Capítulo 28
Matthew me salvó la vida desde el momento en que consiguió que vomitara todas las sustancias mezcladas en mi interior. Nunca vi la luz al final del túnel ni nada parecido después de quedarme inconsciente en el asiento trasero del auto de Isaac.
Quizás solo estaba cansado de todo, de mi presente, de quién era. Dormir en mi condición era igual de peligroso que cuando te golpeaban en la cabeza y sentías ganas de dormir. Al menos a mí, cuando era niño, me dijeron que no me durmiera después de un golpe así o caería en coma.
Pero estaba vivo, seguía respirando. Mi alma continuaba dentro de mi cuerpo y, por aquella razón, necesitaba obedecer a lo que tanto me pedía. En este caso, descansar. Me disculpé mentalmente con Isaac y Matthew; sabía que pegar los párpados los preocuparía mucho más, pero ya estaba harto de mantenerme consciente.
Me rendí.
Dejé que mi mente me llevara a un mundo lejano, disfrazado de sueños. Mientras no tuvieran que ver con un océano abismal, gris y turbulento, yo estaría bien; no tendría necesidad alguna de despertar pronto.
No recuerdo lo que soñé, pero no fue una pesadilla. Desperté calmado y con un dolor de cabeza más leve que el de la noche anterior. Estaba cobijado, sin nada puesto más que la ropa interior. No olía a podrido, pero cualquiera reconoce el —igual desagradable— olor a la resaca.
La suavidad de las sábanas causó que me acurrucara, que acercara mis rodillas al pecho y hundiera el rostro en la almohada. Olía bien, pero no era ni el aroma habitual de mi habitación ni la de Matthew. Este sitio era nuevo en su totalidad.
Miré en todas direcciones y examiné el lugar. Se hallaba vacío casi por completo, exceptuando un buró junto a la cama, una tele colgando del techo y dos sillas simples, cerca de la puerta de madera. El aire era fresco, el día un poco nublado.
Me puse de pie y me acerqué lentamente a la ventana para buscar algún sitio que me resultara familiar. Solo vi techos de casas, calles y la ciudad, muy a lo lejos. Permanecí de pie por algunos minutos, viendo sin interés hacia la calle, pero muy concentrado en los pensamientos que mi conciencia —por fin recuperada— creaba.
De alguna u otra forma tenía que hallar respuestas a por qué desperté en la habitación privada de una clínica de aspecto costoso, solo, sin recuerdos.
Volví a la cama, pero nada más para sentarme. Ahí, comencé a hacer memoria de todo lo que aconteció después de que mis amigos abordaron mi hogar. Desafortunadamente, no pude recordar más allá de cuando me encontraba sentado en mi sala con los drogadictos. En ese lugar fue donde creí haber perdido todas mis capacidades de razón y visión; aunque al terminar hospitalizado, comprendí que fue mucho más que eso.
«¿Qué sucedió?».
Me examiné el cuerpo en busca de heridas físicas. Lo primero que creí fue que me había caído, golpeado muy duro y perdido el conocimiento; que mis amigos se preocuparon mucho por mí y me trajeron para que sanara. Por fortuna no tenía manchas o dolor en casi todo el cuerpo, salvo en la espalda.
El estómago me ardía y se percibía mucho más vacío de lo normal, como si alguien lo hubiera sujetado y exprimido. Tenía la garganta irritada, mis párpados pesaban tanto como mi cabeza y mi cuerpo en general se encontraba débil, friolento y ligeramente tembloroso.
Ante el terrible agotamiento y la falta de memoria, lo menos que pude hacer fue hundirme de nuevo bajo aquellas sábanas de aroma a lavanda y esperar a que alguien viniera. Pero mientras eso sucedía, caí dormido de nuevo.
El primero en entrar para despertarme, fue un doctor que vestía su clásica bata blanca, se peinaba la cabellera rubia y canosa hacia atrás, portaba lentes de grueso armazón y, por la edad y el trabajo, ya contaba con pocas arrugas.
Parecía un hombre agradable. Lo creí porque sonrió cuando me vio despertar al mínimo ruido.
—Hola, Carven —comenzó—. Soy el doctor Thompson, el padre de Isaac. Sé que tienes muchas preguntas respecto a lo que sucedió y dónde estás, porque imagino que no recuerdas nada.
Me senté para que no viera irrespetuosa mi posición. Agaché la cabeza y jugueteé con mis dedos para esconder la vergüenza monumental que invadió cada rincón de mi ser. Nunca pensé que el padre de un amigo cercano me conocería de semejante manera y en terribles circunstancias.
La clínica estaba a quince minutos de mi casa en auto, sin tráfico. Jamás escuché de ella. Me explicó con un poco de detalle que su hijo y otro chico me habían traído afirmando que tenía una sobredosis de medicamentos y que creían que moriría. Yo no podía dejar de sorprenderme por todo lo que el doctor comentaba.
Mis recuerdos no proyectaban absolutamente nada, por más detalles que agregó.
—Si ese chico no hubiera hecho que vomitaras, ya no estarías con nosotros —afirmó con aquella frialdad tan característica de los médicos—. Te trajeron aquí ya limpio. No tuvimos que intervenir.
Yo no conseguía reaccionar del todo a lo que me contaba. Me perdí creando cientos de escenarios en mi cabeza para retratar la noche anterior con la misma exactitud de sus palabras y descripciones.
Mencionó que no llamaría a mis padres para contarles lo sucedido ni para reclamar los gastos de la clínica. Pues al haber cumplido ya dieciocho solo tenía que consultar mi seguro de vida y realizar, por primera vez, trámites adultos y aburridos en privado. Sentí un gran alivio al saber que esta historia jamás se divulgaría con mi familia y que podría mantenerla en secreto.
Iban a darme de alta dentro de un par de horas. Mientras esperaba quise tratar de recordar lo que pasó, pero no pude.
Pues una vez que el doctor se despidió cordialmente de mí y salió, entró Matthew apresurado. Al principio se plantó en la puerta y comenzó a examinarme, como si lo que viera fuese un espejismo.
Antes de abrazarme nos vimos a los ojos con cierto alivio, avisando que todo estaba bien ahora. Esperé que dijera algo, pero en su lugar se acercó con rapidez para que el tiempo de nuestro abrazo fuera más largo.
Dejé que rodeara mi debilitado cuerpo con sus brazos y que apoyara la cabeza sobre mi hombro. Seguí en silencio para que él pudiera manifestarme todo el alivio le producía verme bien. Me tomó de la nuca, acarició mis cabellos, olió el aroma de la piel de mi cuello, rozando la nariz con mi oreja. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Creí que morirías. —De nuevo pareció a punto de quebrarse, pero de alegría—. Me asusté demasiado.
Su preocupación hizo que me sintiera bien y olvidara por un momento el dolor físico. Le respondí el abrazo con el mismo entusiasmo, sonriendo a medias. Él no quiso despegarse de mí tan rápido, pero cedió cuando se lo pedí porque quería que me contara a detalle lo que había hecho.
Fue honesto conmigo al admitir que me descuidó por estar con Keira, fingiendo amor. Añadió también algunos desastres ajenos a nosotros, pero al instante me tranquilizó diciendo que nada se dañó en mi casa y que Keira y Hanabi se quedaron el resto de la noche a limpiarla por mí.
—Te están esperando en casa de Hana, están muy preocupadas. —Me informó—. Isaac ya les dijo que estás bien y, bueno, yo lo confirmo ahora mismo.
Después de ese paréntesis, siguió contándome todo lo que recordaba y lo que otros le contaron. Habló del ambiente, de los invitados, mencionó un montón de cosas insignificantes que en realidad no llevaron a ningún sitio que me hiciera saber qué era exactamente lo que había sucedido conmigo.
Sin embargo, las cosas tomaron un rumbo muy diferente cuando mencionó a Isaac y lo que hizo para sacarme de la mesa de fumadores de hookah. Admitió no habernos visto por estar con su novia en aquel pasillo de parejas cuando yo entré con Isaac.
—Yo no los vi —Su voz, tan serena, empezó a producirme una ligera inquietud—, pero Keira me dijo que pasaron junto a nosotros y que se quedaron de pie justo a un metro de mi espalda.
Isaac me abrazó para evitar que cayera sobre los que se besaban al lado, para cuidarme y calmarme. Pero no podía recordar más. Un rubor casi imperceptible se posó en mis mejillas cuando aquellas imágenes volvieron a mi memoria.
—La vi hace unas horas antes de venir, ¿sabes? —Poco a poco, la actitud de Matthew cambió—. Estábamos hablando de ti.
Comenzó a apretarme la mano que él sostenía por en medio de los dos. Tensé un poco los labios, pero me callé la incomodidad.
—Keira estaba muy confundida, de repente me preguntó si eras gay. —Sonrió a medias, bajó la voz.
Sentí una molesta presión en el pecho, las piernas me temblaron bajo la sábana y se me formó un nudo en la garganta. Clavé los ojos en él y casi no parpadeé, creyendo que eso aligeraría el futuro peso de sus palabras.
—Obviamente me reí y le dije que la idea era absurda. —Me enterró una de sus uñas entre los nudillos del índice y el dedo medio—. ¿Pero sabes qué me respondió?
Mi respiración se aceleró. Ni siquiera sabía la respuesta exacta de aquella interrogante, pero ya me consumía. Me atreví a negar con la cabeza, sin apartarle la mirada ni manifestar mis emociones ante el suspenso.
«¿En qué momento esto se volvió una tortura emocional?».
—Que te vio besando a Isaac. —La forma en la que citó las palabras de Keira me estremeció.
La habitación se sumió en un tétrico silencio. La mano ya no me dolía porque él la soltó abruptamente. Una vez más, en un lapso muy corto de tiempo, no pude reaccionar.
Quería creer que no lo decía en serio y que solo bromeaba cruelmente conmigo. Sin embargo, y tras oírlo, una imagen muy difusa se proyectó en mi memoria para hacerme ver que no mentía del todo.
—Yo no lo recuerdo. —Busqué alguna forma de defenderme y de ignorar mis propias visiones—. Puede que ella lo malinterpretara por culpa del alcohol.
Chasqueó los dientes y negó mis palabras.
—Ella no estaba ebria, Carven. —Alzó las cejas y continuó sonriendo con ironía—. Te vio besándolo justo detrás de mí.
Mis ojos, casi por reflejo a mis culpas, se humedecieron. Esto era increíble. Verdaderamente increíble. Todo lo que arribó mi mente y mis emociones en ese instante tan tormentoso me resultó imposible de describir. Solo sé que fue una carga demasiado pesada y que Matthew no iba a dejar que hallara calma.
—¿Me engañaste, Carven?
Matthew me bombardeó sin piedad a causa de un dolor emocional que yo mismo le causé. En menos de un minuto, logró dar en un montón de mis fibras más sensibles. Todo el cuerpo me tembló; apenas podía controlarme.
No le pude responder. Y no porque siguiera dudando, sino porque sabía que realmente lo había hecho días atrás, en la oscuridad de mi habitación.
Se levantó en silencio de la cama tras ver que no contestaría. Dándome la espalda, andando con firmeza y sin echar una última mirada en mi dirección, Matthew se alejó lentamente de mí.
Sentí que todo lo que habíamos logrado hasta ese día se me estaba yendo de las manos con una inmensa facilidad. Si él salía por aquella puerta sin escuchar mis excusas, quizás nunca volvería. La sola idea de que lo nuestro podría terminar me aterró.
—Estaba ebrio... —mencioné de la nada, sin pensarlo, sin medirme.
El chico se detuvo en seco, se giró un poco y me miró de una forma que jamás había visto; con odio y decepción.
—En serio, Matthew, no lo puedo recordar. —Esta vez me fue imposible contener las lágrimas. Quería que él las viera para que se percatara de que todo lo decía sin una pizca de duda, aunque mintiera.
Abandoné la cama y me acerqué a él. Permanecí de pie a su espalda, tal y como seguramente lo hice cuando besé a Isaac. Él se quedó muy quieto frente a la puerta, con la mano ya en el picaporte.
—¿Por qué me hiciste esto, Carven? —Se llevó una mano a la cara, la voz se le quebró—. Por un momento creí que eras diferente.
Aunque sus palabras fueron hirientes, me molesté. Yo no podía ser el único culpable de que hubiéramos llegado a este punto. Matthew quería persuadirme para que me derrumbara tal y como estaba lográndolo en ese instante, que me disculpara con él hasta el cansancio.
Él necesitaba que mi error se engrandeciera lo suficiente para que nos olvidáramos del suyo, uno que yo mismo acepté desde los inicios de nuestra relación a causa del miedo.
Las lágrimas cesaron poco a poco. Mi mente comenzó a despejarse.
—¿Y qué hay de lo que tú haces con Keira? —Me sorprendí por mi voz que, por encima de mi llanto, sonó bastante seria—. ¿O acaso yo soy el único infiel?
Matthew se tensó. Regresó la vista a donde yo estaba, irritado. Volvimos a quedarnos mudos, mostrando con nuestras caras lo enojados que empezábamos a sentirnos. Por lo visto, mis interrogantes lo ofendieron tanto, que la cólera rebasó a su razón en menos de un parpadeo.
Me empujó con ambos brazos, consiguiendo que retrocediera y cayera con brusquedad frente a la orilla de la cama. Vi sus puños apretados, su rostro muy enrojecido. Respiré con agitación, agaché la cabeza, pero no dejé de observarlo. Tensé los labios, pidiendo al destino que por favor esto no acabara mal.
Matthew se dio cuenta de lo que acababa de hacer cuando se acercó y vio mi rostro con más claridad. Tenía miedo de él y lo percibió en mis ojos, por eso no se acercó. Sus gestos cambiaron repentinamente; ya no parecía furioso, sino lleno de ansiedad.
Lo vi retroceder de nuevo, quizás arrepentido, pero todavía muy inquieto.
Se apartó unos pasos, aproximándose al buró junto a la cama. Para sacar toda esa incontenible frustración sin tener que meterse conmigo, tomó el florero de encima y lo estrelló contra la pared, partiéndolo en cientos de pedazos. El impacto y el ruido hicieron que me agachara, me llevara las manos a la cabeza y cerrara los ojos.
—¡Todo esto es tu culpa! —exclamó.
Comenzó a maldecir en voz alta, sin mucho control. Agarró el buró con ambas manos y lo derribó, lo pateó y lo golpeó como también lo hizo con la pared unas cuantas veces, sin cansarse. Gateé por el piso para alejarme lo más posible de él.
No dejé de mirarlo, asombrado. Aquella era una de las tantas facetas que Matthew nunca dejaba salir a la luz y que en ese momento conocí. No esperé jamás tener que contemplarlo en ese estado de enojo tan atemorizante.
—¿Por qué me hiciste esto? —repitió varias veces.
Hacía mucho ruido, dañaba el mobiliario y se dañaba a sí mismo sin ser consciente de que se excedía. Los nudillos comenzaron a sangrarle, sus dedos se moretearon. Había manchas de sangre en el piso, su ropa y el mueble que siguió pateando.
—¡Basta ya! —Alcé la voz—. ¡Basta, Matthew!
Matt salió de su crisis repentina cuando escuchó que le grité. Se quedó quieto en su lugar, igual que una estatua. Comenzó a respirar muy rápido, sus manos temblaban. Miró a todas direcciones, como si apenas descubriera el desastre que él mismo causó. Lucía desorientado, confundido y aterrado.
Toda esa descarga de ira se llevó gran parte de sus energías; se dejó caer hasta el suelo y comenzó a llorar. Primero observó sus manos magulladas, después a mí con extrema sorpresa. Se le iba el aire. Yo también lo miré a causa de lo que acababa de presenciar, tenso y horrorizado.
—Carven, yo no quería... —Se alejó hasta la pared junto a la puerta, todavía sin levantarse del suelo—. Yo no...
Pero un par de enfermeros ingresaron de inmediato para averiguar qué acababa de suceder. Sin hacer preguntas, tuvieron que llevárselo entre forcejeos. Matthew no paró con sus disculpas ni con su llanto mientras lo sacaban de la habitación.
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