Capítulo 17

Llegué a casa transportándome con la bicicleta de Matthew. La dejé en el recibidor, recargada sobre la pared y bajo la ventana para que nadie pudiera verla. No quería que mis padres me hicieran más preguntas.

Antes de poder pasar a mi habitación, vestirme cómodo y regresar al comedor para charlar con mi familia, fui detenido por mi padre. No quería que ningún contratiempo o huida aplazara sus regaños.

Mi madre también apagó el televisor para sentarse con nosotros en la mesa y dar inicio con las preguntas, las opiniones, reprimendas y, si yo me atrevía a perderme en el vacío o caer en el desinterés, los insultos hacia mí. Me esperaba un largo sermón.

Fuimos por partes, comenzando obviamente por mi salida a escondidas durante la madrugada y en compañía de Matthew. Les conté casi todo lo que hice desde que él llegó a pararse frente a mi ventana. Omití que entró en la casa y que se quedó más rato del previsto bajo mis sábanas. Tampoco mencioné las exclamaciones en el puente donde acepté mis sentimientos por él.

Las cosas tenían que verse más como una aventura de chicos en la calle que un paseo para despejarnos de todas las presiones que involucraban nuestro romance secreto, la obra teatral, los exámenes y tareas fallidos, la intolerancia familiar.

A mi padre no le molestó eso, sino mi baja en el promedio. Ese comienzo fue más para tranquilizar a mi madre, que seguía muy alterada.

—¿Y si los hubieran secuestrado o lastimado? —Añadía mamá con ambos codos sobre el mármol de la mesa—. ¿Cómo iba a enterarme si no llevaban celulares?

Yo solo quería desaparecer por un rato de todo, concentrarme en mí y en esa felicidad que busqué y encontré en otro chico con quien tenía mucho parentesco. No me arrepentía, incluso volvería a hacerlo con o sin Matt.

Porque durante todos esos kilómetros, edificios, tranquilidad y cálidas conversaciones, yo me sentí libre, como yo mismo, sin prejuicios, sin límites, sin miedos. Estaba expuesto al mundo tal y como era, sin nadie que pudiese verme, escucharme y analizarme.

Recargué la barbilla en mi mano izquierda, giré los ojos. Esto comenzaba a aburrirme porque repetían lo mismo que en la mañana. Hice un gran esfuerzo por prestar atención y no colmarles la paciencia con mi falta de preocupación.

—Pero no pasó nada —dije en un murmullo, queriendo eliminar mi silencio—. Estoy aquí, vivo.

Dado que no pudieron añadir nada más sobre mi seguridad, prosiguieron a realizar otro tipo de cuestionamientos.

—¿Por qué aceptaste ir con él en lugar de llamar a la Señora Belmont? —continuó mi mamá casi como si esta decisión de salir me hubiese arruinado la vida.

—Es mi amigo. —Me recargué en el respaldo de la silla y crucé los brazos—. Me invitó.

Alcé un poco la mirada para cruzarme con los ojos de ella. No lucían tan decepcionados como lo estarían los de mi padre al recordarme, dentro de unos minutos, el bajo promedio que obtuve.

Los dos hablaron sobre lo de esta mañana, sobre cómo fueron llamados a sus trabajos para pedirles que acudieran a mi instituto con la excusa de que se necesitaba arreglar un asunto importante que tenía que ver conmigo.

Al principio creyeron que se trataba de aquella pelea ficticia que moreteó mi labio y lo hizo sangrar. Pero tras ver a la madre de Matthew sentada, extremadamente preocupada, temblorosa y un tanto desgastada por estrés, supieron que no se trataba de eso.

—Si Matthew te invita a saltar de un puente —Mamá entrelazó sus dedos—, ¿saltarás también?

«Solo si en ese salto encuentro nuestra felicidad y libertad».

Puse los ojos en blanco para espantar los recuerdos de la relación que realmente llevábamos él y yo. Necesitaba aparentar cierta rebeldía, inconformidad y calma para continuar sin interferencias que involucraran otros sentimientos que no fueran fingido arrepentimiento.

Por salir en la madrugada las visitas y salidas me quedaban prohibidas por tiempo indefinido, o al menos hasta que se les olvidara. El exceso de trabajo o el estrés provocaba que mis castigos en realidad no durasen mucho. No necesitaba preocuparme por mí, sino por Matt, ya que no sabía qué tan duros serían sus padres con él.

Si nos distanciábamos gracias a los castigos, no sería mi culpa.

Me quedé callado durante gran parte del discurso de mi padre, ese que se extendería hasta por dos horas en un sinfín de desvíos suyos. Al principio su intención fue hacerme ver la gravedad de mis calificaciones, las consecuencias que tendría hacerme el tonto, cosas que perdería como la honestidad y la confianza de otros.

Sin embargo, de entre tantas frases que ya conocía, anécdotas del pasado que me contó al menos dos veces en mi vida y una serie de reflexiones que desde que era niño venía repitiendo, añadió que todo esto me sucedía por culpa de dos cosas: La "ridícula" obra escolar, y el "vándalo" de Matthew.

Y en ambos se equivocaba completamente.

Apreté los puños bajo mis brazos y tensé los labios. No dije nada en mi defensa porque abrir la boca significaría encender aún más aquella hoguera en la que estaba quemándome. Intenté controlar mi respiración para que mi enojo no se notara.

—Esa obra está quitándote tiempo, hijo —pronunció con frialdad—. Tienes que enfocarte, ver qué es lo que realmente necesitas.

Elevaba la voz y yo aumentaba la fuerza con la que me clavaba las uñas en las palmas. Bajo la mesa, mis pies también se movían por ansiedad. No quería ver a nadie y necesitaba acabar con esto pronto, pero aún faltaba mucho para que cerrara la boca y me dejara ir.

—¿Actuar, Carven? —No salía de su extrañeza—. Yo no permití que dejaras los depor...

—Sabía que dirías eso, exactamente eso. —Le interrumpí con brusquedad. Enarqué las cejas y sonreí a medias con sarcasmo—. Parece que no recuerdas por qué dejé de practicar.

Después de que el campamento deportivo terminara, le mentí a mis padres con que había aprendido mucho sobre el soccer y que me parecía un deporte interesante. De inmediato, y solo consultándoselo a mamá, él me inscribió a clases vespertinas y me hizo entrenar en un equipo durante medio año.

Pero más que odiar los deportes, dejé el soccer por salud mental. A los once años hiperventilé por vez primera durante un partido a causa de la agitación y las exigencias de papá a un costado de la cancha.

—¡No sirves para nada! —Me gritó desde su posición aquel día, en los límites del césped—. ¡Corre, deja de hacerte el tonto!

Me avergonzó frente a otros padres. Gritó mis defectos en voz alta, me llamó lento, tonto y ciego frente a un centenar de personas que no solo observaban a los niños correr tras el balón entre palabras de apoyo, sino a su forma tan mala para motivarme. Pasaba todo el tiempo; yo no lo veía tan extraño porque ya era su costumbre, nuestra costumbre.

Todo cambió ese día, justamente porque escuché a los demás padres gritar desde las gradas cosas muy diferentes a las que me decían a mí. Si de la boca de mi padre no salían frases decentes, entonces era porque de verdad yo no estaba haciéndolo bien.

Era pequeño e inmaduro, por eso me sobresforcé queriendo que él me gritara "bien hecho", "excelente" o un simple "tú puedes". Nada era suficiente para él, nada. Por más que corrí explotando las capacidades que no tenía, por más que me lancé al balón, aunque eso involucrase daño físico, por más que busqué una sonrisa en su rostro...

Mi cuerpo comenzó a exigirme más oxígeno del que yo podía brindarle, así que me dejé caer de rodillas en mitad del partido porque la asfixia, el estrés, el pánico y el dolor en el pecho, fueron más fuertes que yo.

—¿Qué estás haciendo, Carven? —Todavía podía escucharlo, aunque mis oídos silbaran con una agudeza hiriente—. ¡Muévete!

Con una mano me recargué en el suelo y con la otra me tomé del pecho.

Uno de mis compañeros se detuvo a preguntar si estaba bien. Pidió que pausaran por un momento el partido porque claramente notó que mi condición empeoraba. Los paramédicos se acercaron junto con el árbitro y otros niños curiosos casi al instante para atender mi emergencia.

—No puedo... —Tuve que esforzarme demasiado para conseguir responder a todas las preguntas— res... pirar.

Mientras me atendían fuera de la cancha y en compañía de mis padres y una Briana mucho más pequeña, uno de los paramédicos regañó a mi padre por la manera en la que se dirigió a mí. Pero eso no logró que su palabrería cesara.

—Vamos, hijo, todo está en la mente. —Se quedó de pie a mi lado—. No puedes detenerte por esto, no seas llorón. Respira hondo y levántate para que puedas seguir jugando.

Pero yo no quería hacerlo más. Sentí que moriría y tenía miedo de que sucediera otra vez. Me negué desde mi lugar, recostado sobre la camilla en el interior de una ambulancia junto a la cancha.

Un síndrome de hiperventilación provocado por ansiedad y estrés fue el resultado final de una serie de análisis médicos y psicológicos a los que me sometieron un par de días después del incidente.

—Porque tú no quisiste hacerlo más, Carven —respondió mi padre para devolverme al presente—. La enfermedad no te lo prohibía.

Al regresar a las canchas revivieron los recuerdos. Cada vez que corría tenía en mente que podía asfixiarme otra vez, sentir de cerca la muerte. Del mismo modo, recordaba también a mi padre llamándome débil mental o llorón. Sintiéndome tan asustado y cargado de presiones, no pude hacer las cosas bien. Lo decepcioné totalmente.

—La ansiedad lo hizo, papá —añadí con un poco de vergüenza.

Él comenzó a brindarle más atención a Briana cuando descubrió que a ella le gustaba el atletismo y era buena para ello. Hasta entonces pudo dejarme tranquilo, pero con un constante recordatorio de mi equivocación al desistir.

Habiendo pasado casi siete años de aquel acontecimiento, mi padre no superó por completo que ya no practicara deportes. Solo le quedaba compararme con Briana para llamarme débil y cobarde de forma indirecta.

Las cosas se tornaron incómodas poco a poco. No quería revivir aquel pasado tan molesto justo en ese momento, cuando el tema principal era otro. Respiré lentamente e hice un intento por relajar el cuerpo, pensando en algo positivo en medio del caos exterior. Necesitaba relajarme para no caer en lo que él llamaba debilidad.

—¿Por qué no hablan de mis calificaciones? —Necesitaba dejar ir al pasado cubriéndolo con ese desastroso presente—. Esa es la verdadera razón por la que quieren hablar conmigo, ¿no?

Mis piernas temblaban, mi estómago dolía. Oculté las manos bajo la mesa para que nadie se percatara de que estaba poniéndome nervioso ante el atrevimiento de mis frases. Desvié la vista hacia la mesa y me concentré en cada una de las pequeñas piedras que le daban forma. Las conté en lo que ambos me daban la introducción a mi final.

«¿Cuándo va a acabar todo esto?».

No me llamaron inútil ni una decepción, pero sí me dijeron malagradecido y flojo. Eran palabras menos negativas de las que esperaba. Se preguntaron en qué momento habían fallado ellos y en cuál lo hice yo.

—Nunca hiciste teatro —dijo mamá con los ojos muy abiertos—. Le estás dando demasiada importancia a algo que ni siquiera practicas.

Cuando decían que lo que me interesaba jamás me llevaría a ningún lado, tendía a quedarme callado y a asentir. A pesar de que no estuviera conforme con su desaprobación, no me defendía por temor a posibles discusiones.

No pude contactarme con Matthew durante la tarde.

En mí existió una pequeña esperanza de que mis padres no me quitaran el celular por su calmado comportamiento ya casi al final de la eterna conversación. Sin embargo, fue lo primero que me pidieron que les entregara. Si quería salir en la obra teatral y recuperar la comunicación, tenía que darles buenos resultados en los exámenes de mediados de mayo.

Fui al instituto montado en la bici de Matthew para poder regresársela. Mi sorpresa fue un poco notoria cuando Keira me dijo que no vendría.

Quise preguntarle los motivos, pero ella sabía todavía menos que yo. Según sus palabras, Matt le avisó que se ausentaría hoy y que las conversaciones por móvil ya no podrían hacerse por tiempo indefinido. De ahí, ya no se conectó más.

Era obvio que su castigo y el mío habían sido parecidos. Después de todo, para los adolescentes y adultos jóvenes no existía peor sanción que aquella. ¿Con qué nos entretendríamos si ni siquiera podíamos salir? Yo no era tan seguidor de los libros y llevaba tiempo sin practicar la pintura.

Después de clases y durante el ensayo, la ausencia de Matthew fue muy notoria. No escuchaba su voz ni veía sus movimientos, tampoco me reía de sus tan acostumbradas ocurrencias.

Boulluch no se molestó. Al final no podía tenernos diariamente practicando en el auditorio. Isaac ensayó en el puesto protagónico durante el rato posterior, cosa que me reconfortó porque necesitaba que alguien dijera las líneas de Matthew; no me funcionaba imaginar los diálogos ni su tan acostumbrada sonrisa que mezclaban la flojera y la energía.

La obra ya tenía forma casi en su totalidad. Si no iniciamos con las improvisaciones, fue por la ausencia de Matthew. Al día siguiente, si él volvía, recibiríamos nuevas órdenes para las prácticas. Lo más interesante de todo esto estaba por venir.

—No estás en tus cinco sentidos hoy —Isaac interrumpió sin ser escuchado por los demás—. Si quieres triunfar acá, tienes que ser capaz de actuar con cualquiera, no nada más con Matthew.

Tenía toda la razón. No es que Isaac me incomodara, era demasiado bueno como actor y como ser humano en general, pero no podía acostumbrarme a otra persona que no fuera mi mejor amigo. Los motivos sobraba explicarlos, pero valía la pena resumirlos: Solo con Matthew Belmont podía ser yo mismo.

—No es eso. —Traté de que no se notara mi ligera vergüenza—. Ayer ocurrió algo con mis padres y mis calificaciones, es todo.

A Isaac le encantaba enterarse de lo último sobre de la vida de cualquiera, por eso quiso saber más. Dos de sus cualidades eran la de ser un buen oyente y una persona discreta. No me atreví a contarle lo de Matthew y yo, pero sí que podía decirle lo que pasó cuando llegó a mi casa para invitarme a pasear en bicicleta y lo que transcurrió después hasta lo que era mi presente.

—Cuéntame.

De pie, cruzando los brazos y con una postura inclinada hacia atrás, Isaac me sonrió a medias y se dispuso a prestarme atención. Matthew también acostumbraba hacerlo cuando frenábamos los ensayos para hablar y no pude evitar acordarme de él a través de otro chico diez centímetros más alto que yo.

Al día siguiente volví a viajar en bicicleta con tal de devolverle a Matt lo que no me pertenecía.

Llevábamos más de 24 horas sin saber el uno del otro. Y a mí, sinceramente, me preocupaba. Debíamos hablar de muchas cosas, entre ellas la conclusión a la que llegaron nuestros padres, las consecuencias, y la forma en la que podríamos retomar nuestra relación con el mismo cuidado que al principio.

Durante la mañana busqué a Matthew. Tenía que apresurarme a encontrarlo antes de que las clases iniciaran y tuviera que ingresar al aula sin oportunidad de salir. Corrí por numerosos pasillos, me asomé por las ventanas de un montón de salones, pasé a los baños, subí y bajé escaleras...

Fue entonces cuando lo vi de pie junto a su casillero, metiendo libros dentro de su mochila y dejando otros. Me aproximé lo más rápido posible y lo saludé cuando estuve a pocos metros de él.

Al percatarse de mi presencia, se acomodó hacia abajo la gorra negra que portaba y me respondió con la misma energía que yo. La única diferencia en esta ocasión fue que no se giró para que nuestros ojos conectaran y expresaran la felicidad de vernos de nuevo.

—¿Cómo estás? —Me recargué en el resto de los casilleros, a un costado suyo.

—Bien —dijo a secas, sin dejar de mirar al interior de su pequeño y metálico espacio personal.

Su comportamiento me resultó extraño; después recordé lo que sucedió con nuestras familias un par de días atrás y las consecuencias que nos trajeron.

Durante el breve silencio presté un poco de atención a la puerta de su casillero y a la forma en la que la decoraba. Keira aparecía en dos fotografías con él, tenía adheridos post-it de múltiples colores con mensajes amorosos escritos por ella, recordatorios y un espejo en el centro. Fue a través de este último que me di cuenta de lo que realmente sucedía.

Lo giré por el hombro con cierta violencia.

—¿Por qué te hizo eso? —El calor se me subió de golpe, mis ojos se abrieron de par en par y apreté los puños a causa del repentino.

—No es nada. —Se llevó la mano al ojo izquierdo y se lo cubrió.

Mintió, aunque yo ya hubiera visto el golpe hinchado y moreteado cubriéndole la parte alta del rostro y sus nudillos casi en carne viva. Sus heridas físicas me brindaron respuestas inciertas, pero quería que él mismo me lo explicara.

—Déjame ver. —Intenté echar una mirada más de cerca.

Él respondió con un empujón lo suficientemente fuerte para que yo retrocediera. Cerró la puerta de su casillero de un estruendoso portazo y trató de huir dándome la espalda y caminando aprisa.

Lo perseguí; no podía dejar las cosas sin solución, sin respuestas. Lo tomé del brazo para detenerlo.

—Matt... —Volví a girarlo en mi dirección. Necesitaba detenerse, afrontarme y no escapar de algo que ya era obvio a mis ojos.

—¡Estoy bien, ¿sí?! —Se separó con rápidos movimientos, pero no se marchó tan pronto. Al acercarse a mí, demostró que estaba cargado de furia y tristeza—. Déjame solo.

Me quedé plantado en mitad del pasillo, viendo cómo se alejaba y volvía a ajustarse la gorra hacia abajo. 

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