Capítulo 30
Este dolor era tan... indescriptible y profundo. Ni las palabras ordinarias ni las metáforas eran suficientes para plasmar correctamente todos los sentimientos que me abrumaron en ese momento, cuando él cerró la puerta a su espalda no con agresividad, sino con una suavidad y cuidado impresionantes.
Un hueco inmenso se formó en mi corazón, acompañado de la pesadez de saber que Matthew, que contribuía bastante al alcance de mi felicidad, acababa de abandonarme sin dejar que me excusara o lo acusara como cómplice de nuestras heridas mutuas.
Matthew se había ido. Ni siquiera era capaz de procesar la idea en sí misma.
Permanecí en el interior del auditorio a saber por cuánto tiempo. No volví a mis clases por temor a que los demás notaran en mis ojos hinchados y en mi rostro enrojecido que algo malo sucedió. Quería desaparecer, que nadie me buscara o preguntara por mí.
La ausencia total de luz me sumergió en una oscuridad impenetrable, tan vacía como lo fui yo en su momento. Igual que si tuviese los ojos cerrados, soñé despierto mientras las lágrimas continuaban recordando momentos buenos y malos junto a él.
No hice escándalo, pues si me detenía a escuchar mi propio dolor, jamás pararía de desahogarme. Estaba muy frustrado, muy herido, demasiado cegado por mi desmesurado sufrimiento. Era incapaz de utilizar la razón por sobre mis emociones.
Mi corazón dolía con la suficiente intensidad cada vez que repetía la reciente imagen de Matthew yéndose sin expresar sentimiento alguno. Mis lágrimas resurgían en el momento en que su rostro y sus ojos tan negros y poco brillantes se cruzaban por mi mente, como manchas frescas y negras sobre una pared blanca; demasiado notorias.
Sostuve mi camisa con ambas manos, la jalé como si quisiera desprenderme de ella y de mi propia alma. Apreté los dientes e incliné la cabeza hasta que casi se dio contra mis rodillas. Sentarme en la segunda fila de asientos rojos disminuyó un poco esta aterradora sensación de soledad.
Tuve que lidiar con un ataque de ansiedad sin nadie que pudiera auxiliarme o tan siquiera verme y consolarme. Temblé sin control, respiré con extrema rapidez, alcé las piernas y las pegué a mi pecho por miedo a que el suelo se cayera y muriera bajo la negrura de su abismo.
Me sequé los ojos con violencia, maldije decenas de veces y, si no abría la boca para insultarme a mí y a mi estúpida condición, buscaba recuperar el aire por temor a asfixiarme y perecer.
La temperatura de mi cuerpo se elevó, trayendo consigo un sudor desenfrenado que representó mi extrema angustia. El aire que se respiraba dentro de este inmenso lugar hervía en el interior de mis pulmones y los quemaba con ardor, causando que me quejara ante la sensación de sofoco.
—Matt... —Su nombre e imagen fueron lo único que siguió fijo de entre la turbulencia de mis adentros.
Sostuve con fuerza el descansabrazo a mi izquierda, apreté los párpados y busqué encontrar calma en el lugar más silencioso del mundo. Seguir temblando sin mucho control, junto con los mareos y el agotamiento, volvieron de esta tarea todo un reto, una pesadilla, un infierno.
—¿Por qué? —Volví a lamentarme mientras soportaba todos mis malestares internos y externos.
En realidad, no recuerdo si aquella vez me quedé dormido por culpa del agotamiento, o me desmayé por la misma razón. Lo único que sé perfectamente, es que desperté de nuevo siendo yo mismo, con los temores habituales y mi mente trabajando con un poco más de normalidad.
Ya no sudaba, sino que ahora la tan acostumbrada temperatura del auditorio enfrió mi cuerpo de más. Estuve abrazado a uno de los asientos cerca de una hora o dos, como koala a un árbol. Me senté correctamente y me llevé las manos a la cara para tallarla y reanimarme.
Me alboroté el cabello y forcé la vista para que pudiera distinguirme a mí mismo, sin éxito. Mis ojos apenas conseguían quedarse abiertos de tanto que lloré. Ardían y se hallaban bastante hinchados y enrojecidos. Al recordar las razones, fue casi imposible no volverlo a hacer.
Dolía el final de lo nuestro, por eso me rehusé a creerlo aun cuando Matthew pisoteó y dejó moribundas a cientos de las mariposas de Hanabi que vivían en mis entrañas, que nacieron y revolotearon por él.
Volví a hundir el rostro y a preguntarme qué había hecho mal. Admití a Isaac como el puente que me condujo al peor de los errores, pero al final la decisión de que todo ocurriera solamente fue mía. Por eso lo pagaba con tanto sufrimiento.
—Lo siento... —Deseé que Matt pudiera escucharme donde quiera que estuviera.
Apoyé la frente en mis rodillas y me cubrí con los brazos. Permanecí en esa posición durante varios minutos, hasta que un ruido repentino interrumpió mis inquietudes y me puso en alerta.
No alcé de inmediato la vista para no delatar que continuaba en el auditorio sin ningún tipo de permiso. Me limité a escuchar los pasos solitarios de esa persona.
Matthew era el único en todo el instituto que sabía dónde estaba en ese momento, además, no era hora de ensayos para que alguien que no fuera él apareciera en el auditorio.
Me tranquilicé lo más que pude, sin cambiar de posición. No quería que me viera de este modo tan vergonzoso, vulnerable y herido. Le provocaría pena y lástima, como si yo no fuese capaz de salir adelante sin él.
«Es una vergonzosa verdad, pero él no debe notarla», pensé.
Oí sus pasos acercándose, lentos y dubitativos. Si tanta culpa sentía por haberme dejado varado como imbécil, como la escoria que no merecía despedidas, entonces entendía sus dudas al andar.
La puerta se quedó entreabierta, dejando que la luz del exterior iluminase un poco dentro del auditorio. Fue complicado esconder mi llanto tras notar que ya estaba de pie a mi lado, metido en la fila donde yo decidí desaparecer. Me rehusé a alzar la vista para que él pudiera decir algo primero.
—¿Carven?
Se me encogió el corazón y mi garganta se cerró con un nudo. No fui capaz de alzar la vista ni para confirmar que había enloquecido. Permanecí congelado en mi posición, con los ojos abiertos por la sorpresa. Porque, efectivamente, este no era Matt, ni Isaac o cualquiera de mis dos amigas.
Era Boulluch.
—¿Qué hace aquí? —Volvió a preguntar.
No pude decirle nada, pues mis sentimientos continuaban pisoteándome. Al tenerla tan cerca y llena de curiosidad por mí, acabé por obligarme —sin decir casi nada— a mostrarle la verdad.
Con vergüenza, giré un poco el rostro y miré hacia la derecha, hacia donde Boulluch yacía de pie. Con su poca altura no fue complicado encontrarme y sentirme cerca de sus ojos, tan seguros y penetrantes.
Antes de percatarse de estuve llorando y que estaba por hacerlo de nuevo, la profesora mantuvo un semblante cargado de seriedad y firmeza, dispuesta a regañarme. Pero el cambio repentino de sus gestos indicó que se había dado cuenta de mi realidad. Frunció las cejas en busca de una explicación, sus labios se relajaron como los puños a sus costados.
—¿Se encuentra bien? —Boulluch jamás me había hecho tantas preguntas.
Volví a hundir la cabeza, esperando ahuyentarla. Sin embargo, y para mi mayor sorpresa, escuché desde la oscuridad cómo se sentaba a mi lado.
«Váyase, por favor. Déjeme solo. No la quiero aquí...».
Busqué calma una vez más, pero la presión de que alguien estuviera observándome y oyéndome me complicó la tarea. Esperó alrededor de un minuto antes de atreverse a recargar una de sus manos sobre mi hombro. Lo apretó con muy poca fuerza, pero bastó para sentirme menos solo.
—¿Puedo preguntar qué ha sucedido? —dijo.
De inmediato me negué. Nadie tenía por qué saber el motivo de mi dolor, mucho menos una mujer mayor que no comprendería nada del caos que enfrenté los últimos tres meses. A su edad era seguro que las relaciones con chicos le parecieran una total aberración, justo como mi padre lo creía.
—No puedo ser considerada profesora si no veo por mis alumnos, ¿comprende? —Su voz era muy diferente a la que empleaba cuando ensayábamos.
Aquí Boulluch no gritaba, desafiaba o humillaba, sino todo lo contrario. Sonaba mucho más compasiva que mi madre, más preocupada por mí. Me dijo las cosas con amabilidad y cuidado para que entráramos en confianza y le contara mis problemas, pero yo no estaba dispuesto a hablar. No podía confiar en ella.
—Las personas no lloran de esta forma por pequeñeces. —Continuó ante mi falta de participación.
Y menos los hombres, claro. Así me lo habían hecho creer desde siempre. La sociedad planteó desde tiempos remotos que los hombres no debíamos llorar, que no debíamos ser vulnerables ante situaciones dolorosas. Estableció en leyes no escritas que nos tragáramos los sentimientos y emociones que más deseábamos expresar y liberar porque nos quitaba fortaleza. Y lo odiaba, en serio lo odiaba.
—Fue por un mal de amores, ¿no es así?
Boulluch dio justo en el clavo sin conocer nada de lo que éramos mi vida, mi presente y yo. Dedujo mi situación como lo haría cualquier persona inteligente, ya que el amor casi siempre era una de las principales causas de la mayoría de los problemas.
Intenté esconder mi reacción para no responder, ya que podría insistir en que le revelara mi historia y, con ello, mi secreto mejor guardado.
—En realidad no sé por lo que está pasando, pero me preocupo por usted. —Se hizo oír de nuevo—. Es mi coprotagonista, hemos trabajado juntos por tres largos y productivos meses. Quisiera ser una persona en la que pueda confiar y apoyarse. Le garantizo apoyo y discreción si abre su corazón a mí.
Hablaba como si fuera un libro de autoayuda. Puse los ojos en blanco desde mi escondite bajo los brazos y solté un ligero suspiro, enfadado. Los adultos de mi entorno nunca comprenderían esto; sacarían conclusiones erróneas, precipitadas, hirientes.
—Porque callarse las cosas, a la larga, le hará mucho más daño.
Fue inevitable no reaccionar a su oración con un ligero sobresalto, ya que era demasiado cierto. El que no pudiera decirle a nadie más lo que me sucedía me provocó una dolorosa impotencia que con el tiempo se acumuló. Por eso la bomba de tiempo en la que me convertí acababa de explotar con lágrimas y ansiedad.
—No lo va a entender, profesora —Me atreví a decir.
Me alcé en el asiento, solo lo suficiente como para que mis codos se apoyaran sobre mis muslos y mi rostro sobre las manos. Sequé la humedad que se quedó impregnada en mis mejillas, me tallé los ojos y sonreí a medias para tomarme mi presente como una anécdota más divertida que dolorosa. Así, también me burlaba de mí mismo y mi incompetitividad.
—Quizás no —admitió, mirando hacia la puerta entreabierta del auditorio—, pero puedo escuchar cualquier cosa que quiera decirme. No busco juzgarlo, sino aligerar el peso de su silencio.
Que se dirigiera a mí de aquel modo era en verdad sorprendente e inesperado. De una mujer tan seria como ella, tan exigente y de pocas sonrisas, había una atención aparentemente sincera que tal vez nunca me volvería a ofrecer.
Durante esos segundos dentro del auditorio aproveché la oscuridad y el silencio para pensar en si debía decirle sobre mi recién terminada relación con Matthew. Boulluch garantizó que no le diría a nadie sobre nuestra conversación y que se limitaría a escucharme sin opinar mientras no se lo pidiera, así que por un momento quise confiar.
—Me enamoré de quien menos debía —Decidí no dar demasiados rodeos, ir al punto para que la carga saliera mucho más pronto de mi cuerpo y mente.
Asintió con un movimiento de cabeza, aún sin quitar su mano de mi hombro. Vi en sus gestos que tenía algo qué decir, pero acabó quedándose con los labios cerrados. De esta forma me dio tiempo ilimitado para desahogarme sin interrupción.
—Y salí lastimado por eso.
No quise agregar nada más porque creí que sería suficiente con esta simple y para nada reveladora información. Sin embargo, no me sentí mejor. Aún seguía ese dolor punzante en el pecho, ese nudo sofocante. Aunque quisiera escupir de una vez por todas la verdad, seguía siendo muy cobarde como para revelarla.
Boulluch siguió notando en mí inquietud y desesperación como prueba de que todavía no habíamos solucionado nada. Sintió entonces la necesidad de hacerme las preguntas que creí que no realizaría para que yo tuviera más facilidad de revelar poco a poco todo lo que aconteció.
—¿Un amor prohibido? —Comenzó a adentrarse en mi mente, tomando precauciones—. ¿Keira, tal vez?
Negué con la cabeza, un poco asombrado y decepcionado al mismo tiempo por la forma tan rápida en la que sacó un nombre familiar y cercano... pero de mujer. Ella creía que me gustaban las chicas, después de todo.
—Fue un hombre el que me lastimó. —Le di una pista rápida y directa. Al imaginarme de nuevo el rostro de Matthew, tan frívolo y distante, se me escocieron los ojos.
Volvimos a sumirnos en la afonía de nuestra soledad. No quise ver directamente a Boulluch, pero me sentí con la obligación de hacerlo para determinar a través de sus gestos qué era lo que pensaba ahora de mí tras sacar sus conclusiones. Estaba sorprendida, obviamente, pero no asustada o asqueada.
Pasaron unos cuantos segundos que se sintieron eternos. No obtuve de este desahogo algún nuevo beneficio, pero sí mayor tranquilidad.
—A él le daba miedo que nuestros conocidos y familiares se dieran cuenta de lo nuestro, todavía más que a mí —La carga comenzó a disminuir, finalmente—. Engañamos a la gente que más nos apreciaba y nos metimos en más problemas de los que teníamos.
En mi mente se proyectaron todas esas imágenes y momentos con Matthew. No supe si sonreír por lo gratificantes que fueron, o recaer en mi drama al darme cuenta de que ya no los viviríamos más.
Fue entonces cuando, sin pensármelo dos veces, solté toda la verdad. Le dije quién era este chico, cómo comenzó nuestra historia, lo que hicimos, nuestros defectos, peleas, conflictos familiares, miedos, infidelidades y abusos. No me callé nada.
Boulluch escuchó atentamente cada oración que le mencioné, conmovida y emocionada. Si yo no tuviera el corazón destrozado, me habría contentado con sus gestos, sus exclamaciones y sus cortas opiniones de aprobación o desaprobación.
Relatar tres meses de noviazgo secreto no fue demasiado tardado, ya que preferí contarle solo los acontecimientos más importantes que nos hicieron llegar hasta este triste final. Ella permitió que me tomara pausas para llorar y calmarme, como toda buena oyente silenciosa.
Le expresé mis pensamientos más ocultos, mis temores y pesadillas, las debilidades que siempre me hacían ceder a él y también las actitudes que Matthew tomaba conmigo, tanto las buenas como las malas. Introduje a Boulluch —en menos de dos horas— a los cimientos de nuestro extinto romance.
Ser el único en hablar, hizo que su presencia se redujera y volviera a sentirme solo. Tan pronto como terminé, le pedí ayuda. Un consejo, una forma para que dejara de sentirme como el único culpable, una solución para superar mi presente y seguir adelante con éxito.
Mi mayor preocupación a estas alturas —además de la ausencia del amor al que ya me había acostumbrado— era la obra. No estuve completamente seguro de si podría verlo a él con la misma energía que en los ensayos anteriores o en nuestros ratos a solas. Tenía miedo de no poder controlar mi inestabilidad emocional si se paraba frente a mí.
—Joven Devine, Matthew le esconde muchas cosas —Tomó mi mano y la apretó con cuidado—, pero sabe persuadirlo para que no se dé cuenta.
Me sentí estúpido. Yo era bastante manipulable, como cualquier juguete, como cualquier persona para él; por eso Boulluch usó su última opinión queriendo acercarme a una nueva perspectiva sobre mi relación con Matthew.
—Conociéndolo de todos estos meses, me he percatado de ciertos puntos importantes. —Por mi bien, hizo de lado las dudas y expresó lo que pensaba, sin preocuparse por mis sentimientos—. En primer lugar, que es un excelente actor.
Eso era innegable.
—Y en segundo, que no está mentalmente bien.
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