Capítulo 27
Nadie hacía fila para entrar al baño de arriba, por eso pude quedarme en él todo el tiempo que quise. Isaac no me acompañó, solo fue mi soporte para llegar hasta el inodoro.
—Quédate aquí, ¿bien? Vomita si lo consideras necesario. Trata de calmarte lo más que puedas —sugirió con amabilidad—. Vendré dentro de un rato para ver cómo sigues.
Cerró la puerta, dejándome en la semioscuridad.
Al quedarme solo y en silencio, un gran cansancio me invadió. Me aproximé a gatas hasta la regadera, tambaleándome y apoyándome contra la pared. Traté de correr las cortinas para evitar que me estorbasen, pero al tirar de ellas los mareos causaron que me resbalara.
Creyendo estúpidamente que la cortina me sostendría, no la solté y me dejé caer. Además de estampar el rostro contra el suelo de la regadera, la cortina se rompió y me cayó sobre el cuerpo como una cobija.
Mi estado causó que no sintiera dolor alguno, por fortuna. Me reí en voz baja al darme cuenta de lo ridícula que era mi situación y lo que acababa de sucederme. Atraje más la cortina hacia mí y traté de hacerme un cómodo espacio en el suelo frío. No tenía náuseas, solo quería dormir y volver a ser yo cuanto antes.
La música siguió sonando con potencia en la planta de abajo, los invitados continuaban viviendo y aprovechando esa noche como si fuera la última. Como bien dijo Isaac, mi día había terminado en la solitaria regadera de mi casa y, por ello, no debía salir ni siquiera para buscar a Matthew y pedir que se quedara conmigo.
Me era insoportable esperar en un sitio como aquel, tan pequeño, cerrado y oscuro. No contaba con toda la paciencia del universo y necesitaba liberar la energía contenida con más risas, bailes, euforia. Así que de alguna u otra forma, tenía que desobedecer a Isaac por culpa de mis impulsos y supuestas necesidades.
Mi razonable yo insistió en que me quedara para esperar a que el nuevo día llegara, pero la otra versión de mí me regañó por no estar disfrutando de un día tan único como lo era mi supuesto cumpleaños. El Carven drogado y ebrio tuvo que ponerse de acuerdo con el miserable chico ermitaño y asocial.
«Saldrás, pero solo si estás tranquilo», comencé a acordar, como si se lo propusiera a otra persona. «Isaac se molestará si vuelves a perder el control».
Los efectos de mis mezclas extrañas no se irían pronto, aún me hallaba cargado de felicidad y energía. ¿Cómo calmar todo este desastre de persona que era?
Nadie piensa correctamente cuando está bajo los efectos de una tóxica combinación de sustancias. Eso lo comprobé perfectamente aquel día. Creí que se me había ocurrido la mejor idea del mundo, pero lo que vino después estuvo a punto de matarme sin que pudiera darme cuenta de ello.
«Solo tienes que tranquilizarte. Es todo».
Hice mi cobija plástica a un lado y traté de ponerme de pie. Fue mucho más difícil de lo que esperaba, pero bastante divertido también. Las cosas siguieron moviéndose, mi cuerpo se tambaleó como el de un bebé aprendiendo a caminar. Me sostuve del toallero que se adhería a la pared para levantarme.
Los ritmos de electrónica hicieron juego con cada uno de mis pasos. Si pudiera cargar con mi cuerpo, bailaría y giraría muy a gusto ahí, sin nadie que me viera para burlarse. No lo intenté porque no quería caerme y tener que volver a levantarme después de todo el esfuerzo anterior.
Me aferré a la pared durante unos cuantos segundos, ya que me inclinaba hacia adelante con facilidad y mis pies se enredaban. Por fin, cuando estuve frente al lavabo, di un par de pasos para pegar el cuerpo a la cerámica. Puse ambas manos sobre el espejo para que no estrellara la cabeza y lo rompiera.
Examiné mi rostro de arriba abajo para buscar las diferencias entre este Carven y el original. Estaba sudoroso, con las mejillas muy rojas. Mis ojos apenas conseguían mantenerse abiertos por la resequedad que las drogas traían como efecto secundario. Sonreí al encontrar pesadas y oscuras ojeras bajo mis ojos porque me recordaron a Matthew.
Abrí el pequeño gabinete tras el espejo y busqué con la vista lo que definitivamente me calmaría: Mis pastillas para la ansiedad.
Sostuve el frasco con ambas manos y traté de abrirlo. Mis temblores, mareos e irracionalidades volvieron de esta sencilla tarea una pesadilla. De un violento movimiento conseguí que la tapa finalmente cediera, pero al no ser cuidadoso ni sostenerme de ningún sitio, perdí el equilibrio y me fui hacia atrás.
Caí sentado, lastimándome el trasero y la espalda. Las pastillas me cayeron sobre la ropa y se esparcieron también por el suelo. Sonaron como un montón de canicas huyendo de mí. Me pegué en la cabeza contra la pared, pero de nuevo el dolor me fue indiferente.
Con los dedos, tomé una de las tantas pastillas del piso y me la metí de inmediato a la boca. La mastiqué a duras penas y me la tragué sin dificultades. Aguardé tres segundos, pero nada sucedió. Yo continuaba con esta emoción explosiva que tenía que ser erradicada lo más pronto posible. Opté por tomar otra más y aguardar el mismo tiempo. Las cosas siguieron sin cambios.
Primero fueron dos, después cinco. Cuando superé las diez dejé de contarlas.
No percibí cuánto tiempo pasó ni cuántas pastillas me tomé. Aun así, no tuve el efecto calmante tan rápido como necesitaba. Me rendí y dejé sobre el suelo las pocas que quedaron. Debía buscar otra alternativa si quería salir del baño renovado y estable.
Mientras pensaba, mi cuerpo se fue debilitando con una lentitud casi imperceptible.
—Carven, ¿estás aquí? —Escuché una voz por detrás de la puerta.
La persona no esperó a que respondiera. La abrió sin decir nada más, dejando que la luz de mi casa se filtrara poco a poco. Giré la cabeza en aquella dirección para ver quién era.
Sonreí de oreja a oreja al distinguir un rostro tan familiar como el de Matthew.
—¿Cómo estás? —preguntó creyendo que le respondería.
Entró y se aproximó hasta mi sitio con pasos acelerados. Se inclinó a mi lado y me tomó de las mejillas para inspeccionarme. Apenas conseguí mantener los párpados abiertos y el cuerpo rígido. Mis brazos descansaban a los costados como si hubiesen muerto, mis piernas se estiraban a lo ancho del baño.
—Vamos a tu habitación —susurró.
Matthew tuvo que levantarme casi por completo porque mis piernas no cedían a las órdenes que les daba. Intenté moverme como pude, le pasé el brazo por el cuello y di mi mejor esfuerzo para que él no me arrastrara. No se quejó de mí, sino que se rio y me trató con cierta ternura y cuidado.
Me alzó varias veces y me brindó algunos empujones para que me nivelara a su paso. La distancia de una puerta a otra solo era de tres metros, pero mis sentidos me engañaron y me hicieron creer que atravesaba kilómetros a su lado.
Él sabía dónde tenía guardada la llave de todas las habitaciones, por lo que no se le hizo nada complicado hurgar en uno de mis bolsillos traseros para encontrarla y abrir mi puerta.
Entramos a la misma velocidad que antes, Matthew no encendió ninguna luz. Nos encerró en el interior al colocar el seguro con su mano desocupada. Me ayudó a recostarme en la cama, tratándome como si fuese algún objeto frágil e importante. En todo momento no dejó de sonreír ni de verme.
Independientemente de las razones por las que estaba ahí, a solas con Matthew, algo no andaba bien. Comencé a sentirme extraño. Percibí cierto dolor en el estómago que me quemaba con fuerza las entrañas. Mi cuerpo se tensó, causando que a cada minuto perdiera más la movilidad de mis articulaciones.
En ese momento no captaba lo que sucedía. Me hallaba muy perdido en mi mundo imaginario, producto de las sustancias. No le presté atención del todo a mis acciones pasadas ni a mi presente; solo a Matthew y de vez en cuando a mi techo.
El chico que me acompañaba en ese momento tampoco creyó que mi malestar fuese tan grave. Le divertía mi estado, tan indefenso, torpe. Una vez que nuestros ojos se cruzaron y permanecieron fijos, se abalanzó sobre mí, impaciente. Entrelazó sus dedos con los míos y llevó ambas manos a los costados de mi cabeza, sujetándome contra la cama.
—Ya esperé mucho por ti, Carven —declaró, con una media sonrisa que contenía todo su sentir—. Hay que hacerlo.
Podía estar casi un noventa por cierto idiotizado, pero entendí sus palabras a la perfección por sobre todo lo que me estaba sucediendo, por encima de lo bueno y lo malo. Tenía que reaccionar de alguna u otra forma, pero cada vez me resultaba más difícil moverme.
Matt me besó antes de que pudiera hacer algo, pero ni siquiera correspondí. La energía que me quedaba se esfumó de golpe y fue reemplazada por dolor físico, mareos, un dolor de cabeza insoportable y la pérdida de mis sentidos. Me entró una gran desesperación que no pude manifestar de ninguna forma, en especial cuando comencé a perder el conocimiento.
—¿Carven? —Matthew nos separó pronto, pues por encima de sus intenciones había notado que algo extraño me sucedía.
Mis ojos, que trataba de mantener fijos en él, comenzaron a voltearse como si deseara ver hacia mi propia frente. Por más que intenté regresar la mirada a Matthew, no lo conseguí. No podía controlar ninguno de mis movimientos ni mi muy lenta respiración. Me estaba quedando sin aire.
A pesar de que mi vista se nubló, distinguí apenas una serie de bruscos movimientos que no supe si provenían de una reacción mía o de él. Pequeñas luces amarillas invadieron mi visión; todo ondeaba y se oía como si nadara bajo el agua del océano.
Pronto el escenario cambió y no supe en qué momento dejé de estar en mi habitación. Oí una voz lejana, pero muy reconocible; Matthew decía mi nombre una y otra vez, desesperado. Definitivamente algo malo pasaba y yo no entendía qué era.
—¿Qué mierdas hiciste, Carven? —Sabía que alzaba la voz, aunque apenas le escuchara.
«Las pastillas».
Drogas, alcohol, calmantes, todo dentro de un mismo cuerpo. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Qué podía sucederme? ¿Iba a morir?
Matthew tiraba de mi cabello y me abrazaba por la espalda. Su reconocible voz me pedía que reaccionara, que vomitara. Rogaba que no me muriera y aguantara un poco más. Nunca había escuchado a Matthew llorar como lo estaba haciendo en ese momento, con agonía.
Y yo no podía decirle de ninguna forma que se calmara.
—No mueras, Carven, por favor —insistía con angustia—. No puedes hacerme esto.
Matthew trató de hacer que vomitara metiéndome los dedos hasta la garganta. Si hubiera sido en otro momento y por otra razón, esto me habría producido diferentes sensaciones. Sin embargo, mi vida corría peligro en el presente.
Me sacudió como si fuese un trapo ordinario, me abofeteó el rostro decenas de veces. Apenas pude percibir el dolor de sus palmas contra mis mejillas a causa del aturdimiento mental y el entumecimiento de mis músculos. Aun así, a pesar de que le costó mucho obtener una respuesta que consiguiera salvarme la vida, no se rindió.
Consiguió lo que quería un minuto después, afortunadamente. Hizo que sacara todo lo que mi estómago guardaba con tanto recelo. Apreté los párpados para soportar el mal sabor que me produjo mi vómito, combinado con el gusto a sangre. Sentí que escupía todos los órganos de golpe. Fue una de las sensaciones más desagradables que experimenté en toda mi vida.
—Vamos, por favor. —Le temblaba todo el cuerpo, apenas y podía sostenerme—. Te amo. Carven, te amo. Si mueres aquí, tendré que morir contigo.
El chico me apartó del inodoro, tiró de mí hacia atrás y me recostó en el piso con cuidado. Me quitó el fleco del rostro para examinarme. Mis ojos comenzaron a volver a su órbita, el estómago dejó de quemarme por dentro. Todavía no reaccionaba lo suficiente ni volvía en mí. Tomaría más tiempo del que la paciencia de Matthew toleraba.
Giró la cabeza a todas direcciones en busca de las pastillas que nadie recogió. Empezó a recolectar todas las que encontró en el suelo y las almacenó en su mano desocupada. Volteaba de vez en cuando para revisar que me encontrara bien; no dejaba de llorar.
Sus lágrimas me aterrizaron sobre el rostro y la ropa sudorosa. Tenía cerca de unos quince o veinte calmantes sobre la palma, contaminados por la suciedad del baño. Respiraba a prisa, sumido en una desesperación que asustaba.
Se echó una a la boca, la masticó a medias y la tragó en menos de dos segundos. Yo, que ya veía un poco mejor, contemplé la escena con angustia interna. No me entró en la cabeza la idea de un Matthew ingiriendo calmantes para "morir" conmigo.
Por fortuna, su intento de suicidio no resultó. Se pensó demasiado si tomarse una segunda pastilla y las demás que tenía en la mano. Él ya no podía seguir viviendo en un mundo donde yo ya no estuviera, pero al mismo tiempo, parecía tener miedo de morir.
Mientras él pensaba qué hacer, Isaac llegó sorpresivamente a donde estábamos nosotros, abrió lentamente la puerta del baño y, al vernos, se quedó perplejo ante la escena que se encontraba a sus pies.
—Isaac, ayúdalo —suplicó Matthew mientras dejaba caer los calmantes que cargaba y comenzaba a sollozar de nuevo—. Por favor...
—Calma, solo está muy... —concluyó para tranquilizarlo.
—¡Tomó una decena de pastillas! —Lo interrumpió antes de volver a su incontrolable llanto, provocado por la inmensa preocupación hacia mí.
Me hubiera gustado ver la expresión de Isaac en ese momento, pero mi ceguera y poca movilidad me lo impidieron. El chico no tardó ni un segundo para correr hasta nosotros. Igual que Matt, me tomó de ambas mejillas y me examinó con rapidez. Intentó hablarme como Matthew para buscar una reacción.
Mis párpados se cerraban solos, no sabía si por el estrés tan repentino, el cansancio o porque aún tuviera pastillas dentro de mí, combinándose con el alcohol y mis jugos gástricos. Vi sus cabezas muy cerca de la mía, sentí en cierta porción las manos de ambos sobre mis hombros y rostro. Los oía llamarme y yo no podía responder de ninguna forma.
—Isaac, tenemos que llevarlo al hospital. —Perdía lentamente la razón.
—No podemos, sus padres se enterarán —contestó el otro—. Nos meteremos en problemas.
Comenzaron a discutir, olvidándome en el suelo. Yo solo escuchaba su conversación sin analizar ni una palabra. Tuvieron que pasar un par de ruidosos minutos para que pudieran ponerse de acuerdo.
—Súbelo a tu espalda —dijo Isaac—. Nos vamos en mi auto.
Actuaron de inmediato. Se ayudaron mutuamente para bajarme por las escaleras en mitad de la fiesta. Muchos me ignoraron, otros más sonrieron al verme pasar. Nadie tenía idea de la gravedad de mi situación. Yo continuaba en las mismas condiciones, flojo como un trapo y sin control de mí mismo.
Los chicos se abrieron paso con una rápida caminata. No respondieron preguntas ni saludos, esquivaron borrachos y rechazaron invitaciones a bailar. Me golpeé la cabeza con la espalda de Matthew porque se movía con demasiada prisa, respiré con dificultad un sinfín de aromas tóxicos y molestos.
—¿Qué pasó? —Escuché a Hanabi de fondo.
—Vamos al hospital —explicó Isaac a medias—. Saca a todos de aquí lo más pronto que puedas.
Corrieron por el patio principal y también por unas cuantas casas a la derecha hasta que dieron con el auto de Isaac. Oí los seguros levantándose en automático y la puerta abriéndose. Me recostaron en el asiento trasero, de lado para que no me ahogara si vomitaba otra vez. Se sentaron en sus respectivos sitios antes de que Isaac acelerara con violencia.
Matthew volteaba a cada rato para asegurarse de que yo siguiera consciente y bien.
—¿A dónde vamos? —Le preguntó al conductor.
El movimiento del vehículo me mareó más. Al estar conduciendo sin mucha precaución, me fui de un lado a otro, adelante y atrás, golpeándome inevitablemente cuando Isaac giraba con brusquedad por alguna calle o se saltaba las señales de vialidad.
Matt le insistía para que condujera más rápido, pero el otro no era tan tonto para obedecerle. Le pidió que se calmara, que dejara de llorar y que se colocara el cinturón de seguridad. Le dijo que todo estaría bien, que no tenían por qué inquietarse tanto.
Pero en ese momento nadie podía asegurar que estaría bien; por eso los tres estábamos aterrados.
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