Capítulo 1.


Inclino mi vaso hacia arriba y el poco alcohol que quedaba en él se esparce por mi boca y cae por mi garganta como si se trata de agua, pero, aun así, mis ojos se cierran con fuerza, intentando buscar un poco más de claridad. El humo de cigarrillo y marihuana está esparcido por toda la sala mientras los cuerpos de mis amigos más cercanos se mueven de una forma ridícula al compás de una vieja canción de los años 90.

Todo es ruido a mí alrededor, las luces fluorescentes y la música que escapa por los parlantes me hacen sentir como si realmente yo no estuviera aquí. Mi cabeza gira y muchas veces la sonrisa titubea en mis labios, dejándome influenciar por la atmósfera sudorosa y alcoholizada.

Estoy consciente (irónicamente) que luego de esta fiesta mis vecinos se presentarán muy temprano en la mañana para quejarse que no han podido pegar un ojo por mi culpa. Muchos de ellos me insultarán y me dirán que me largue de aquí, pero yo no los tomaré en cuenta porque la resaca que me molestará me hará hacer oídos sordos.

Pero, también estará el idiota que me cuestione cómo es posible que Drew —mi hijo de seis años— pueda dormir con todo el ruido que yo mismo ocasiono. Y aunque yo tenga ganas de lanzar toda mi mierda contra ellos, tendré que curvar mis labios en una sonrisa y saludarlos, deseándoles buenos días, sólo porque Drew estará a mi lado.

—Hola, Nick...

Bajo la cabeza y parpadeo varias veces para aclarar mi visión. Nicole está frente a mí enrollando su ridículo pelo rosa en uno de sus dedos. Ella me agrada, en serio que lo hace, pero hay algo que no me gusta del todo. A veces, somos compañeros de cama y nos divertimos mucho, pero la insaciable necesidad de ella por formalizar una relación me provoca ganas de salir huyendo.

—Hola... —mi lengua se arrastra dentro de mi boca seca. Intento ir por una cerveza más, pero sus manos en mi pecho me detienen—. ¿Qué te pasa?

—No te has acercado a mí en toda la noche —murmura contra mi oído. Cuando captura el lóbulo de mi oreja entre sus dientes, suelto una risa parecida a un graznido—, y yo te extraño mucho.

—Acabas de llegar. —le recuerdo. Puedo estar borracho, pero no soy idiota.

—¿Te gusta mi vestido? —ignora mi acusación y se aleja un poco de mí para que yo pueda mirarla— Es lindo, ¿verdad?

—Es tan... —intento localizar el vestido, pero está tan ajustado que apenas logro encontrarlo— apretado.

—Sí —reconoce riendo y se vuelve a acercar a mí—. Inclusive, he tenido que dejar las bragas en casa.

Su secreto hace que me atore con mi propia saliva. La alejo un poco de mí porque ya estoy aburrido de las zorras como ella.

—Qué bien por ti. Sólo espero que no te de diarrea. Sería muy desagradable para todos encontrarse con tu mierda esparcida por el suelo.

—¡Eres un asqueroso!

Estoy a punto de mofarme de ella, pero su palma impacta con tal fuerza en mi mejilla que el ruido opaca levemente la música. Las personas que nos rodean miran entretenidos el corto ataque de furia que Nicole ha sufrido y todos ríen al verla caminar entre las personas, torciéndose los pies por culpa de los tacones tan altos que usaba.

—¿Diarrea? ¿En serio?

Tristan, mi mejor amigo aparece y me abraza por los hombros, sosteniendo dos cervezas en su mano. Me tiende una y yo le doy un largo trago, sintiendo como la garganta al fin se me humedece otra vez.

—Quería deshacerme de ella y sólo le dije lo primero que se me vino a la mente.

—Y lo hiciste, hermano —él ríe, apretándome contra él. El movimiento es tan repentino que la botella de cerveza resbala de mis labios y el líquido cae por mi mentón.

—Ten cuidado, idiota.

Él niega suavemente y se para frente a mí. Por el cambio repentino de su expresión sé que ha venido a decirme algo que posiblemente no me va a gustar.

—La vieja de la casa de al lado llamó a la policía. Otra vez.

Suelto un suspiro mientras froto mi frente con la mano libre. La policía tardaría por lo menos diez minutos en llegar y en ese lapso con suerte Tristan y yo podríamos sacar a todos los chicos de la casa más sin embargo no alcanzaríamos a ordenar una mierda. Miro a Tristan y él de inmediato entiende lo que tiene que hacer así que, va hasta la repisa que sostiene el estéreo y baja la música por completo.

De inmediato, un montón de silbidos en protesta se deja escuchar.

—¡Todo el mundo fuera! —grita Tristan y enciende las luces— ¡La fiesta se acabó!

Por supuesto, nadie lo toma en cuenta. Cabreado y listo para echar a patadas a todo aquél que se rehúse a irse, me subo en una silla y meto dos dedos en mi boca para silbar. Todas las miradas se posan en mí.

—Ya oyeron a Tristan. La fiesta se acabó y si no quieren que la policía los arreste por ser menores de edad y estar fumando marihuana, la mejor decisión que pueden tomar es irse cada uno a su casa o a algún lugar lejos de aquí. ¡Largo!

Ellos me ignoran, pero a lo lejos se comienzan a escuchar la sirena de una patrulla policial y todo el montón de chicos se disipa en cosa de segundos. En un intento inútil, Tristan y yo ordenamos la sala y corremos hasta el baño para refrescarnos la boca con enjuague bucal antes de que los oficiales toquen nuestra puerta.

—Anda a abrir. —le ordeno a mi mejor amigo, pero él me mira con el ceño fruncido.

—Esta no es mi casa. Anda a abrir tú.

Ruedo los ojos —Amigo te decían.

Me acerco a la puerta y antes de abrir, acerco mi mano a la boca para oler mi propio aliento. El olor a alcohol es nauseabundo. Giro la manilla y me encuentro con dos oficiales con las manos en la cintura luciendo su prominente placa policial adherida a su camisa celeste perfectamente planchada. Uno de ellos es alto y joven, rubio de ojos verdes mientras que el otro es regordete con un estúpido bigote que cubre la mayor parte de sus labios.

—Buenas noches. —los saludo en voz baja para que mi estado etílico pase desapercibido.

—Buenas noches. Hemos recibido un par de llamadas de sus vecinos, quejándose de que la música estaba muy fuerte y no pueden dormir. ¿Está dando una fiesta?

—No.

—¿Podemos pasar? —dice el viejo regordete.

—¿Tiene una orden, oficial?

El hombre estrecha sus ojos en mi dirección —No estamos haciendo un allanamiento de morada, señor. Pero, al ver que usted se rehúsa a dejarnos entrar no me quedará otra alternativa más que asumir que usted sí está dando una fiesta en un día de semana.

Tristan me susurra que lo mejor es dejarlo pasar y yo doy un paso al lado a regañadientes. Detesto a los policías y no es por nada personal sólo que ellos siempre están haciendo un abuso de poder injustificado. Cada vez que alguna persona se niega a hacer lo que dicen, ellos comienzan a sacar hipótesis equivocadas (en este caso no es así) y obligan a las personas a hacer lo que se les pegue la puta gana.

Los oficiales miran a su alrededor y sus ojos acusadores se posan en nosotros, otra vez. Tristan, que había mantenido sujeta la cerveza, la esconde detrás de su espalda. Es obvio que aquí se estaba dando una fiesta, pero lo negaré hasta el final.

—Sólo era una reunión de amigos —me excuso con aparente desinterés— pero, como ustedes pueden darse cuenta, ya se terminó.

—¿Usted realmente cree que nosotros somos idiotas, no? —el oficial joven saca la voz por primera vez. Tristan y yo compartimos una mirada cómplice y volvimos la vista a ellos.

—No hace falta responder a esa pregunta, oficial. —responde mi amigo.

—¿Cuál es su nombre? —el regordete me pregunta.

—Nicolai.

—Bien, Nicolai, escucha. Llevo toda la semana recibiendo llamadas de personas que se quejan porque estás haciendo fiestas entre días de semanas. ¿Sabes que están prohibidas las fiestas de lunes a viernes?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Porque esta es mi casa, señor —aclaro— y supongo que puedo hacer lo que me plazca.

—Menos molestar a tus vecinos.

—Disculpe que lo contradiga, pero no es mi problema que a ellos les moleste la música. Mientras yo no vaya a sus casas a molestarlos, ellos no deberían por qué meterse y arruinar mis reuniones.

El hombre aprieta los dientes con tanta fuerza que el sonido hace estremecer a su acompañante. El oficial más joven le dice algo al oído y el hombre asiente, resignado.

—Espero que esta sea la última vez, jovencito —dice mientras se acerca a la puerta— porque la próxima vez que reciba una llamada de alguna persona que se queja porque estás alterando el orden público, yo mismo vendré y te llevaré arrestado.

—Sí, como sea. Buenas noches.

Él intenta replicar algo, pero las palabras quedan detenidas en su boca cuando yo le cierro la puerta en las narices.

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