Capítulo 3: El elegido
Faltaban dos minutos para las cinco de la mañana cuando Mario se despertó. Intrigado miró hacia la cama contigua y vio que estaba vacía. –Qué demonios habrá sucedido contigo?–Dijo en voz baja.
Se preparó y al cabo de unos cinco minutos, la traba de la puerta fue removida y los peones partieron rumbo al galpón cercano, que hacía las veces de comedor. Caminó junto al resto de los trabajadores mirando hacia todos lados intentando ver a Pedro. Grande fue su sorpresa al verlo emerger de detrás de unos cajones apilados e integrarse a los demás sin que nadie se diera cuenta.
–¿Dormiste bien allí afuera? –Le preguntó riendo.
–El suelo es mucho más suave que eso que llaman camas.
–Y dime averiguaste algo? –Dijo con el mismo tono burlón.
Pedro con el rostro muy serio le dice en vos baja lo que había descubierto. –No sé qué está pasando, pero esta noche ocurrirá de nuevo. Esta noche Ortega va a entregar a otro trabajador.
–Estas seguro?
–Muy seguro. Lo oí de él en persona. Estaba llorando y lamentándose porque debía entregar a alguien esta noche. Pero no dijo a quién. Creo que esta noche podré saber que está ocurriendo aquí.
–¿Que estás loco? No debes salir esta noche, a menos que quieras morir. Procura pasar desapercibido todo el día. Bajo ningún término llames la atención del capataz o te seleccionará a ti. Debes tener cuidado. –Le advirtió Mario y aceleró el paso alejándose de Pedro.
Rápidamente Mario hizo correr la voz. En poco tiempo todos sabían que esta noche uno de ellos sería la próxima víctima. –Esta noche sucederá de nuevo. –Era el mensaje que circulaba en voz baja entre los peones.
Al momento de sentarse en el comedor y beber el horrendo té caliente, el cual irónicamente le faltaba azúcar, todos se miraban de reojo con preocupación. Nadie quería ser el siguiente. Cuando el capataz irrumpió en el comedor dando un fuerte portazo, nadie se atrevió a mirarlo. Todo el mundo miraba fijamente su taza y se dedicaba a comer las piezas de pan en absoluto silencio. Ortega caminó entre las mesas lentamente observando los peones, los miraba detenidamente evaluando quien sería la mejor opción. Uno de los peones que destacaba entre los demás porque era el único de cabellos rubios, no soportó el miedo cuando el capataz se paró tras de el por unos interminables segundos. Con sus manos temblorosas sujetó su taza, pero se le escapó de las manos, cayendo ruidosamente al piso salpicando el líquido caliente sobre los pantalones de Ortega. Este le lanzó una mirada fulminante.
–Lo siento patrón. – Se disculpó el peón con la voz entrecortada.
–¿Cómo te llamas? –Preguntó el capataz.
–Francisco patrón, Francisco Nieto.
–Dime Nieto tienes familia?
–Si patrón. Tengo esposa y tres hijos. El más pequeño nació el año pasado y los más grandes tienen 4 y 5 años patrón.
Ortega miró a lo lejos durante unos instantes pensando y luego continuó caminando para alivio del trabajador. Al recorrer las mesas se percató que solo uno de los obreros lo miraba fijamente, siguiéndolo con la mirada en todo momento. Se acercó hacia él y le preguntó. –¿Sucede algo peón?
–No patrón. Es solo que creo que está aquí para tomar una decisión.
El capataz permaneció en silencio sorprendido y luego pregunto. –¿Eres nuevo aquí? ¿Cómo te llamas?
–Mi nombre es Pedro Suarez patrón.
–Es verdad Pedro, debo tomar una decisión y creo que me la has simplificado. Solo una cosa más. ¿Tienes familia?
–Solo tengo a mi madre patrón. Ella ya es mayor y solo me tiene a mí luego de que mi padre se muriera cuando yo era niño y mi hermano mayor desapareciera aquí mismo el año pasado.
Sorprendido, el capataz no supo que responder y continuó su camino. A pesar de lo insolente que había sido aquel peón, no pensaba ser el responsable de quitarle dos hijos a una pobre anciana. Así que, a pesar de que el muchacho lo desafiaba con la mirada, siguió buscando entre los demás. Habló con varios a los que elegía al azar o porque su rostro no le gustara, todos tenían familias, hijos, abuelos enfermos, todos tenían a alguien que necesitara de ellos. La decisión se volvía difícil. Hasta que llegó a la mesa donde estaba sentado Mario junto con Juan.
–Ustedes dos. ¿Cómo se llaman?
–Mario Avellaneda patrón... y él es Juan Ruiz.
–Alguno de ustedes tiene hijos?
–No señor. Ninguno tiene. –Respondió Juan con tono de resignación.
–Bueno. Esta noche, necesitamos que alguien haga vigilancia junto a la chimenea del edificio de procesamiento. Necesito que uno de ustedes se encargue. ¿Algún voluntario?
Se miraron de reojo uno hacia el otro, esperando que alguno levantase la mano, pero ninguno se ofreció. No querían entregarse voluntariamente a su muerte.
–En ese caso. Tendré que elegir yo mismo. –Ortega se tomó del mentón tocándose la barba que cubría su rostro luego de días sin afeitarse, intentando tomar una decisión. –Creo que serás tú Avellaneda. Este día no irás a trabajar. Descansa y a la noche pasaré a buscarte.
Mario miró hacia su compañero, pero este esquivó su mirada. El resto de los obreros mantenía su mirada fija en su taza. Nadie lo ayudaría. Con una angustia que le apretaba el pecho hasta casi ahogarlo, solo alcanzó a asentir con la cabeza.
El desayuno había terminado, todos salieron en dirección al trabajo menos él, que quedó sentado en soledad. Pensó en escapar, pero sería inútil. Los guardias de la entrada lo encontrarían antes que diera un solo paso fuera del lugar, su destino estaba sellado.
Aquel día pasaba desesperantemente rápido para Mario. Sentado en su cama, lo invadía el miedo. ¿Qué cosas le esperaría esa noche? Pensaba y lo volvía a pensar.
–Si me entregan al ejercito diré que ese maldito Urquiza aloja guerrilleros. Si. Eso haré. Va a pagar por todo ese imbécil.
Pero otra idea invadió su mente con insistencia. –No. El demonio no existe. Maldito Juan y tus estúpidas historias. ¡Si el demonio me lleva le diré que te lleve a ti también!
Lleno de terror veía como las manecillas del reloj se movían implacables. Eran casi las cinco de la tarde, cuando lleno de resignación comenzó a escribir una carta para su familia. No tenía una relación con su madre, su padre o con sus hermanos, pero en ese momento, en el que estaba seguro que llegaría su muerte, sintió una inexplicable necesidad de despedirse de ellos, de decirle cuanto sentía haber sido un mal hijo y un mal hermano. Sacó un pedazo de papel arrugado y un viejo lápiz partido por la mitad e intento expresar cuanto lo sentía escribiendo unas palabras.
El reloj siguió avanzando. Ya eran casi las siete de la tarde. La ansiedad crecía a cada instante. Su corazón latía tan fuerte que sentía que saldría de su pecho. Miraba fijamente el reloj deseando con todas sus fuerzas que las agujas volvieran hacia atrás. Cada sonido que oía lo sobresaltaba pensando que era la puerta que se abría y venían a buscarlo.
Finalmente, eran casi las ocho de la noche cuando el momento tan temido llegó. El capataz entró al viejo galpón y abriendo la puerta lentamente se acercó hasta Mario quien todavía sentado en su cama lo esperaba secándose las lágrimas que se deslizaban por su rostro. – ¿Estás listo muchacho? –Le dijo con una voz casi fraternal.
–Si patrón. Estoy listo. Solo necesito darle algo a un compañero. Por favor patrón.
–Está bien. Podemos esperar unos minutos. Ya deben estar por llegar.
Para alivio de Mario, esperaron unos valiosos minutos. Sentía como si fuera oxigeno extra para una persona que se estaba ahogando. Cuando los demás llegaron finalmente, solo alcanzó a entregarle el papel arrugado y sucio a Pedro en sus manos sin decirle una palabra, pero su mirada lo decía todo. El papel decía "Para mi familia" y debajo podía leerse la dirección, escritas con dificultad con errores de ortografía y mala caligrafía, típica de alguien que no ha tenido la posibilidad de estudiar. Pedro tomó el papel y se lo guardo en el bolsillo y quedó observando como Mario se alejaba junto al capataz con la cabeza gacha. La luna brillaba sobre lo alto, iluminando los sembradios aquella noche en la que el miedo y la tristeza podía sentirse en el aire. La puerta fue cerrada y la traba fue colocada. Aunque todos se sentían tristes por el destino que le esperaba a su compañero, tambien sentían una incontenible alegría de no haber sido ellos a quien le tocara tan espeluznante destino. Mientras caminaba con paso cansino y resignado, Mario escuchó como la gran traba de madera era colocada, para el ya no había posibilidad de regresar a la seguridad del maltrecho galpón.
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