles que no lo estaba en lo absoluto. Un intento de suicidio no era un tema cotidiano entre nosotros, no era un problema de tantos que se dejan atrás con los días.

Sentí que nunca iba a poder superar algo como lo que Matthew hizo. Ni perdonarme a mí por ignorar que algo andaba mal con él. Porque me dio señales y yo las ignoré pese a notarlas. Pudimos habernos evitado todo ese dolor si tan solo hubiera hecho más preguntas, si hubiera insistido en adentrarme en su vida personal y ayudarlo si tenía un problema, o tan siquiera entenderlo.

«¿Cómo es que fui tan tonto?».

Al cuarto día del incidente recibí una llamada al teléfono de mi hogar. Mi padre contestó y organizó una salida para mí sin consultarme antes, afirmando que era importante. Me alisté en cuanto me explicó brevemente que ya podía visitar a Matt y que sus padres pasarían por mí para llevarme al hospital.

El tan característico auto negro de los Belmont se estacionó frente a mi casa dos minutos antes de la hora prevista, demostrando su increíble puntualidad ante los compromisos. Me despedí de mis padres antes de salir, con la promesa de contarles cómo se encontraba mi mejor amigo.

Corrí al vehículo con el corazón acelerado y los nervios recorriendo cada rincón de mi cuerpo. El vidrio polarizado del asiento del copiloto se bajó en automático para permitirme una mirada más de cerca a los individuos en su interior. No obstante, me llevé una gran sorpresa al ver solamente al conductor.

—Hola, Carven —saludó el padre de Matthew con una media sonrisa—. Por favor, sube.

Sentí mi estómago hacerse un nudo y el coraje sobre las mejillas. Repasé en ese instante todo lo que este hombre le había hecho a Matthew un mes atrás y las consecuencias que vinieron tras eso. Al ser un mal momento para revivir el pasado, abrí la puerta del copiloto con lentitud y entré sin decir nada.

Aceleró con cierto cuidado y volvió a subir los vidrios para conservar el aire acondicionado. Gracias a que el ruido del exterior no intervino, el silencio y la tensión fueron más notorios y serios. Suspiré con la mayor discreción que me permití.

Este sujeto había lastimado a Matthew tanto física como emocionalmente. Y por la reacción tan evasiva que su hijo tuvo ante esos hechos, me hice a la idea de que no era la primera vez que sucedía, que era casi habitual, normal en sus vidas.

«Es cierto. No soy el único culpable».

Mientras él conducía hacia el hospital, yo lo examinaba de arriba abajo. No había cambiado absolutamente en nada; no se le notaba la fatiga o el estrés de la situación en la que Matthew nos involucró a todos. Lucía radiante, como si nada hubiese pasado.

No pude entender la frialdad con la que sobrellevaba el asunto, pues mi apariencia y mi sentir eran totalmente lo opuesto. En la mañana, cuando me vi al espejo, distinguí lo mucho que me pesaron físicamente los últimos tres días. No lucía para nada como yo.

—Parece que nunca podremos acabar de disculparnos contigo —mencionó, sin apartar la vista de la calle—. Siempre que él hace una tontería, casualmente estás ahí.

Permanecí callado, viendo hacia los edificios de mi derecha. No deseaba entablar una charla profunda con él, pero tampoco comportarme grosero gracias al odio que le tenía. Esperé a que dijera algo más.

La gente en las calles transitaba a pie y auto igual que siempre, con seriedad sobre sus rostros, actitud despreocupada, concentrados en sus propios asuntos. No había salido el sol y eso también parecía influir en el humor de la gente, en mi humor. Seguía triste por todo lo ocurrido.

El Señor Belmont condujo por una avenida que se me hizo muy familiar, después por el puente donde Matthew gritó que me amaba. Muchos de los recuerdos de esa noche volaron a mi mente, cargados de sentimiento.

"Todos vamos a morir, pero solo unos pocos deciden cuándo", fue lo que dijo ante mis desesperados intentos por que bajara de la orilla mientras se balanceaba con un pie. La frase cobró sentido cuando él tomó esa decisión tan equivocada. Ahí estaba una de las tantas señales que me dio y no escuché.

Un camión que pasó veloz por el carril vecino me quitó esa imagen con la que soñaba despierto, ese recuerdo que se volvió uno más de los dolorosos. Respingué un poco en mi asiento debido a la sorpresa y al estruendoso sonido que desvaneció por un instante todos esos pensamientos negativos.

—¿Cree que Matthew sea estúpido o esté loco? —pregunté sin cuidado, reacomodándome en el asiento.

Al menos eso fue lo que me dijo su hijo cuando me contó muy en breves los motivos por los que no le gustaba vivir con su familia y escapaba de casa a altas horas de la madrugada para estar solo. Su padre giró un poco la cabeza hacia mí, juntando las cejas y buscando comprender qué era lo que quería decir.

—En lo absoluto. —Hubo tranquilidad en su voz—. Solo está... enfermo.

El señor Belmont era cortante con el tema, pero no muy serio o intimidante como llegué a observarlo en otras ocasiones. Quizás guardaba las apariencias; los padres siempre lo hacían para dar una buena imagen frente a los desconocidos, solo que yo sabía más sobre él de lo que creía.

—Nunca me dijo que lo estuviera —confesé para cambiar el rumbo de mis pensamientos. No quería enojarme de la nada.

—Siempre lo esconde... Supongo que nosotros también. —Se sinceró un poco.

Otro silencio breve. Era bueno para cortar la conversación. El tráfico nos paró por varios minutos que quise aprovechar sabiamente. Tenía que saber más al respecto para no caer en algún prejuicio contra Matthew.

—Si me lo hubiera contado, quizás lo habría podido ayudar.

No pude controlar mis lágrimas otra vez, pues salieron mientras decía lo anterior. Esas constantes sensaciones de culpa emergieron sin previo aviso cuando las creí bien enterradas en mis adentros. No pude soportarlo aun estando en el lugar incorrecto para desahogarme. El Señor Belmont casi no me miró, tampoco dijo nada para consolarme.

—Nosotros lo sabíamos y no lo pudimos hacer —contestó antes de que mis palabras se evaporaran en la atmósfera.

Eran su familia, obviamente lo sabían. Si convivían con demasiada frecuencia con él y lo amaban, entonces, ¿por qué no lo ayudaron? Me sentí impotente, enojado y triste, pero traté de no hacer reclamos, aunque mi propio tormento los quisiera expulsar con ira.

—Se tenía que medicar, Carven —El tráfico cesó y pudimos continuar con el trayecto a una velocidad moderada—. Y nos hizo creer que lo hacía durante estos últimos meses.

Quedaban menos de cinco minutos para llegar al hospital y dar por finalizada esta sincera conversación. Dentro de la habitación de Matt, seguramente volvería a ese constante secretismo con el que solíamos vivir. Al menos si yo no me atrevía a hacer preguntas.

—Cuando se detiene la medicación de forma muy brusca, las personas como él suelen empeorar rápido. —Suspiró con ligero enfado—. Todavía no sabemos por qué dejó de tomarse las pastillas.

La Señora Belmont siempre supervisó que su hijo se tomara la medicación tras las advertencias de que los síntomas podían intensificarse si no se llevaba el adecuado tratamiento. Sin embargo, las pruebas médicas que se le realizaron en el hospital determinaron que aquellas sustancias llevaban tiempo sin estar en su cuerpo.

Yo comencé a teorizar y a buscar las razones por las que decidió abandonar su salud mental, pero no encontré ninguna que me sonara lógica. Esta historia tenía un gran hueco en medio que solo Matthew podía responder.

Luego de estacionarnos, bajamos juntos y nos encaminamos hasta la recepción. El Señor Belmont habló con una de las recepcionistas para que no solo le permitieran entrar a él, sino a mí también como un familiar más. Me senté junto a la pared para esperar, cabizbajo y somnoliento por tantas noches de pensamientos abrumadores.

Finalmente, cuando aquel hombre volvió a mí sonriendo a medias como en casi todo el trayecto en su auto, me pidió que lo siguiera hasta la habitación donde se recuperaba mi mejor amigo. Subimos por un elevador hasta el cuarto piso y caminamos en silencio hasta las habitaciones individuales y de recuperación. Ahí, el Señor Belmont se despidió formalmente de mí.

—Lo encontrarás en la habitación 107. —Apoyó su mano en mi hombro—. Mi esposa y yo te esperaremos en el auto. Puedes quedarte hasta que la hora de visitas termine.

Si por mí fuera, me quedaría para siempre.

Vi los números puerta por puerta, observé a los pacientes a través de las inmensas ventanas. Unos dormían profundamente, otros conversaban con sus visitantes o las enfermeras. Algunos tenían vendas por todo el cuerpo, pocos más se mostraban intactos pero agotados a mis ojos. Los hospitales eran tristes también por los cientos de historias que albergaban sus pacientes.

Una vez que identifiqué su habitación, me asomé por la ventana antes de que una enfermera abriera la puerta y le anunciara mi visita. Quise llorar otra vez, pero me dije a mí mismo que no podía mostrarme tan vulnerable. Lo que Matt menos quería, seguramente, eran más lágrimas. Tuvo suficientes tan solo tres días atrás.

Veía hacia el techo, apenas y parpadeaba. Estaba tan cansado y pensativo como yo. Tenía vendas recorriéndole los brazos de arriba abajo, manchadas de sangre. Un electrocardiograma medía su estabilidad con aquel pitido tan típico que solamente se escuchaba en la TV.

—Matthew, un chico ha venido a visitarte —avisó la mujer con un tono alto y ligeramente alegre.

Se hizo a un lado y me permitió pasar. Cerró la puerta a mi espalda y me dejó completamente a solas con el chico que trató de suicidarse por mi culpa. 

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