Esta maldición de mí.
¿Si existen las personas perfectas? Es un hecho.
Un caballero una vez conoció a una dama y esta era hermosa, tan hermosa que parecía mentira, y era pura, tan pura que no podías tocarla sin sentir culpa.
Su pelo era el más oscuro que él había divisado en toda su existencia, brillaba como la noche llena de estrellas y soplaba junto al viento como la seda. Su piel era blanca y suave, blanda y apretable, con una figura deseosa que era enteramente una escultura, tan delicada y a la vez tan curvilínea y tan frondosa, era increíble. Y su rostro... Su rostro era único, sus rasgos, divinamente simétricos. Su impecable belleza junto a unos labios carnosos bien pintados de rojo, aparentando una dulce y jugosa fresa . Su voz era la melodía más celestial que él jamás había oído, cálida y cariñosa, majestuosa. Sus ojos azules como el mar, grandes y luminosos, tan llenos de vida, tan llenos de amor... Y todo era de él.
Ella era tan perfecta, y él era un monstruo, ella lo amaba con cada latido de su corazón, y él la amaba con cada célula de su cuerpo.
Su amor por esa doncella llegaba más lejos que cualquier amor existente sobre la tierra, más allá que el de Romeo y Julieta, más allá que el de Shah Jehan y Muntaz Mahal. Su amor era tan loco, tan psicótico, que dolía.
Cuando ella lo vio por primera vez quedó impactada con él. Su anomalía y su forma de ser habían flechado su corazón, su soledad y su ingrato léxico le había llamado poderosamente la atención. Él se creía superior a todos los demás hombres, y a todas las mujeres también. Su intelecto abarcaba gran parte de lo que él era, lo nutria hasta el agotamiento, y enfocaba su atención únicamente en esto, así que era un hombre descuidado, falto de elegancia, reacio, y era por esto mismo que vivía alejado de todo mundo, en una enorme casa, en el medio del bosque.
La maravillosa dama comenzó a acercársele sin previo aviso, él la mantenía a distancia, ella le hablaba, le sonreía, le coqueteaba, él la ignoraba, hasta que ella soltó un par de palabras "Te amo".
Ella era hermosa. Tan bondadosa, tan apacible, era tan fresca, tan simpática, tan gloriosa, y lo amaba.
Él le había puesto los ojos encima desde el primer día como todo mundo. Nunca había querido enamorarse de ella, pues sabía muy bien qué le esperaba, pero se había dejado llevar por sus emociones y la había llevado a su casa, y la mantendría allí a su devoción, esperando que se marchara, como si la hubiera acompañado de la mano hasta un precipicio esperando que saltara.
La joven mujer aguantó todo lo que él le hacía para seguir a su lado. El brusco hombre la hacía juntar rosas para que se pinchara, así podía oírla llorar y entonces se deleitaba de gusto. La bañaba con agua fría, para poder besar sus labios helados y sentir suaves escalofríos, incluso la obligaba a guardar silencio todo el día, a salir de la casa, a ser vista u oída por otras personas, pero a ella nada le importaba, mientras a su lado estaba, era feliz. Sin embargo, y pese a todas las cosas malas que él le hacía, ella le hacía aún peor. Verla dormida en el sillón frente al hogar, toda pálida y con sus labios morados era una imagen tentadora. Su vestido blanco dejaba transparentar las partes más íntimas de esa belleza, sentía como si pudiera verla parada sobre el sillón, contorneado ese cuerpo voluminoso, jugando con su silueta en el suelo, provocando en él unas insaciables ganas de tomarla y tenerla al menos una vez, pero pronto sus fantasías se hacían humo y volvía a verla dormida en el sillón. No podía hacerlo, nadie podía tocarla, ni siquiera él, el hombre que ella decía amar, eso lo llevaría directo al infierno por tratar de profanar un ser tan angelical.
Su actitud con ella de a poco cambiaba. Su gran amor que antes inspiraba esa postura odiosa, había cesado. Ella podía acércasele, no tenía que guardar sus emociones ni debía estar rígida cuando él la besaba. Podía salir de la casa a caminar por el bosque junto con él, podía tomarlo de la mano, dormía en una cómoda cama de acolchados rojos, ya no pasaba frío, incluso tenía el derecho de gastar aquellas encantadoras palabras que alguna vez le había regalado "Te amo".
Ella podía hacer lo que gustara, pero simplemente a él lo incomodaba.
Ella era frágil, tan ingenua, tan infantil, era tan tonta, tan ciega, tan tentadora.
Su cabeza parecía no pensar en otra cosa, la observaba mientras jugaba bajo la lluvia, iba y venía, tan contenta, tan animada, sus mejillas rosas se distinguían a distancia. Ella se dejaba caer sentada en el suelo, fuera de la casa, su ropa empapada se adhería a su piel y le dejaba ver con claridad la mujer que era, tan fina y tan completa. Él relamía sus labios con odio, se castigaba pensando que jamás iba a ser suya, y simplemente no sabía que su corazón ya lo era. Sus cabellos húmedos corrían por su cuerpo, sus ojos claros miraban al horizonte como si estuviera dentro de un cuento de hadas, todo era estupendo para ella, lo tenía todo, y él a su vez no tenía nada. No le encontraba solución coherente a sus problemas, la amaba demasiado, había esperado por que ella se fuera de su vida, que desapareciera, pero lejos de eso ella seguía allí, amándolo con locura, porque no había otra palabra para describirlo. Después de tanto dolor, de tanta miseria, de tanta angustia, aún seguía ahí, recibiendolo con un beso cada mañana, hablándole con ternura, abrazándolo siempre ajena a todo desprecio, a toda falta de afecto.
Una mañana salieron a caminar como dos enamorados, ella lo llevó de la mano todo un sendero, tomó una rosa y se clavó una espina, él tomó su dedo y lo besó. Ella le regaló una sonrisa, pensó que al fin las cosas cambiarían, pero contrario a eso su caballero tenía algo más que quería mostrarle, algo más de su amor para entregarle.
Él llevaba puesto siempre un sombrero, ella lo levantaba cada vez que él lo dejaba caer, pero esa vez sería la última.
El hombre hizo caso omiso a su perfecta dama cuando se adentró en el bosque por su cuenta, ella lo siguió sin dudarlo, confiada, como amaestrada. Él caminaba rápido, cada vez más rápido, y en un abrir y cerrar de ojos lo había perdido de vista. Lo llamó en voz alta por todos lados, pero nunca respondió, la joven damisela estaba a punto de soltar una lágrima desesperanzada, creyó que la había abandonado, pero no era así, él la amaba demasiado como para dejarla en el medio del bosque, sola y sin refugio. La muchacha caminó dos pasos y halló el sombrero tirado, su sonrisa volvió a sus labios, él aún estaba a su lado. Se agachó para tomarlo en sus manos cuando una sombra se le acercó por detrás. Fue tan suave, tan repentino, la unanimidad con la que escuchó las palabras y sintió la afilada hoja en su cuello, "Te amo". Apretó levemente en la garganta de la hermosa joven cuando su piel blanca se manchó de rojo y su vestido de igual color, sus rodillas volvieron a tocar el suelo y su cuerpo descansó bajo sus pies. Aún podía verse en el reflejo de sus ojos, él fue su última imagen.
Tomó sus párpados con extrema dulzura y los cerró con la yema de sus dedos, la tomó en sus brazos y se incorporó camino a casa. El sendero que tiempo atrás habían recorrido juntos dejó una huella carmesí en lo que caminaba, y llegó a la recamara en la que ella había pasado sus últimos días. Su aroma podía sentirse en el aire. La acostó sobre las rojas colchas que hacían juego con su collar de sangre y puso un puñado de rosas llenas de espinas en sus manos, se acercó a ella y besó sus labios, tibios aún, pero que pronto se tornarían fríos y morados, y así la hizo dormir para siempre, sin haberla tocado, sin haberla sentido, sin haber experimentado el amor que ella tenía para entregarle.
Él dejó la habitación y se despidió de su figura mirándola por última vez, era tan brillante que hasta extinta era divina, era tan hermosa que hasta tiesa era impetuosa, era tan única que hasta muerta la sentía viva. Se marchó entonces, dejándola sola y sin respirar, fría y pálida, e incluso así casi perfecta, como había pasado todo el tiempo que él la tuvo en sus manos.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top