Capítulo 13
Nuestra relación cambió cuando decidí quererlo como él me quería.
Seguimos fingiendo ser mejores amigos a los ojos de nuestros amigos, familiares y conocidos. Nadie podía enterarse que compartíamos sentimientos más fuertes que la amistad. Matthew mantuvo su relación con Keira; prefirió no terminarla por su inseguridad y necesidad de que todos continuaran creyendo en sus mentiras.
Porque sí, a él se le daba muy bien mentir. Incluso de niño tenía demasiada habilidad para convencer a los adultos. Era normal viniendo de alguien cuyo talento recaía en la actuación. Los engañó muy bien a todos, incluso consiguió engañarme a mí.
El mes anterior me hizo creer que solo seríamos compañeros de obra, amigos a lo mucho. Matt supo ocultar sus sentimientos y los disfrazó lo suficientemente bien para que no me percatara de ellos.
«¿O es que el estúpido soy yo?», pensé al rememorar cuántas veces me demostró lo que sentía por mí y cuántas veces no lo capté.
Esa semana, la semana en la que finalmente supe lo que quería, no fue la mejor de todas. Dormí poco por pensar hora tras hora lo que implicaría salir con otro chico en secreto. La idea me emocionaba tanto como atemorizaba, pues muchas cosas comenzaron a suceder a partir del día en que reemplacé el "tal vez sí me gustas" por un beso tan intenso que me hizo sangrar.
Llegar a mi hogar se sintió extraño por primera vez en mi vida. Me creí un desconocido tras el abrupto descubrimiento de mis sentimientos por Matthew. Yo había salido de casa como cualquier día escolar y volví siendo otro chico de mente y emociones confusas.
Mi padre abrió la puerta y en cuanto notó la herida de mi labio, preguntó en voz baja si me peleé en el instituto. Tuve que mentir con que solía tener una relación pesada con amigos que ni siquiera existían. Me palmeó la espalda con energía, sin saber si felicitarme o regañarme.
Briana y mi mamá me recibieron con ciertas miradas inquietas, pero no hicieron preguntas. En su lugar, siguieron preparando la cena para la que llegué puntual. Fui a ayudarlas en los preparativos, así que esa tarde —para despejar por un instante mi mente— puse los platos y vasos en la mesa.
Lo que se dijo durante esa comida respecto a la homosexualidad y a la aberración en la que aparentemente me había convertido, causó que no deseara salir de mi habitación hasta el día siguiente. No quise ver el rostro ni oír las voces de nadie para enfocarme de lleno en el interior de mi mente, que rebozaba en negatividad.
Estaba muy herido.
Miré al techo durante horas, cubierto con las cobijas hasta el cuello y con los audífonos ensordeciéndome en tranquilas melodías que ayudaron a mi concentración. En realidad no recuerdo si lloré.
En mi propia casa, de la boca de mi propia familia, tuve muy en claro que lo que hice con mi mejor amigo no era normal. Ser yo mismo no estaba bien. La palabra "aberración", esa que mencionó mi padre con despreocupación, comenzaba a describirme.
Tenía un problema. Me gustaba un chico y realizaba con él lo que debería hacer con una chica. Quizás me equivocaba al pensar en Matthew de un modo romántico y no amistoso como tenía que ser. Los hombres no podían amarse entre sí, era erróneo según mi propio entorno.
«Es una fase, Carven, solo una fase...».
Me lo dije decenas de veces, creyendo que este asunto tan confuso era parte de mi búsqueda de identidad. Tal vez en algún futuro, si él llegaba a desaparecer de mi vida, podría regresar a mi supuesta normalidad y enamorarme de una mujer, olvidar ese par de encuentros y seguir lejos de ese pasado adolescente.
«Pero tampoco quiero que se vaya».
Por más que yo dijera, pensara y me obligara a dejarlo atrás, no iba a hacerlo. Yo lo quería a mi lado para que bromeáramos, jugáramos, ensayáramos, habláramos y siguiéramos volviendo lo nuestro más íntimo.
Porque nunca esperé que estos sentimientos por Matthew se quedaran conmigo y se intensificaran tanto.
Mi celular vibró unas cuantas veces junto a mi cabeza, pero no deseé contestar ningún mensaje, aunque fuesen de él. Mis energías y motivaciones se esfumaron completamente tras continuar sumido en la tristeza y la desesperación de no saber cómo podría terminar esto sin que acabásemos heridos o perjudicados.
Las lágrimas se secaron con el tiempo, el cansancio y los ojos resecos de casi no parpadear comenzaron a agotarme. Poco a poco descendí en el sueño, pero no iba descansar sabiendo que nada seguía sin solucionarse. Traté de luchar hasta el último momento, y vaya que funcionó cuando la puerta de mi habitación se entreabrió y le permitió el ingreso a alguien.
No me sorprendió mucho ver a mi padre entrando y buscando la silla de mi escritorio para sentarse. Yo sabía a lo que venía y no era para retomar la charla de la comida, sino de las amistades bruscas que me inventé para disfrazar la tan vergonzosa verdad.
Odiaba sus sermones, sus "lecciones de vida" que hablaban más de él mismo que de efectivas soluciones. Tuve que aguantar un rato eterno para que pudiera enfocarse en mí y en lo que supuestamente importaba en realidad.
—Tu mamá se dio cuenta de ese golpe, hijo. —No estaba serio ni hablaba con seriedad, así que no me esperaba un regaño—. Está preocupada, pero le he dicho que todo está bien.
—Genial... —dije a secas.
Este hombre no iba a quererme nunca si le decía que comenzaba a sentir algo por un chico. Para él yo era el primogénito, el futuro hombre de familia. Iba a decepcionarlo rotundamente si salía con estas cosas "aberrantes". Su respeto, su cariño y su valoración por mí se irían para siempre sin una oportunidad de perdón.
—No quiero que me mientas, hijo —preguntó en voz baja—. ¿Te peleaste con alguien?
Agradecí que el asunto fuese un poco serio para fingir no querer hablar. Durante ese rato de silencio aproveché para inventarme una historia convincente para él. No era tonto, de eso estaba seguro, pero tampoco era tan difícil engañarlo. Solo tenía que decir lo que él quería escuchar.
—Un tipo me empujó saliendo del instituto. —Se engrosó mi voz y mi rostro se levantó para poder mirarlo a los ojos—. Quiso intimidarme, pero no funcionó. Le respondí de la misma manera y él me golpeó aquí.
Hice énfasis en mi labio inferior, que continuaba palpitando y ardiendo por las cortadas que se reabrieron al hablar. Por un momento quiso ganarme la risa al percibir lo ridículo que sonaba inventando una historia de adolescentes problemáticos.
Mi padre prestó atención a las descripciones de mi breve pelea imaginaria donde el único golpe supuestamente lo recibió mi cara.
—Te defendiste. —Se recargó en el respaldo y dejó de cruzar los brazos—. Tu reacción estuvo bien.
Sonreí a medias como parte de mi actuación y asentí con la cabeza. Los audífonos comenzaron a molestarme por el tiempo que pasaron recargados sobre mi cuello. Quería que se fuera para poder seguir con mi interminable serie de pensamientos dolorosos.
—Gracias, papá... —Me hice el cabello hacia atrás con una mano—. No podía quedarme sin hacer nada.
—Más cuidado la próxima vez, Carven. —Me palmeó el hombro y recargó por un segundo la mano sobre él—. No quiero fallas.
Un nudo muy grande se formó en mi garganta y me acompañó toda la noche.
Gran parte de la semana acudí al instituto con una mascarilla que pudiera ocultar la herida de mi labio. Mis compañeros asumieron que estaba enfermo, menos el verdadero autor de esta farsa.
—No creo que necesites cubrirlo, Carven. —Se sentó en la butaca desocupada frente a mí y se volteó para poder charlar cómodamente conmigo—. Cualquiera puede pensar que te pegaron y ya.
—Creerán que soy un debilucho —dije, aún sin descubrirme el rostro.
Era receso y todos estaban fuera del aula. Matt entró al verme hablando con Hanabi y nos interrumpió como si no importase que ella estuviese conmigo. Un minuto después entró Keira, buscando a Hana para pedirle que la acompañara al baño y a comprar sus almuerzos.
Ambas nos pidieron que las esperáramos para almorzar juntos. Sin ellas y sin el resto de mi grupo, pudimos conversar igual que si estuviésemos solos en el interior del auditorio o en nuestras habitaciones.
—Déjame ver. —Llevó rápidamente sus dedos a mi cara para quitarme la mascarilla.
Retrocedí casi en ese momento, apartándole la mano.
Después de varios intentos suyos, accedí a quitármelo solo para que dejara de molestar. Le permití que viera por un instante la hinchazón, el corte interior y los moretones que sobresalían incluso por debajo de mi labio. Volvió a su seriedad y se aplacó en su asiento.
—Lo siento, Carven. —Se disculpó por enésima vez, cabizbajo—. No supe medirme, estaba muy...
—¿Caliente? —completé, con una gran sonrisa oculta.
Se sobresaltó y ruborizó de golpe.
—¡No! —Negó con la cabeza un centenar de veces—. Iba a decir distraído.
Escuché cómo respiraba con agitación; no pude evitar sonreír, aunque me costase un molesto ardor. Entrecerré los ojos y no se los aparté. Se encogió en su lugar, ocultando el rostro bajo los brazos.
—Te mataré la siguiente vez que se repita. —Bajé la cabeza hasta que estuvo a la altura de la suya.
Matthew asomó un ojo, que se entrecerró a causa de la curvatura de sus labios. El sol que se filtraba por la ventana le pegó directo en la cara, abrillantando su piel y aclarando el oscuro de su iris. El polvo flotante también fue perceptible para ambos y lució como un montón de brillos encantadores. Suspiré.
—¿Habrá siguiente vez? —Aunque intentase ocultarlo, percibí su emoción.
Asentí, pero no quise verlo por la pena que me producía admitir que deseaba más de él. Lo único que pude permitirme para no lucir tan obvio en el instituto, fue pasar una de mis manos por su cabello para acariciarle. La otra se quedó rozando su pierna que de por sí ya chocaba con la mía.
Agradecí que no hubiese nadie en el interior del aula que pudiera vernos. Nuestra única preocupación recayó en las otras chicas que no tardaban en volver para quedarse el resto de nuestro descanso.
Tenía un cosquilleo recorriéndome todo el cuerpo y la temperatura alta. Estar con él me ponía tremendamente nervioso y me impedía pensar con claridad. Matt era el primero en lograr entorpecerme solo por el hecho de existir.
Alzó la cabeza y recargó la barbilla sobre el respaldo de la butaca. Interrumpió mis caricias y mantuvo sus gestos lo suficientemente serios para advertirme que ya debía detenerme.
—Cuando yo era niño, mi madre sanaba mis pequeñas heridas con una técnica mágica. —Volvió a sentarse bien, con el mentón alzado—. Quizás te funcione si la intento.
Me indicó que me retirara la mascarilla en lo que él buscaba en sus bolsillos algo que pudiese ser útil. Esperé que trajera alguno de esos tantos empaques o cajas de medicamentos que guardaba bajo su cama para ayudarme con la inflamación o el ardor.
—Aquí está —dijo, victorioso, empuñando una de las manos—. Acércate un poco, Carven.
Le hice caso y me incliné unos cuantos centímetros adelante mientras me bajaba la mascarilla y la dejaba colgada sobre mi cuello. Tras ver que no sacó absolutamente nada de sus bolsillos, alcé la cabeza con confusión.
Me tomó de las mejillas y volvió a posar sus labios sobre los míos en un rápido movimiento que no me dio tiempo de esquivar. Apreté los párpados al creer que me dolería, que de nuevo iba a lastimarme, pero simplemente se limitó al contacto con mi piel reseca y magullada, sin nada pasional de por medio.
—¿Te sientes mejor? —Sonrió ampliamente esperando de mi parte una afirmación.
Esta cursilería tan innecesaria fue mucho más fuerte que yo. Si yo era ridículo, Matt tenía que ser el gran rey. Me cubrí la cara con las dos manos y no permití que viera cómo me había afectado su acción. En cualquier momento comenzaría a echar humo.
Una descarga eléctrica me recorrió todo el cuerpo y provocó que sonriera ante la intensidad del cosquilleo. Era demasiado, Matthew era demasiado.
—Sí. —Fue lo único que conseguí responder de entre tantas cosas que se apoderaron de mi cabeza.
Cuando éramos pequeños, un beso en la zona lastimada siempre hacía que nos sintiéramos mejor. Mi madre solía dármelos para que dejara de llorar y siguiera adelante tras una dura caída de la que no podía parar de quejarme.
Siempre daba resultado, olvidaba lo ocurrido y volvía a jugar con la misma energía que al principio. En esta ocasión las circunstancias eran muy diferentes, pero tenían una bonita intención. No me sentí mágicamente curado ni me dieron ganas de besarle tan intensamente otra vez, aunque sí que me sentí bien.
No dejé de tener cara de imbécil el tiempo que restó. Agradecí enormemente que la mascarilla ocultara gran parte de mis embobados gestos.
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