Capítulo 1 - El primer obstáculo de Ariella (II)
Continué con mi trabajo, esperanzada de que el día terminara rápido, a pesar de que no me incomodara hacer el trabajo rudo que siempre terminaban encomendándome a mí, ya que los demás eran demasiado débiles para completar las tareas que les mandaban; lo insoportable era encontrarme en los campos de arado sin ningún atajo, bajo los rayos directos del sol, abrasando cada parte de mi piel, aunque al menos lograba soportarlo más que antes porque mi piel ya no se enrojecía y ardía como en los primeros días de mi jornada, ahora era lo suficientemente fuerte como para no regresar adolorida a casa.
—Mmm... disculpa. —El niño pequeño de antes se acercó a mí un poco temeroso, intentando ocultarse a mi lado—. Gracias por ayudarme.
—Descuida, no es ningún problema —aseguré lo más firme que pude, ya se encontraba demasiado asustado desde el momento en que estaban a punto de propinarle un castigo.
—No... no tengo con qué pagarte —trastabilló mientras intentaba cargar la recolecta con su frágil cuerpo; aún no entendía cómo podían permitir qué los niños trabajaran si no tenían las condiciones para hacerlo, y eso sólo me enfurecía más, aunque debía aguantarme, o eso le traería más consecuencias al pobre niño.
—No tienes por qué hacerlo, además mira, soy muy fuerte —anuncié tomando dos costales pesados sobre mi hombro.
—Ya lo sé, todos hablan de ti.
—¿En serio?
—Sí, eres la heroína del campo.
—¿La heroína del campo?, no suena nada mal, tal vez me haga famosa —sopesé sin ningún desagrado ante la idea.
—Me gustaría ser como tú, eres demasiado fuerte para ser una mujer. ¿Me enseñarías a ser más fuerte?
—¡Oye tú! ¡¿Qué crees que estás haciendo?! ¡Ponte a trabajar!, mocosa insolente, no es tiempo de platicar, la cosecha debe estar lista, ya se acerca la primera fase. —El jefe de supervisión encargado de nuestra área se dirigió enfurecido a nosotros al percatarse de nuestra plática.
La primera fase, por poco olvidaba que ya se acercaba la primera fase, una de las festividades más grandes del imperio de Lyasyl donde se convocaban a los once reinos faltantes durante el primer plenilunio. Seguramente era una ocasión donde los ricos se hastiaban en los banquetes mientras los pobres se morían de hambre, y aquella idea me repugnaba.
Hice caso omiso a cualquiera de mis pensamientos, no era bueno encontrarme ensimismada mientras trabajaba o podría cometer un fallo que me quitaría nuestro sustento; no podía permitirme ningún error, simplemente obedecer y callar, sólo un poco más, hasta que reuniera el dinero suficiente y quizás encontrara un empleo mejor en la ciudad.
A veces realmente odiaba haber nacido humana, pero después recordaba todas las injusticias que recibíamos, y mi humanidad me recordaba mantenerme humilde porque jamás sería como las desagradables hadas.
Durante nuestra jornada, las órdenes eran interminables y procuraba acatarlas todas al pie de la letra, ofreciendo un poco de ayuda extra a quien ya no era capaz de continuar más, debido a la rudeza con la que todos los trabajadores eran tratados; era una rutina lo suficientemente agotadora como para sentirse mortal, más aún en las decadentes condiciones alimenticias y de cuidados básicos de muchos.
Mi trabajo terminaba hasta muy pasada la tarde, cuando el ocaso casi se presenciaba, y a diferencia de los demás, yo podía regresar a casa con mi tía; considerado un privilegio en comparación de la mayoría de trabajadores que no tenían un hogar donde vivir y se habían visto en la necesidad de vender sus vidas como esclavos de las hadas, permaneciendo las veinticuatro horas del día en este lugar como simples siervos sin voluntad.
Mi turno ya casi llegaba a su fin, por lo que yo me encontraba alistando las últimas recolectas del día para ir a depositarlas al almacén.
—¡Connor! —Una voz demandante captó mi atención, por lo que retrocedí unos pasos para escuchar con mayor atención y echar un vistazo al borde de uno de los graneros.
—Oh, su señoría, no esperaba que regresara tan pronto. —¿Un hada?, ¿qué hacía un hada aquí?, ¿acaso sería el señor de estas tierras?
—¿No esperabas que regresara?
—Disculpe mi arrogancia, no soy nada más que su humilde servidor. —Reconocí en seguida que se trataba de uno de nuestros jefes de supervisión.
—Levántate, eres demasiado patético. Necesito los detalles de mi producción, mañana vendrá una visita muy importante y no puedo permitirme mostrarle mediocridades a la reina.
—¿La reina? ¡Oh mi señor! Su magnificencia no se verá arruinada por ninguna circunstancia.
—Eso ya lo sé —soltó como si le repudiara el solo hecho de encontrase en un lugar rodeado de humanos.
«¿La reina de las hadas vendría directamente a supervisar los campos de cultivos?» Él solo pensamiento de aquella situación me aterraba. No encontraba una explicación coherente para que los altos mandos se dirigieran a la parte más desolada de la Tierra, por lo que caí en cuenta, únicamente significarían pésimas noticias. Me horrorizaba la sola idea de la presencia de las hadas sin mencionar a la gran reina de Lyasyl; en estas circunstancias el destino para nosotros, los humanos que trabajábamos en «sus» tierras representaría un riesgo máximo de vida o muerte.
Sin percatarme del todo de mis actos, casi dejo soltar una canasta con la última recolecta que llevaba, aunque afortunadamente logré sujetarla a tiempo no sin hacer ruido en mi intento por no estropear ninguno de los sacos que disponía a mi lado con millares de granos y espigas.
—Connor, ¿hay alguien más aquí?
—No, su señoría. La mayoría de los trabajadores han terminado su turno y los que no, deben estar en el gran almacén.
—Es extraño, juraría haber escuchado algo, pero no veo nada.
—No tiene por qué preocuparse, debe haber sido una rata de campo, mi señor —sostuvo con cautela, aunque con un deje de ansiedad en su voz.
—Yo te diré cuándo tienes que preocuparte o terminarás igual que una rata de campo. —Aquel hada parecía haber sujetado fuertemente al jefe de supervisión por la brusquedad en sus movimientos.
—Su señoría, por favor, le suplico tenga piedad con este servidor suyo por mi actitud blasfema y arrogante.
—De cualquier manera, cuando venga la reina se va a encargar de toda la basura de este lugar. Levántate, Connor, no puedo desperdiciar mi tiempo con inútiles.
—Oh, mi señor, doy gracias por su infinita naturaleza piadosa.
Mantuve la respiración por tanto tiempo como me permitieron mis pulmones mientras permanecía oculta en la parte trasera del granero. Milagrosamente no me descubrieron y permanecí en silencio hasta que estuve completamente segura de que ambos se habían marchado.
A pesar del miedo que persistía en los poros de mi piel, recuperé la compostura tratando de no darle importancia a lo que acababa de presenciar para poder terminar con las labores que me correspondían y regresar lo más pronto a casa con mi tía.
El ocaso anunciaba el término de mi jornada y el frío empezaba a escocer mi piel que había estado expuesta durante todo el día a merced del sol. Las quemaduras ya no dolían como antes y solo debía realizar un masaje sobre mis músculos para relajar la tensión que provocaba el arduo esfuerzo físico. De cierta forma, el viento fresco en el cielo a punto de oscurecer me tranquilizaba, me daba la oportunidad de respirar holgadamente; por un momento las preocupaciones desaparecían de mi mente.
***
—¡Ariella! —No bien giré la cerradura de la entrada, mi tía me esperaba cerca de un pequeño sofá que manteníamos en la parte del recibidor, pese a que nunca teníamos visitas.
—¡Tía Esther! ¿Qué haces de pie a esta hora? —La cuestioné al verla caminando dispuesta a abrir la puerta antes de que ingresara.
—Ay niña, no se puede contigo, siempre me estás regañando.
—No es que quiera hacerlo, tía. Solo me preocupo por tu salud.
—Lo entiendo, mi niña. ¿Cómo fue tu día hoy? —El semblante de mi tía seguía tan radiante como en la mañana, por lo que sentí un poco de alivio.
—Mmm... fue como cualquier otro día, realmente —respondí en un intento por no tener que explicar lo que había sucedido una hora antes, al mismo tiempo que la ayude a tomar descanso en el sofá.
—Ariella, hay algo que no me estas contando. —Mi tía era bastante perspicaz, ya debería haber advertido que no le podría ocultar nada.
—No es así, es solo que escuché por casualidad que la reina se presentaría mañana a supervisar nuestra producción —articulé de la manera más sencilla.
—¿La reina?, ¿quieres decir Ydgrim? —su expresión cambio, su mirada se volvió rígida, como si el color de su rostro la hubiera abandonado por completo.
—¿Ydgrim? —inquirí, estaba segura de no haber escuchado ese nombre en mi vida.
—La reina de Lyasyl. —aclaró. No recordaba en realidad cuál era su nombre, aunque no era algo que verdaderamente me importara, en especial con los nombres extravagantes que se adjudicaba la nobleza de las hadas.
—¿De quién escuchaste eso? —cuestionó inspirando profundamente.
—Ah... eso sucedió cuando uno de los jefes de supervisión estaba hablando con el señor de las tierras. —Intenté explicar sin hacer evidente que accidentalmente lo había escuchado a escondidas.
—No... no puede ser. —Mi tía me tomó de las manos, cayendo en cuenta del temblor en estas—. Mañana no irás —sentenció con toda la dureza que sus fuerzas le permitían.
—¿Qué sucede tía? —Traté de sosegar su abrupta inquietud, masajeando sus manos con las yemas de mis pulgares.
—Es algo complicado de explicar, pero no puedes ir. —Relajó un poco el ceño con voz más serena—. La reina es muy peligrosa, será mejor que no vayas —declaró con severidad.
—¿Por qué?
—Ariella, mi niña, tendremos que ir a la ciudad —enunció sin realmente darle respuesta a mi pregunta.
—¿A la ciudad?, pero ¿cómo podremos ir en estos momentos? —interpelé con un creciente desasosiego.
—No te preocupes, mi niña, yo encontraré la forma de mantenernos seguras —afirmó con voz calma.
No comprendía del todo la reacción de mi tía al mencionar que la reina se presentaría en las tierras donde yo trabajaba, entendía que era peligroso porque por un descuido podría perder todo lo que teníamos e incluso mucho peor, pero de eso a súbitamente decidir que tendríamos que mudarnos a la ciudad no encontraba el porqué.
Decidí dejar descansar a mi tía después de la fuerte carga de emociones que había alterado su ritmo cardíaco. Velé por una solución para que mi tía recuperara la salud y que nunca más se preocupara por nuestra situación. A veces pensaba que en parte era culpa mía, porque a causa de mí tenía que haberse sacrificado y eso le había costado su salud.
Sin reparar en nada más, me recosté sobre la almohada de mi habitación habiendo apagado todas las lámparas y cedí ante la pesadez de mi cuerpo, esperando tener la mente resuelta al día siguiente.
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