Capítulo 2-Varones cobardes
Satoshi amaneció antes que el sol, pues hacía las veces de jardinero y el verde pasto de la okiya[1] de Kiyoshi, no se iba a cortar solo. Aunque, a menudo hacía labores de jardinería, allí era el chico-para-todo. Cualquier problema que hubiera, lo buscaban a él. Todos allí confiaban en él, ninguna geisha se sentía intimidada por la presencia masculina.
Era una persona humilde, vivía con lo poco que tenía y nunca maldecía por ello (aunque sí por otras cosas). Lucía su yukata pulcro pues estaba en una okiya y aunque, no estuviera cara al público, debía guardar las apariencias. El cabello largo, recogido en una cola.
Recogía las hojas secas, el otoño deshojaba copas de nogal y la brisa traía consigo olor a lirio. Era su estación favorita. Dirigió la mirada al cielo preguntándose tal vez, cuantos otoños le quedaban por vivir. Con un brazo se secó el sudor de la frente, estaba en calma, el trabajo dignificaba, o por lo menos lo estaba, hasta que empezó a escuchar gritos.
¿Tan pronto en la mañana? Se dijo, venían del cuarto de Aiko, una de las geishas más hermosas que tenían y que, por ende, sufría más abusos de los que a Satoshi le gustaría. Él creía que se debía a que era de carácter débil, no se sabía hacer respetar, las mujeres tenían armas para hacerlo a su modo. Ella era demasiado dulce y gentil y eso algunos varones cobardes lo interpretaban como una oportunidad de abusar de su posición.
Varones cobardes, mi desayuno favorito.
Fue hasta allá, deslizó la puerta corrediza y se encontró con la siguiente situación:
Ella con la espalda contra el tatami y un hombre, imaginaba que era hombre, que lucía como un cerdo seboso, sobre ella. Con las manos trataba de deshacerse de su obi y ella lloraba, él reía. Despreciable se dijo el jardinero.
—Eh, cerdo seboso, tienes lo que tarde en llegar a ti para irte voluntariamente.
El hombre se giró hacia él con sorpresa, pero al mirarlo de arriba a abajo sonrió de medio lado.
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Hiroshi hacía la patrulla, le habían dicho que por esa zona avistaron a un carterista, su deber según el daimyō, era asegurarse de que la ciudad estuviera a salvo. Eso hacía. A sus otros compañeros samuráis no les entusiasmaba, ellos querían ir a la guerra, quemar los bosques de los que los monstruos parecían salir.
Pero ellos ya viven en guerra Se decía sólo aquellos que aman la paz, tienen motivos para empezar una guerra. Repetía esas palabras. Él había estado en la guerra y ahí no quería volver, era una cosa cruel e innecesaria y morían más inocentes que criminales. ¿Merecía la pena lo que quedaba después? Solo esbozos de lo que pudo ser y ya no sería.
Hiroshi, recordaba cada vida que quitaba, por cada una de ellas, tallaba en un árbol de su jardín un haiku para no olvidar. No era arrepentimiento, era respeto, todo el mundo era digno en la muerte, otros ya se encargarían de juzgar si en vida lo fueron también.
En eso estaba cuando comenzó a escuchar gritos y lamentos provenir de una okiya. No tuvo que meter demasiado su nariz cuando vio a un joven arrastrar por el pescuezo a un hombre. Tuvo que apartarse pues lo arrojó fuera, justo hacia dónde él estaba. El hombre lloraba y tenía un ojo morado.
—¡Y no vuelvas más, miserable cerdo! —Dijo el joven de fina figura, pero voz grave.
El, denominado, cerdo, cayó a sus pies y alzó la vista para darse cuenta de que trataba con un samurái.
—¡Mi señor! ¡He sido atacado sin motivo!, por favor, deténgalo. —Y se aferró a los bajos de su kimono. Hiroshi se apartó.
El joven que ya se estaba marchando, volvió sobre sus pasos.
—¡Serás mentiroso, cerdo despreciable! ¡Como vaya para allá pondré tu cabeza en una pica!
Hiroshi, estaba sorprendido, estaba seguro de que ese joven se había dado cuenta de que él era un samurái. Nadie hablaba de ese modo cuando una autoridad de su calibre estaba presente.
—De hecho, con vos quiero hablar. —Le indicó que se acercase.
Sus miradas se toparon, aquellos ojos glaucos lo vieron con tal desafío y fiereza que dudó.
¿Ojos glaucos? ¿Dónde los he visto antes? El corazón le dio un bote en el pecho. Sin embargo el joven caminó hasta él con parsimonia. El cerdo seguía llorando a sus pies.
—¡Eso! ¡Fue él! ¡Es un criminal! ¡Todo el mundo va a saber!
Vio que el acusado hacía el amago de patearlo, pero se detuvo de inmediato cuando Hiroshi se interpuso.
—No más violencia, quiero una explicación.
—¡Ese! ¡Me asaltó! ¡Quería robar mi oro! —Empezó a decir el hombre.
El agresor frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Pero, ¿Qué dices, cerdo? Si el oro que llevas encima, es falso —suspiró y escupió al suelo muy cerca de aquel hombre, luego se dirigió de mala gana al samurái—. Este "hombre" agredió a una de nuestras geishas. —Hizo comillas con los dedos
—¡Mentira!
Hiroshi observó a uno y luego a otro. Como Samurái, la gente esperaba de él que hablase en nombre de la justicia y el buen nombre, una decisión errada pesaría en su conciencia.
—No miento, miradle las uñas y me creeréis.
Eso hizo, se acuclilló y tomó su mano: en la derecha nada, pero en la izquierda vio un pequeño pedazo de tela. Lo extrajo y lo examinó de cerca, por la textura se dio cuenta de que era seda.
—¡Eso no es ninguna prueba! ¡Me atacaron!
Frunció el ceño, todo apuntaba a que el joven tenía razón si realmente quisieran robarle, ¿Qué hacía en una okiya? ¿Y por qué lo sacaba así para que lo viera todo el mundo? Sin embargo, se chico era demasiado observador. ¿Cómo es que sabía que en las uñas tenía eso? Era extraño.
—Quedaos aquí conmigo —le dijo al hombre, no se iría sin al menos una advertencia—. En cuanto a vos, yo me encargo de este caso desde ahora.
El joven se echó las manos tras la nuca y lo observó solo un instante con los ojos entrecerrados. Ojos glaucos. Glaucos como los de esa geisha, y su corazón se agitó de nuevo.
—Me es indiferente lo que hagáis con la basura después de que ya la haya sacado.
Pero no era, los ojos sí, las formas no, la voz tampoco. Ni siquiera la mirada era la misma, ¿Cuántas personas había allí con ojos glaucos?
—En la okiya, ¿no os enseñan a agradecer? —Arqueó una ceja.
—Vos deberíais agradecerme a mí —apuntó el joven— ya que os he hecho el trabajo. —Hizo una breve inclinación de cabeza y se dispuso a marcharse.
¡Pero qué joven! Hablándole así a un samurái, ¿acaso no tenía miedo? Hiroshi, no era así, pero no todos los que eran como él tenían tanta paciencia y saber estar.
—Esperad. —Se descubrió diciendo, el cerdo seguía lloriqueando y suplicando, pero no lo escuchó.
El joven se volvió y aquella mirada fría fue de nuevo a él como ventisca azotando su rostro.
—¿Os conozco?
Él lo miró en silencio y ladeó su cabeza levemente hacia un lado antes de devolverla a su posición inicial.
—Ah no sé, vos sabréis si me conocéis. —dijo e hizo el amago de marcharse.
—Esperad.
—¿Ahora qué? —Respondió de mala gana.
—Vuestro nombre.
El joven curvó sus labios en una mueca de hastío, sin embargo finalmente dijo:
—Satoshi.
—¿Satoshi qué? —Inquirió, no le parecería correcto llamarlo por su nombre de pila sin apenas conocerlo.
—Satoshi y nada más.
Eso lo sorprendió, ¿Una persona sin apellido? ¿Era eso posible? ¿A quién pertenecía? ¿De quién era? ¿De dónde venía? Tan atribulado lo tenían las dudas, que no lo vio irse. Era sigiloso.
Hiroshi se quedó con la palabra en la boca, ¿Qué demonios acababa de pasar? Satoshi Se dijo. Si mal no recordaba, escrito con el kanji 聡 que se usaba para "sabio", como nombre adoptaba el significado de "hombre que ve con claridad".
—Mi señor, soy inocente. —Insistió el cerdo.
—Debería ejecutaros aquí mismo —expresó y vio al hombre tensarse. Para Hiroshi, hombre que tocaba a una mujer sin su consentimiento, era de todo menos honorable—. Los burdeles oiran están en la calle paralela, si os vuelvo a ver merodear por aquí, a hierro será vuestro castigo. —Y llevó la mano a una de sus katanas en advertencia.
—¡Sí, mi señor! ¡Me arrepiento mucho!
Hiroshi, sabía que no, esa clase de hombres acababa volviendo a las andadas, pero la ley no estaba de su parte en esa ocasión. Lo mejor que podía hacer era intimidarlo y esperar a que no se repitiera, o a poder pillarlo con las manos en la masa, en cuyo caso sí podía hacer algo al respecto.
No dijo nada más, le indicó con la cabeza el camino y aquella sabandija se escabulló. Hiroshi suspiró y miró de nuevo hacia la okiya, Kiyoshi, leyó. No la conocía, lucía bastante humilde: pequeña estructura y una de las letras estaba descolorida.
No dejaba de darle vueltas a aquellos ojos. No podía haber tantos japoneses luciendo así, pero pensar que Kaoru y Satoshi eran la misma persona... Pensó de nuevo en su forma de moverse, en cómo había escupido al suelo, en aquella mano cerrándose alrededor del pescuezo del cerdo como si se tratara de su presa. Luego en Kaoru, aquella mirada gentil que ocultaba sus vergüenzas tras capas de pestañas, abanicos y el propio kimono, y en sus manos que amasaban piel como mochis. ¿Podía una persona cambiar tanto de un momento a otro?
El sueño me está afectando pensó. No había podido dormir bien de nuevo, en realidad, nunca descansaba bien. No obstante, se dio cuenta de ese hecho el día que conoció a Kaoru. Se avergonzaba de recordar cómo se durmió allí en medio, dejándose expuesto ante el peligro, Satoru aún le hacía mofa al respecto. Sin embargo, ya no volvió a dormir así, cuando despertó estaba tan tranquilo y vital a la vez...
Yo nunca me levanto así meditó. Hiroshi se levantaba y lo primero que pensaba era "Tengo que", "Debo de". Aquel día amaneció y lo hizo con una sonrisa y no con una arruga en el ceño. No sabía qué tipo de magia había ejercido sobre él, pero quería volver a ver a Kaoru.
De cualquier modo, se fue a terminar su patrulla. La jornada de un samurái empezaba a las cuatro, hora en la que debía asearse y terminaba al anochecer. Era cuestión de disciplina. El buen samurái no tenía más vida que la de servir al propósito para el cual fue reclamado. El suyo era proteger al daimyō de Shikoku, aunque él tuviera una misión secreta.
Shikoku era una isla pequeña, gozaban con el beneficio del aislamiento. No era atacada habitualmente, pero el shogun podía reclamar tropas en cualquier momento. Ninguna región se libraba de sus deberes y obligaciones para con la máxima autoridad.
Japón pertenecía al shogun y los daimyō, eran los encargados de administrar en su nombre, las distintas regiones. Las ciudades rendían tributo al shogun , así era cómo funcionaba. En especial, ellos estaban establecidos en Kochi, que era la capital de Shikoku.
Hiroshi, se reunió con Satoru, como de costumbre, tras terminar su patrulla. Era un hombre muy amigable y siempre olvidaba usar los honoríficos, le sorprendía que hubiera llegado a samurái, pero era agradable.
—Hiro-kun, ¿Me echaste de menos? Tu cara es larga hoy también. —Rio Satoru.
Reconocía que al principio le inquietaba que usara su nombre de pila y que además empleara el honorífico "kun" para dirigirse a alguien más joven o de bajo rango. También indicaba cercanía. Ahora le daba igual. Aunque tampoco permitiría que otro samurái le hablase de ese modo irrespetuoso. Tenía algo llamado "honor".
Hizo una leve inclinación de cabeza. Satoru era mayor que él, pero siempre lucía más vital. Se preguntaba cómo lo hacía, tal vez solo la edad podía darle a uno el derecho de pervertir los principios.
—Tanaka-san —saludó por su apellido, como debía ser.
—¡Vamos, hombre! Un poco más de sangre, que no estamos en un entierro. —Le propinó tal manotazo en la espalda que por poco lo dejó doblado.
—¿Iréis de fiesta hoy también?
—Pues claro —dijo como si fuera evidente—, y antes de que digas nada al respecto, te diré que es derecho del hombre festejar que el día acabó.
Hiroshi, de forma indirecta (y no tan indirecta) le había expresado muchas veces su disconformidad con esas prácticas. No porque fueran ilícitas, sino porque un samurái debía estar en plenas facultades siempre, beber todos los días mermaba la mente y el cuerpo al día siguiente. Sin embargo, se encontró con aquel dilema...
—Iré. —Anunció
—¿Perdona? —Satoru lo miró estupefacto.
—Iré a la fiesta.
—¡Agárrame que me desmayo! —Exclamó posando una mano en su hombro. Era un samurái muy extraño, poco convencional, pero todos lo respetaban por su gran pericia en el combate. Decíase que empuñaba hasta tres espadas a la vez— ¿Tú yendo a fiestas voluntariamente, sin que yo tenga que arrastrarte?
Hiroshi no dijo nada, no veía la necesidad. Tampoco era como para montar un espectáculo que un hombre quisiera divertirse, era lo normal.
—¡¿Será que el pequeño Hiro-chan, se despertó?! —Miró hacia abajo en la anatomía de Hiroshi—. No te preocupes, te llevaré con las mejores.
—Eso no. —Contestó, por ahí no pasaba.
No estaba en contra de la prostitución como tal, pero no se sentía cómodo con la idea de pensar que pagaba por cuerpos. La mayoría de mujeres y hombres que se daban al oficio del placer, no lo hacían por gusto, así lo conocía él, y no contribuiría. Además, hacía mucho tiempo que no tenía ese tipo de deseos.
Satoru se rio, ese hombre siempre reía por todo.
—Vale, vale, no sea que se te asuste el pajarito, pasito a pasito.
Vulgar fue todo lo que pensó, pero como de costumbre, no lo dijo. Nadie veía a través de esa expresión seria.
Así que, fue a dicha fiesta con la esperanza de que Kaoru apareciera. Era improbable, según sabía, ella aparecía de forma aleatoria en cualquier lado. Alguna vez, acompañaba a un señor, si es que él conseguía cazarla y contratarla, pero no era lo común. Aparecía sola y se iba sola.
¿Por qué tanto misterio? Se preguntaba. Hiroshi se sentó junto a la puerta, su vaso de sake a medio vaciar, pero se aseguró de rellenar el de Satoru cada que se vaciaba, pues estaba mal visto que uno mismo se sirviera sake. Su colega quería traer oirans, a él le desagradaba. La prostitución en Japón era ilegal, salvo el caso de los oiran, que eran como geishas pero destinadas a fines más... recreativos.
Hiroshi era radical en esa postura, o se permitía o no, medias tintas no iban con él. Así que no andaba con oirans. Por lo que en la fiesta había geishas y bailarinas. En especial, entró una maiko de gran belleza y finura. Las maikos eran aprendices de geisha y se diferenciaban de estas por: llevar demasiados adornos en el cabello, kimonos mucho más vistosos, entre otros detalles que Hiroshi desconocía.
Sin duda, era hermosa, pero estaba nerviosa. Hiroshi lo notaba, pero no era asunto suyo, estaba más interesado en la pared. Ese tipo de ambiente no era para él. Otros samuráis también estaban allí, pero él sólo se relacionaba con Satoru, con el resto si la situación lo requería. No había venido a Shikoku a hacer amigos. Ni siquiera consideraba a Satoru amigo suyo, si en algún punto se interpusiera en su venganza, lo destruiría también. Mientras tanto, lo apreciaba.
Entonces comenzó a escuchar revuelo. Uno de sus camaradas comenzó a gritar a la maiko. Hiroshi se volvió a mirar, se trataba de Rafu, una incorporación a las filas reciente debido a las múltiples bajas últimamente, venía de otra región más grande, lo habrían reasignado, a saber por qué. Por nada bueno se dijo Hiroshi, como poco, por inepto.
Rafu, era un joven muy apuesto, de porte elegante, ojos rasgados y pronunciado mentón. Decíase que con todas andaba y con ninguna se casaba. Muchos eran los samuráis que se aprovechaban de sus rangos. Su maestro solía llamarlos "gallinas con cresta de gallo".
—¿Qué sucede? —Preguntó a Satoru.
—La maiko derramó sake sobre su kimono —explicó—. Ese Rafu no tiene caso, no te vayas a meter —no pudo ni terminar la frase cuando Hiroshi ya estaba yendo hacia allá—. Este hombre terminará con una tantō[2] en el hígado. —Negó con la cabeza.
Hiroshi, fue a comprobar la situación por sí mismo, al principio solo observando.
—¡Vas a ver! ¡Mujer barata! Me has arruinado el kimono.
—Por favor, excúseme, puedo... puedo... puedo limpiarlo, de verdad. —Susurró ella y la vio frotar la mancha con un paño, era una postura muy humillante, pareciera que se disponía a hacerle favores sexuales.
A Hiroshi, se le revolvieron las tripas, ¿cómo un hombre poderoso podía abusar así de los más débiles? Solo aquel que estuviera dispuesto a proteger y cuidar debía tener el derecho de empuñar una katana.
—¡Eso no sirve! La mancha sigue ahí, dime para qué okiya trabajas, niña. —Amenazó.
Hiroshi pudo ver el terror en aquel rostro pálido. Una maiko que costaba demasiado dinero, bien podría ser repudiada por su okiya, ellas no valían mucho hasta que se convertían en geishas. Eso lo sabía todo el mundo.
—Yo respondo por esta maiko. —Intervino, Hiroshi y no solo eso, sino que además, gentilmente tomó la mano de la joven y la hizo apartarse.
—¿Vos? —Entrecerró los ojos, pero el tono de su voz cambió drásticamente pues ya no se dirigía a un inferior, sino a su igual —¿Con qué derecho?
—Yo hice llamar a esta maiko, es mi protegida —alegó, había perdido la cuenta de cuántos protegidos y protegidas tenía—, si alguien debe pagar, las cuentas a mí.
Hiroshi, arrebató el paño de la maiko y se dispuso a limpiar, o esa era su intención hasta que se dio cuenta de que allí ya no había mancha, mojado sí, pero mancha no. Ese hombre no tenía honor de ningún tipo.
—Necesitaré un kimono nuevo, pero no deseo que vos lo paguéis, es deber de la okiya. —Señaló de nuevo a la maiko porque no tenía valor de enfrentar a otro samurái.
—Vuestro kimono está en óptimas condiciones, pero si tanta falta os hace el dinero, ponedme precio —alzó el mentón con orgullo, muy mal debía estar haciendo su trabajo para no poder comprar su propio kimono—. Hay que cuidar de los nuevos, sobre todo cuando les cuesta tanto adaptarse. —Amenazó sutilmente, mucho escándalo estaba formando para alguien que acababa de llegar.
Rafu se ruborizó, fue tan sólo tenuemente pero también abrió el cuello de su kimono.
—Está bien, está bien, perdonad, el alcohol ha debido nublar mi juicio, mañana pensaré las cosas de otra manera.
—Así lo creo —le dio el beneficio de la duda—. Sed bienvenido, Rafu. —Hizo una inclinación de cabeza e indicó a la maiko que lo siguiera.
Ella, cabeza baja, fue con el samurái pero siempre procurando ir a su espalda, ni delante ni al lado. Se detuvieron en el pasillo en un rincón apartado, Hiroshi pudo notar que sollozaba porque sus hombros se movían, pero ella era silenciosa. Rebuscó en su manga y sacó un pañuelo, aunque no le agradasen las geishas también merecían su protección. Extendió el pañuelo a la joven.
—No lloréis, jovencita. Todo está bien —susurró.
Ella alzó el mentón, los ojos negros inundados, tomó el pañuelo con delicadeza.
—Muchas gracias... —dijo, la voz titubeaba— y perdonad, yo... ¿Se lo diréis a mi okasan? —Tembló ante la mención.
—Oíd, yo he sido joven también y cuando mi comportamiento no era el adecuado, sufría castigos como vos —explicó, no le gustaba mucho hablar de él—. Así que no, no tenéis de qué preocuparos.
Ella lloró más por algún motivo que Hiroshi desconocía, podía ser que su altura le intimidara, no sería la primera vez, por lo que se acuclilló hasta estar a su nivel. Posó una mano sobre su cabeza, no era lo adecuado, pero uno debía saber cuándo podía pervertir la etiqueta.
—Está todo bien —insistió—. Es parte del aprendizaje.
—Y-yo... yo soy tan torpe... me echarán, me echarán... No tengo a dónde ir.
Hiroshi, suspiró.
—Si es preciso, hablaré con vuestra okasan, pero por favor, no lloréis más —dijo, su corazón sufría cuando las mujeres lloraban, era quizá su punto débil—. Vos sois muy hermosa, cualquier hombre os codiciaría y ahora sois mi protegida.
Y se lo tomaba en serio aunque tuviera muchos protegidos. Satoru bromeaba mucho con eso, cuando trabajaban juntos y tenían que detener a alguien, se apresuraba a decir «De casualidad... ¿No será protegido tuyo?».
—¿De... de verdad? —Aquellos ojos oscuros lo miraron repletos de esperanza.
Hiroshi asintió con la cabeza, se permitió sonreír leve, solo una sonrisa cortés.
—Vamos, os acompañaré a vuestra okiya.
—No es preciso... —Susurró.
—Quiero hacerlo —se reafirmó en su postura, de hecho comenzó a caminar hacia la salida—. No es seguro fuera.
La maiko lo siguió de cerca, eso sí, caminando a su espalda, siempre varios pasos por detrás. A Hiroshi no le gustaban las geishas, pero una cosa les reconocía, debía ser incómodo moverse cuando iban tan embutidas en telas.
La noche les sorprendió con una brisa otoñal y él sintió a la maiko estremecerse. No lo pensó, se despojó de su haori y lo deslizó sobre sus hombros. No era grueso, pero algo de frío le quitaría.
—¿Lo decís por los recientes asesinatos?
Hiroshi vaciló, era cierto que estos días se habían perpetrado dos asesinatos, pero no creía que las maikos corrieran peligro, ya que las víctimas de estos, fueron samuráis. Quién fuera el culpable, no estaba interesado en las mujeres.
—No. por las bestias.
La vio asentir con la cabeza y aferrarse a su haori. Anduvieron buen rato, Hiroshi no era de muchas palabras, por lo que se dedicó a escuchar. Ella le habló de danza, de política, de deportes, tal vez tratando en vano de despertar algún tipo de interés. Eso hacían las geishas. El samurái, no solía caer en ese juego.
Cuando llegaron, estaba demasiado sorprendido, pudo leer en el letrero "Kiyoshi". ¿Esto es una broma? pensó, era como si una fuerza superior lo estuviera arrastrando allí de nuevo.
—Aquí es. —Confirmó la maiko cuando él quiso pasar de largo.
Chasqueó la lengua.
—¿Podría saber vuestro nombre? —Ella miró hacia arriba.
—Hiroshi, Ichikawa Hiroshi —se presentó cayendo en que había sido de mal gusto no presentarse primero—, ¿Vos?
—Soy Sakura, mi señor —hizo una escueta reverencia—. Esto es vuestro —le extendió el pañuelo y Hiroshi lo aceptó de buen grado—. Si hay algo que pueda hacer por vos...
Hiroshi iba a decir que no, pero meditó breve. No dejaba de pensar en Satoshi, en cómo es que un hombre japonés no tenía apellido.
—En realidad... ¿Conocéis a Satoshi? —decidió preguntar—. Esta mañana lo vi.
Sakura abrió la boca antes de cubrirse con la manga.
—¡Cielos! Espero que no fuera grosero —dijo llevándose una mano al pecho—. No se lo tengáis en cuenta, por favor. A él no le gustan los samuráis, piensa que abusan de su posición, pero estoy segura de que si os conociera...
La verdad, sí que fue grosero meditó, pero a estas alturas le daba igual, solo estaba intrigado. Eso era todo.
—¿Y de dónde viene él?
—No lo sé, él estaba en la okiya antes que yo —explicó—, pero, ¡Por favor! No os enfadéis con él, yo sé lo que parece, mas es gentil como vos.
Esa chica parecía útil, no tenía mesura a la hora de hablarle. Era peliagudo en realidad, porque él era un samurái y aunque no era cruel, debía cuidarse de otros como él y no mentir, pero sí preservar cierta información.
—¿Y qué hace un hombre en una okiya? —Procedió a preguntar, era raro. Las geishas eran una sociedad matriarcal, tener hombres donde vivían las geishas...
—Es el protegido de okasan, no tiene padres, así que trabaja; se ocupa del jardín, de arreglar desperfectos, ayuda a peinar y a maquillar y es bueno arreglando kimono.
Pues sí que hace cosas meditó Hiroshi y aun así su curiosidad no estaba saciada ni un poco. No lo entendía. Él no era una persona cotilla, no se interesaba por nada que no tuviera que ver con sus labores, pero no podía parar.
—Pero es un hombre... ¿No os inquieta?
—¡Para nada! —se alarmó, como si la sola idea le pareciera ridícula—. Él no lo haría. Es como una oneesan[3] para nosotras.
¿Una oneesan? ¿Un hombre? Ahora estaba desconcertado, Sakura lo había dicho con tanta pureza que no debía de estar mintiendo. No quería levantar más sospechas, así que, lo dejó estar.
—Está bien, pasad buena velada.
—¿No os quedáis un rato?
—No —Sentenció, eso no sería adecuado y podría malinterpretarse, la prostitución de geishas estaba terminantemente prohibida—. Otro día pediré por vuestros servicios como se debe.
No es que le gustasen las geishas, pero ahora que era su protegida tenía que "presentarla" a la sociedad como tal y así ella podría continuar con su aprendizaje y convertirse en una geisha sin muchas complicaciones. Dudaba que mucha gente quisiera ofender a una maiko protegida de un samurái.
—¿De verdad? —Sus ojos se iluminaron, era todavía muy joven y no conocía los modos de geisha.
Hiroshi asintió con la cabeza e hizo un gesto de despedida, no miró atrás, si lo hubiera hecho tal vez hubiera apreciado que Satoshi lo observaba desde el jardín de la okiya.
okiya[1]: Residencia donde viven las geishas a cargo de una okasan, las geishas son una sociedad matriarcal.
tantō[2]: Luce como una katana a simple vista, pero es un puñal. Era el primer arma que se le daba a un samurái en su aprendizaje, previa a la katana.
oneesan[3]: Hermana mayor.
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