Capítulo 2: El secreto
Eras las cinco de la mañana cuando el sol comenzó a salir implacable desde el este. Los estridentes cantos de los gallos retumbaban por todo el lugar. Cuando Pedro se despertó los demás ya se habían levantado. Sobresaltado, se levantó lo más rápido que pudo y en unos instantes ya estuvo preparado y saliendo junto al resto. Aunque todavía no había amanecido del todo, el calor ya comenzaba a sentirse. Las gotas de salado sudor se deslizaban por su rostro mientras tomaba la tasa de té extremadamente caliente que habían servido como desayuno junto a tres piezas de pan de tamaño considerable. El silencio entre los trabajadores se mantenía. Realmente, más que trabajadores de una plantación, parecían presos condenados a muerte.
El trabajo aquel día fue arduo, las gruesas cañas de azúcar de más de dos metros de altura eran condenadamente duras de cortar y pesadas de cargar. Las enormes ampollas en las manos de Pedro reventaban bañando su piel con un líquido amarillento. El dolor era intenso, pero no debía detenerse, todo aquel que se detuviera, aunque solo sea por unos segundos era inmediatamente víctima de los agravios por parte del Señor Ortega. Todos le tenían un gran respeto. Nada sucedía en aquellos campos sin que él lo supiera. Pedro pensó que si alguien sabía la verdad sobre lo que le pasó a su hermano sería el.
Cuando llegó el momento del descanso, los peones se sentaron en el suelo bajo las sombras de unos grandes árboles. Pedro buscó incansable con la mirada hasta que vio entre las decenas de hombres a aquel joven que dormía en la cama contigua. Se acercó y se sentó junto a él.
–Hola. Soy Pedro Suarez. ¿Cómo te llamas? –Preguntó, obteniendo como respuesta una mirada de desprecio y luego el silencio.
–Lamento haberte despertado anoche. Creo que vi algo rondando las barracas. Quizá era solo un caballo o algún animal que anduviera suelto. Siento haber interrumpido tu descanso por esa idiotez. –Prosiguió a pesar del silencio del joven, quien hizo una mueca de fastidio. –Escucha, lamento esto. Solo quiero saber que le paso a mi hermano. Vino aquí el año pasado y no volvimos a saber nada de él. Iré con mis asuntos a otra parte. –Dijo disculpándose y se dispuso a marcharse. Cuando estuvo a punto de levantarse el joven le responde.
–No durarás mucho tiempo si continúas haciendo preguntas. Te doy un concejo márchate. Olvídate de tu hermano o tú lo seguirás.
–¿A qué te refieres?
– Mira, llevo cinco años trabajando aquí. He visto muchas cosas y sé que andar hablando de más es peligroso.
–No voy a olvidarme de mi hermano. Quiero saber que le ocurrió. No me iré hasta que lo averigüe.
–En ese caso, solo mantén tu boca cerrada y bajo ningún termino hagas enojar al señor Ortega y mucho menos al señor Urquiza. Los que lo hacen enojar no vuelven a ser vistos.
–Baja la voz Mario. –Lo interrumpe otro joven, trigueño sentado a unos metros. –Que no los oigan hablar de las desapariciones aquí.
–¿Tu sabes algo? –Pregunta Pedro al muchacho que se acerca a ellos.
–No sé más que el resto. Suceden en las épocas de cosecha. Normalmente desaparece uno o dos peones por mes de trabajo. Siempre pasa lo mismo. El señor Ortega designa a alguien para un trabajo nocturno. Esa noche lo pasa a buscar por las barracas y al otro día ya nadie lo vuelve a ver. –Comentó el muchacho en voz baja, casi como un susurro intentando no ser oído por nadie.
–¿Quieres decir que el señor Ortega es quien los hace desaparecer?
–Si alguien sabe que fue de los pobres infelices es él. Al otro día llegan noticias de que el peón cayó dentro de la caldera o dentro del trapiche como si todos fueran tan imbéciles de tener el mismo accidente cada vez. Pero no hay cuerpos, no hay sangre, no hay nada. Es como si dejaran de existir.
–Ayer cuando he llegado vi al dueño, el señor Urquiza hablando con un militar. ¿Crees que los soldados se llevan a los peones? Se dice que torturan y matan muchas personas por relacionarlas con los guerrilleros.
–Es posible. Muchos de aquí lo creen. Se dice que para obtener la protección del ejercito Urquiza entrega peones acusándolos de complotar con la guerrilla. Pero para mí es algo más.
–Ya vas a salir con esa idiotez supersticiosa de nuevo Juan. –Lo interrumpe Mario, el otro joven quien escuchaba atentamente.
–¿Que superstición? Por favor dime. –Pregunta Pedro intrigado.
–Por aquí se comenta que el patrón hizo un pacto con el Familiar.
–¿El familiar?
Mario ríe burlonamente. –Solo tú puedes creer esas cosas Juan. Estas muy loco.
–Por favor dime más Juan por favor. –Le pide Pedro a pesar de las burlas de Mario.
–Mi padre me contó una vez, que hace casi 25 años el padre del señor Urquiza heredó esta tierra. Se decía que los campos estaban malditos porque nada crecía en él. Las deudas llegaron. Intentaron vender los campos, pero nadie quería comprarlos porque eran la ruina asegurada. La situación se complicó hasta que finalmente Urquiza padre apareció ahorcado allí en las mismas barracas donde dormimos cada noche.
–De acuerdo. ¿Pero cuál es el asunto con el familiar?
–Bueno pues, cuando murió su padre le correspondió a su hijo Baltazar hacerse cargo. Junto a él vino el señor Ortega. A pesar de que todos le insistían en que nada crecería allí y que desperdiciaría su dinero, contrató una buena cantidad de peones para sembrar. La sorpresa fue enorme cuando los pobladores vieron como los sembradíos crecieron rápidamente. No había ninguna explicación. Ese mismo año, contrató más personal. Luego de cinco años ya tenía a toda la ciudad dependiendo de él. Se había vuelto inmensamente rico. Pero todo tiene un costo. Al principio comenzó con un desaparecido al año, pero luego fue aumentando el número. Se decían que eran accidentes. Pero nadie los presenciaba, nadie veía los cuerpo. En los años en que mayor era el número de desapariciones mejor era la cosecha. Entonces todos comprendieron...
–¿Qué cosa comprendieron? –Preguntó Pedro ante la pausa hecha por Juan.
–Que el señor Ortega hizo un pacto con el Familiar.
–¿De verdad crees eso?
–Claro que lo hago. El familiar es un demonio poderoso. Capaz de otorgarte las mayores riquezas, hacer que tus cultivos crezcan, darte todo lo que tu ambición quiera, pero el familiar pide algo a cambio. El patrón debe darle las almas de sus peones. Si por alguna razón el no cumpliera con su parte, perdería todo. Y no solo eso. El familiar se lo llevaría a él.
–Y dime. ¿Alguien lo ha visto? ¿Al familiar?
–Nadie está seguro. Muchos dicen haberlo visto. Pero el familiar adopta distintas formas. Hay algunos que dijeron haberlo visto como un enorme perro negro, con mirada penetrante y ojos rojos. Otra vez puede aparecer como una gran serpiente con pelos y hasta como una mujer sin cabeza. Puede adoptar cualquier forma, hasta de tus seres queridos llamándote para que entres a los cultivos de noche y nunca más te vuelvan a ver.
–Pero como pueden saberlo. ¿Hay sobrevivientes?
–El familiar acecha en estos campos todas las noches. Hay días que en solo asusta a los peones. Pero los días que tiene hambre el patrón debe entregarle un hombre y ahí nadie sobrevive. Se dice que solo un hombre ha enfrentado al familiar y ha sobrevivido.
–¿Quien?
–El señor Patricio Ortega, nuestro capataz. Se dice que antes de trabajar con Urquiza, trabajó en otra estancia donde lo ofrecieron a él como tributo al demonio. Pero Ortega no se dejó y peleó contra la criatura utilizando su puñal en forma de cruz y el rosario. Salió muy lastimado. Algunos dicen que la criatura le dejó una enorme cicatriz en la espalda, cuando le hizo una herida que casi lo mató. Desde ese día lleva consigo en todo momento aquel puñal y el rosario.
–¡Es hora de volver a trabajar! –Gritó a lo lejos el capataz.
Los jóvenes dejaron de hablar y en silencio volvieron a las plantaciones a continuar la ardua labor. Mientras caminaba Pedro iba pensando en lo que le dijeron. Pensaba que era más probable la teoría de los militares antes de creer que un demonio se había llevado a su hermano. Sea como fuere, de algo estaba seguro. El capataz debía saber la verdad y el la averiguaría.
Las horas pasaron al ritmo del sonido de los machetes impactando contra las cañas y el sonido de las hojas siendo arrastradas y tiradas sobre el camión, hasta que finalmente llegó el ansiado anochecer.
Mientras todos se dirigían hacia las barracas, Pedro fue caminando más despacio, hasta que fue el último de la columna que caminaba a paso cansino hacia las camas.
–¿Qué demonios haces? –le preguntó Mario, retrocediendo hasta donde estaba su vecino de cama al ver su extraña actitud.
–Voy a averiguar que esta sucediendo.
–No. No puedes hacerlo. Vas a meterte en problemas.
–No te preocupes nadie me verá.
Cuando ya estuvieron en la puerta de la barraca, Pedro corrió hacia el costado y se ocultó tras una pila de cajones de madera. Mario observó con una mirada de desaprobación. Él fue el último entrar en las barracas y tras de sí colocó las trabas de madera en la puerta. Pedro ya no podría entrar hasta el amanecer.
Esperó casi una hora oculto tras los cajones, esperando que las luces de las barracas y de las casas se apagaran. Solamente permanecían prendidas las luces de los caminos que conectaban las plantaciones con el edificio de procesamiento y las casas de los demás capataces y del patrón. Caminó lentamente por las partes oscuras, intentando no pasar junto a alguna luz que lo delatara. A lo lejos vio un hombre saliendo de la casa del patrón. Era el señor Ortega. Caminaba apurado. Pedro decidió seguirlo desde lejos. Caminó unos doscientos metros desde la casa principal hasta una pequeña vivienda de madera con un bonito y bien cuidado cerco de ligustros prolijamente cortado. Un pequeño portón de madera da acceso a un pequeño camino de piedras y un patio con el césped cortado al ras. El techo de chapas contrastaba con las paredes de machimbre barnizado y la puerta pintada de un marrón fuerte al igual que las dos ventanas delanteras, le daban a la casa un aspecto agradable y acogedor.
Pedro observa como el viejo capataz abre el pequeño portón y lo cierra bruscamente. Luego entra al interior de su vivienda pegando un fuerte portazo que retumba en el silencio de la noche. El joven se acerca agazapado y salta agilmente el cerco de plantas. Se desliza hasta colocarse bajo la ventana abierta de la casa cuyas cortinas flameaban hacia el exterior mecidas por el viento. Pedro saca un pequeño puñal que tenía escondido bajo sus ropas. No está muy seguro de lo que va a hacer, piensa en meterse a la casa y hacerlo hablar por las malas, sin duda una decisión estúpida considerando su cuerpo delgado y la contextura robusta del capataz quien, además, era más experimentado y hasta se decía que había peleado contra un demonio. No tendría oportunidad alguna de doblegarlo, pero estaba decidido a intentarlo.
Tomó una profunda respiración, apretó su cuchillo y cuando estaba a punto de lanzarse hacia el interior escuchó al señor Ortega llorar.
–¡No puedo seguir haciendo esto!! –gritó el capataz entre llantos, lanzando una botella del wiski hacia el suelo luego de darle un profundo trago. –¡Maldito seas Baltazar por obligarme a hacer esto! No puedo seguir eligiendo gente para mandarlas a su muerte. ¡Ya no puedo! ¿A quién demonios se supone que debo enviar mañana? ¿Otro padre de familia? ¿Otro hijo? Debo seguir matando personas para que tu vivas como un rey a costa del sufrimiento de los demás! Maldito seas Baltazar. ¡Maldito!!
Pedro se sorprendió al ver al hombre rudo y que imponía temor y respeto llorando tan sentidamente. Lentamente se retiró hacia atrás y partió rumbo a las barracas. Arriesgarse esa noche había valido la pena. Mañana desaparecería otra persona y él iba a averiguar lo que estaba sucediendo.
Al llegar a las barracas, se percató que las puertas estaban cerradas y trabadas, por lo que no le quedó otra alternativa que volver a su escondite tras los cajones y acomodarse las horas que faltaban para el amanecer. Cuando se disponía a hacerlo escuchó crujidos en los cultivos que se mecían por el viento que comenzaba a soplar con intensidad. Se quedó inmóvil intentando ver algo, pero no pudo escuchar más que el silbido de las ráfagas. –No es nada. –Intentó tranquilizarse. Se acomodó lo mejor que pudo y sacó de su bolsillo una fotografía gastada y manchada donde se veía a su madre y a su hermano junto con él, posaban sonrientes.
–Pronto sabré lo que te paso hermano. Pronto lo sabré.
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