Capítulo 35

Creí que debía olvidar a Matthew por mi propio bien, pero me fue más difícil tras recordar que ya no estaría más en el instituto.

Ese día que nos llevaron a la dirección con nuestras familias, el director reveló que Matt estaba en riesgo de reprobar el curso y que debía cuidar todavía más sus calificaciones que yo. No obstante, se hizo de oídos sordos. Todavía recordaba aquella expresión desinteresada en su rostro que me demostró lo poco que le importaba.

La primera semana de vacaciones la viví con una constante preocupación. Ansié llamarle, pero el orgullo me ganó. Tras haber perdido las diez cartas de los invitados a la obra, no dejé de pensar en la reacción de sus padres. No iba a esperarle nada bueno.

Cerca de las diez de la mañana alguien tocó el timbre de mi casa, pero no abrí porque a duras penas me percaté del ruido. Nadie tenía motivos para venir de visita, menos sabiendo que la familia completa salía, así que lo ignoré.

Tomé mi celular para verificar si Matthew se encontraba en línea, pero fue decepcionante darme cuenta de que su última conexión había sido casi quince días atrás. Era demasiado tiempo, casi tanto como el que pasamos él y yo sin comunicación tras nuestros castigos.

La única persona que podía confirmar que no se había evaporado para siempre, era Keira. O eso creí al principio.

Mis padres se encontraban en sus empleos, Briana en el colegio tras faltar todavía un mes para sus vacaciones. Yo no hice nada más que estar en completa soledad, sin salir mucho de mi habitación. El silencio de la casa era malo. Malo porque me hacía pensar con la misma intensidad que en las noches.

No supe a quién más escribirle para distraerme, por eso permanecí con la pantalla desbloqueada en el chat que teníamos Matthew y yo. No es que habláramos mucho durante nuestros mejores días, pero podía rescatar cosas lindas de ahí; cosas de las que ya no quería saber más.

Mis energías estuvieron por los suelos hasta el mediodía. No tenía motivación, ni siquiera para cambiar de posición en la cama. Mi cuerpo se sentía debilitado, mis párpados pesados. De nuevo quería llorar de la nada.

Aunque el estómago me gruñera, no quise ir por comida. Tampoco alzarme para abrir la ventana ante el calor sofocante del verano. Eso sí, no pude resistir por mucho tiempo mis ganas de orinar. Solo entonces decidí levantarme.

Mientras me lavaba las manos y miraba mi desgastada apariencia en el espejo, de nuevo llamaron a la puerta, solo que con un poco más de insistencia. Si algo me disgustaba más que la personalidad de Matthew, era que un ruido tan escandaloso como el timbre anulara la tranquilidad de mi hogar.

Tuvo que sonar cerca de cinco veces para colmarme la paciencia y hacerme bajar en calzoncillos. Ni siquiera me asomé por la mirilla, simplemente abrí la puerta de par en par y me expuse con molestia a un visitante que no esperaba para nada: Keira.

Se cubrió los ojos de inmediato y yo por reflejo cerré la puerta en su cara sin cuidado alguno.

—¡Salgo enseguida! Me iré a vestir —avisé mientras corría de vuelta a mi habitación, con la vergüenza recorriéndome el cuerpo entero.

Luego de maldecirme incontables veces, revisar que ya no estuviera rojo de las mejillas y verificar que no me viera peor que de costumbre, volví a abrir la puerta con más calma. Keira, aún insegura, asomó lentamente los ojos.

—¿Qué haces aquí? —pregunté con curiosidad antes de permitirle pasar a mi sala.

Nos sentamos uno frente al otro. La examiné de cerca mientras se preparaba para hablar. Se sentaba como de costumbre, con las manos descansando sobre sus piernas, pero jugueteando con los dedos por inquietud. Desviaba un poco la vista, principalmente hacia abajo.

—Quería preguntarte algo —mencionó en voz baja—. Ya sabes, porque Matthew es tu mejor amigo y lo conoces desde un punto diferente al mío.

Arqueé una ceja, curioso de lo que pudiera salir de sus labios. ¿Me preguntaría algo sobre su relación? A veces las personas eran predecibles cuando buscaban un consejo amoroso y este parecía ser el caso a simple vista.

—¿Sabes si está bien? —dijo sin más, eliminando mi reciente creencia.

Me sobresalté un poco, pues las últimas semanas me estuve haciendo la misma pregunta. Todo comenzó cuando, en el hospital, Matthew se disculpó conmigo. El dolor en sus ojos me inquietó lo suficiente como para sospechar que algo no andaba bien.

Tenía que saber qué sucedía.

Aunque en un principio deseara saciar mi curiosidad averiguando todos los secretos que invadían a Matthew, me di cuenta de que también debía investigarlo por nuestro mutuo bienestar. Si nuestra relación había terminado por alguno de esos tantos misterios, era necesario que lo supiera para dejar de sentirme culpable. También para saber si necesitaba mi ayuda.

Keira continuó hablando antes de que pudiera responder.

—Cuando me enteré de que no había aprobado, fui de inmediato a su casa. —Se escondió un mechón de cabello tras la oreja—. Su mamá me recibió, ya sabes cómo es de amable.

Asentí, queriendo que contara la historia un poco más rápido para sacar mis precipitadas conclusiones.

—Me dijo que Matthew estaba en su habitación y que podía subir a verlo. —Distinguí sus gestos preocupados—. Pero él no me abrió la puerta. Ni siquiera respondió cuando lo llamé.

Agachó la cabeza, los hombros, y quedó a la espera de que le dijera algo que pudiese eliminar sus inquietudes. Keira era la chica a la que yo iba a recurrir para pedir información de su novio, pero fue muy decepcionante notar que en realidad los dos no teníamos ni idea respecto a él.

—No hemos tenido contacto desde que la obra terminó. —Me rasqué la nuca con un poco de ansiedad—. Es como si hubiese querido desaparecer.

Estuvo de acuerdo en eso.

Hubo un silencio incómodo de pocos segundos. Keira siguió mirando sus manos, yo dirigí la vista hacia la ventana para determinar qué tan bien lucía el día. Una nube gris y pesada cubrió poco a poco la luz del sol, sumiéndonos en una semioscuridad muy breve.

—Siento que estoy haciendo todo mal. —En el momento en que regresé los ojos a ella, me percaté de que empezaba a llorar.

No pude decir ni hacer nada para consolarla. Más bien, volví a sentir culpa porque yo era el motivo de que su novio estuviese comportándose tan mal desde el último mes. No solo había lastimado a Matthew con mi forma de mandarlo al diablo, sino también a Keira por cosas que ella no sabía y que tanto él como yo le escondíamos.

Éramos seres humanos despreciables.

—Keira, no es tu culpa —"Es mía", habría querido decir con toda la explicación incluida—. Quizás te ignoró porque llegaste en un mal momento.

Tal vez Matthew se encontraba en proceso de asimilar que había fallado gravemente a su familia, amigos y a él mismo tras reprobar el año. Obviamente, se lo hice saber a Keira y de inmediato me comprendió. Solo así logró detener las pocas lágrimas que emergieron.

Se encontraba preocupada, pero no supe si lo estaba más que yo. Keira nunca fue rechazada por él como parte de dar la imagen de la relación perfecta. Por eso se hallaba muy confundida, y yo también.

Tuve el presentimiento de que algo andaba mal, más porque en todo este tiempo ella jamás recurrió a mí para saber sobre Matthew. Los seres humanos suelen resolver sus problemas amorosos con la mayor soledad y silencio, por eso no era normal que ella estuviese llorando en mi sala a pleno mediodía, hablándome sobre su relación.

—Me molesta que te haya hecho esto a ti. —Sentí un regocijo en el estómago—. Iré a verlo ahora mismo. Tengo que hablar con él.

Moví la pierna izquierda con desesperación durante todo el trayecto, deseando que el metro aumentara la velocidad. No quise pensar en Matthew ni en lo que hablaríamos, solo quería verlo para tranquilizar los temores que siempre rondaban por mi interior. También porque Keira se merecía una respuesta a su —ya conocida por mí— actitud.

Llegué mucho más pronto de lo esperado; atribuyéndoselo a mi forma tan veloz de pedalear. La situación lo requería, ya que de lo contrario jamás habría conducido en la acera hasta puntos riesgosos.

Apoyé la bici sobre la reja y toqué al timbre solo una vez para que no se notara mi desesperación. Esperé cerca de diez segundos antes de que alguien respondiera a través del altavoz junto a la puerta. La Señora Belmont me recibió.

—Buen día —saludé de forma respetuosa—. Soy Carven, el amigo de Matthew.

—Qué inesperado —contestó, con alegría en la voz—. Dame un segundo, salgo de inmediato.

De pie, sin nada que hacer más que aguardar, examiné la calle donde Matthew vivía. Sería un vecindario casi ordinario de no ser porque todas las casas eran grandes y seguramente costosas. No cualquiera vivía en esa zona de la ciudad.

El auto negro que manejaba el Señor Belmont no estaba aparcado por ningún lado, lo que me indicó, para mi mayor suerte, que no se encontraba en casa. El día parecía ser como el de cualquier otro verano, un poco nublado y ventoso, pero sin perder la luminosidad del cielo.

Suspiré y entrecerré los ojos. Después de tanto tiempo iba a poder ver a Matthew, preguntarle cómo estaba y asegurarme de que se encontrara bien. Mis inquietudes y las de su novia finalmente serían resueltas; tenía la esperanza de que no hubiera nada de lo que alarmarse.

Cuando la puerta se abrió, la Señora Belmont me recibió con un apretón de manos, un beso en la mejilla y una de las sonrisas más honestas del mundo. Verla tan radiante como la primera vez que vine a su casa, me tranquilizó.

—Pasa, por favor.

Durante nuestra corta caminata por su jardín tan minimalista, me preguntó cómo estaba, si mi labio ya había sanado completamente, qué había hecho en mis vacaciones. No olvidó disculparse de nuevo por el acto impulsivo de su hijo, pero le insistí con una media sonrisa que olvidara lo ocurrido y que dejara de culparlo.

Más que nada, quería dejarle en claro a su familia que no estaba en malos términos con él.

La primera vez que fui a su casa pasé directamente a la habitación de Matthew; no me detuve para hacer una detallada inspección de todo el palacio donde estaba encerrado. Siguiendo a su madre hasta la barra de la cocina, obtuve una vista más amplia del lugar.

Nada cambió. Seguían las pinturas, el color de las paredes y los muebles elegantes. Me ofreció un vaso con agua que educadamente acepté, después quiso que me sentara en una de las sillas altas para charlar un poco sin la intervención de su hijo.

Los padres no solían hablar conmigo, principalmente porque huía de ellos. Odiaba las preguntas y que intentaran conocerme, por eso me reservaba. En lugar de interrogarme para saber quién era Carven Devine, prefirió que charláramos del presente.

—¿Vienes a ver a Matt? —dijo mientras se servía agua en un vaso de cristal.

Asentí con timidez.

—Hace tiempo que no hablamos y quería saber cómo estaba —Odié sonar tan miedoso.

Tomé un trago grande y regresé la vista a ella. Matthew no se parecía en nada a aquella mujer, ni siquiera en los ojos. Era el retrato del mismo ser que le había hecho la vida más complicada que yo. Me pregunté qué tan abrumador sería vivir con el constante recordatorio de que era casi idéntico a su padre.

—No te preocupes por él, Carven. —No dejó de curvar los labios—. Está muy bien. Sabemos que es difícil para él no haber aprobado, pero no es el fin del mundo.

Mientras me hablaba un poco sobre la selección de su hijo tras el éxito de la obra y que no todo estaba perdido, yo me distraje con el agua que ella bebía. Ondeaba de un lado a otro, al ritmo de sus ligeros movimientos.

—¿Puedo subir a verlo? —Corté su conversación con un tanto de imprudencia. Era un poco urgente y no deseaba quedarme todo el día sentado en la barra.

No le importó mi comportamiento, sino que lo comprendió. Sin cambiar de expresión, extendió un poco el brazo hacia las escaleras, permitiéndome marchar sin ningún otro compromiso de por medio.

—Cuando Keira vino la semana pasada, Matthew fue muy grosero con ella —explicó brevemente cuando yo tenía un pie sobre el escalón—. Así que su papá quitó el seguro de la puerta de su habitación. No tendrás problemas en entrar.

Agradecí con un ligero movimiento de cabeza y subí los escalones de dos en dos.

A pesar de que me urgía verlo, no me sentí listo para afrontarlo cara a cara. Fui muy rápido para llegar hasta la puerta de su habitación, pero demasiado lento para atreverme a abrirla. Iba a interrumpir su privacidad con mi presencia, que tal vez era la menos deseada.

Lo primero que hice fue llamarlo por su nombre, pero ocurrió lo mismo que con Keira. Lo repetí unas cuantas veces, añadiendo unos ligeros toques. De nuevo me recibió con silencio. Antes de hacer otro movimiento, aguardé un minuto. Conté mentalmente los sesenta segundos para no adelantarme ni dejar pasar más tiempo del debido. Si nada ocurría en ese lapso, me atrevería a abrir la puerta.

«57, 58, 59...».

Puse una mano sobre el picaporte y lo giré con lentitud. Asomé la cabeza para buscarlo con la vista, pero no había nadie. Absolutamente nadie.

No cupe con mi asombro al examinar el interior de su habitación. Era un desastre, otra vez.

La pared estaba llena de agujeros de diversos tamaños, hechos a golpes. Sus libros y papeles regados por doquier. Tenía el escritorio tumbado, la TV rota de la pantalla, las sábanas de su cama hechas un bulto junto a la almohada, y su colchón abierto de un extremo a otro por algún corte que Matthew le hizo a saber con qué. Una gran cantidad de relleno se esparcía por el suelo, haciéndole compañía a sus tantos objetos y ropa lanzados.

Pisé muchas de sus cosas sin cuidado y casi tropiezo con otras, por eso en un intento de mantenerme estable sobre el piso, pateé lo que tenía cerca para sentir el piso de nuevo. Lo examiné todo con detalle y asombro, tomándome mi tiempo. Pero las cosas que encontré ahí fueron todavía más impresionantes.

Tomé con las manos unos cuantos papeles y los examiné. Algunos eran hojas de cuaderno arrancadas, rotas por la mitad y arrugadas. Venían escritos sus poemas a mano, algunas reflexiones a las que no encontré significado por estar incompletas, dibujos muy sencillos, notas de la escuela o exámenes reprobados.

De entre todos ellos, leí a detalle una de las muchas hojas amarillas que Matthew me ocultó la vez anterior. Era, al parecer, una receta médica. La leí sin cuidado, pero me rendí pronto al no saber para qué servían los medicamentos. Sin embargo, lo que acabó por robarse mi atención en ese momento fue el encabezado impreso en todas esas hojas.

No venían de un médico u hospital comunes, sino de un psiquiatra y de una institución mental.

Me rehusé a creerlo, por eso me agaché y recogí tantas como pude del suelo para verificar que no estuviera loco. Todas decían lo mismo, pero tenían fechas diferentes. Algunas eran de hacía cuatro o cinco años, otras eran algo recientes.

Las manos me comenzaron a temblar, mis piernas se sintieron débiles. Tuve que soltar esos papeles por la paz. Había descubierto algo que tal vez Matthew no quería que supiera.

Decidí regresar de inmediato con la Señora Belmont para contarle que su hijo estaba desaparecido. Di media vuelta y me encaminé a la puerta con el corazón acelerado. Solo que esta vez algo peor me detuvo.

Miré hacia mis pies en cuanto lo sentí. El suelo estaba mojado.

No me lo pensé dos veces, fue instinto y una obviedad que corriera hacia su baño, que era de donde provenía el agua y el lugar donde menos pensé en buscarlo.

—¡Matthew! —grité mientras tomaba el picaporte con ambas manos y lo trataba de girar, sin éxito.

El charco en el que estaba parado siguió expandiéndose por toda la recámara, pero también cambiando de color. Era de un rosa muy tenue, lo sabía porque las hojas sumergidas ya no se veían blancas.

—¡Ayuda! —Llamé a su madre en una fuerte exclamación fue lo único que se me ocurrió.

Empujé la puerta una y otra vez con el cuerpo en un intento desesperado de que cediera. Cada vez que la tonalidad del agua parecía oscurecerse, mi pánico aumentaba y también mi insistencia en saber qué había dentro del baño que me producía tanta angustia.

Escuché los pasos acelerados de su madre recorrer el pasillo y llegar. Mi voz aterrada seguramente la hizo venir lo más rápido posible.

—¡Está encerrado aquí! —dije con los ojos ya escocidos en lágrimas.

No me percaté de lo que ella hacía a mi espalda por estar tan concentrado en abrir. El dolor de mis hombros y brazos por las embestidas importó muy poco en aquel momento. No me rendí, seguí empujando y llamándolo como si de eso dependiera mi vida.

—¡Golpea el picaporte con esto! —De inmediato, su madre me tendió un bate de béisbol que ni siquiera supe de dónde sacó.

Obedecí sin hacer preguntas. Pateé la puerta en cuanto cedió y me adentré en uno de los escenarios más horrorosos de todos.

El agua que escurría a chorros de la bañera era rosa cuando caía y roja cuando se acumulaba dentro de ella. Había vapor por todo el interior, olor a metal y Matthew hincado en el suelo, cabizbajo y de espaldas a mí.

—¡Matthew! —Cuidé mis pasos, pues podía resbalar.

Me lancé a él antes de analizar la situación por completo.

Matt recargaba la frente sobre el borde, sus ojos estaban cerrados y su cuerpo inerte. El brazo izquierdo tenía muchos cortes, desde el hombro hasta los dedos y estos no paraban de sangrar.

El brazo derecho, en cambio, no parecía tener nada que se le comparara, pero era el que sumergía bajo el agua caliente.

Lo tomé por los hombros y tiré de ellos en dirección opuesta. Su cabeza se inclinó hacia atrás como si el cuello ya no soportase su peso.

Metí una de mis manos al agua para tomar la suya, pero mis reflejos la apartaron de golpe a causa del dolor de quemarme con ella. Me costó más de lo esperado sacar su brazo, pues el agua hervía. Mis quejas a ello vinieron acompañadas de lágrimas y exclamaciones de desesperación.

Lo arrastré hacia afuera. Solo así conseguí librarlo por completo de la bañera hirviente sin lastimarme también.

Al examinarlo, vi su brazo humeando en carne viva, con unas cuantas ampollas. Pero lo que distinguí con más claridad fue ese largo corte vertical que me explicó por sí mismo la razón de que lo sumergiera.

—¡Ambulancia! —Volví a gritar, pensando que la Señora Belmont se había quedado solo como una espectadora.

Ella no se encontraba ahí, había corrido al teléfono mucho antes de que yo se lo pidiera. Los adultos reaccionaban más rápido a estas situaciones que un niño como yo.

En lo que aguardábamos por la ayuda, tomé a Matthew en mis brazos y lo abracé con fuerza.

—¡No! ¡No! —exclamé. Hundí mi cabeza en su hombro para ahogar todas esas malas sensaciones que esto me producía.

Sus extremidades colgaban a mi lado y me empapaban la ropa de sangre. Lloré como jamás lo había hecho, temblé igual que si sufriera de algún choque eléctrico constante, sentí morir a mi interior con lentitud y frialdad de la misma manera en la que Matthew se desangraba.

No pude pensar en nada coherente o positivo que involucrase aquel horroroso momento, a esta trágica e indeseada vivencia.

Me separé un poco para verle el rostro y verificar una última vez que continuara entre nosotros. Le quité el largo fleco de la cara, volví a llamarlo por como mejor lo conocía, lo abofeteé y sacudí varias veces.

En medio de un ataque de ansiedad, lágrimas y preocupación incontrolables, tuve una sensación de esperanza efímera porque conseguí lo que más quería: Que estuviera vivo.

Solo que aquella breve reacción suya acabó conmigo; me destrozó.

Las facciones de un Matthew cada vez más pálido comenzaron a tensarse. Sus párpados dejaron de estar entreabiertos y se apretaron ante mi presencia, expulsando lágrimas. El cuerpo le tembló más que a mí, su respiración se volvió agitada y ruidosa.

—Lo siento... lo siento... Carven. 

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