Capítulo 4
Cate llegó a casa de su tía todavía aturdida luego de la conversación que sostuvo con Bruno. Ya no le molestaba tanto su curiosidad sino la manera en la que aquel médico conectaba con ella. Durante la charla se sintió muy cercana a él: cuando hablaban de sus padres, de Isabella, del ballet… Sus impresiones acerca de su Giselle la habían conmovido, pero luego la manera en la que le había hecho recordar a Rudolph y su salida del American Ballet se sintieron como un asalto a su preciada privacidad. No podía tolerarlo. Era mejor que le pusiera un límite a aquel hombre que se acercaba peligrosamente a su vida.
Cuando entró a la casa se encontró con su tía que se encontraba en el sofá con un álbum antiguo de fotografías sobre las piernas.
—¿Pablo no vino contigo?
—Se quedó con su amiga; el mundo es muy pequeño: ya había conocido a Isabella esta mañana en el viaje en tren.
Gina asintió. Conocía a Bella y le simpatizaba. Era una muchacha muy cariñosa y buena, y notaba que su nieto estaba interesado en ella.
—Hablé con los Ferriol. Vendrán mañana temprano para llevarte a la casa de tu madre.
—Estupendo —contestó Cate sentándose a su lado.
—Cariño, me he quedado pensando en lo que nos confesaste. ¿Cómo te sientes? Un embarazo es cosa seria y no quisiera que lo enfrentaras tú sola… Sabes que puedes contar con nosotras para lo que necesites.
—Muchas gracias, tía. Yo lo sé. No se preocupe, que estoy bien. Esta noche llamaré a mamá para decirle.
La señora asintió.
—Aquí estaba mirando viejas fotografías de cuando tu madre y yo éramos más jóvenes. ¡Son fotos de los años setenta!
En una de las instantáneas aparecían las hermanas con tutús, vestidas para el segundo acto del Lago de los Cisnes.
—¿Le gustaba mucho el ballet, tía?
—Mucho —reconoció melancólica.
—¿Por qué lo dejó?
Gina se quedó unos instantes en silencio reflexionando, y luego le contó aquella parte de la historia.
—Tu madre y yo éramos muy buenas bailarinas, pero poco antes de una gira me torcí un tobillo. No era nada serio, pero me sacaron de la gira por ese motivo y me quedé en casa. Al comienzo estaba muy decepcionada y hasta deprimida. Gabriella sí viajaría y yo tendría que quedarme sin participar, privándome de conocer muchos lugares que ansiaba con apenas veinte años. Luego, durante mi reposo, me enamoré de Giorgio y fue lo mejor que pudo haberme sucedido. Él iba casi todos los días a casa a llevar pescado o pan, y nos quedábamos charlando en el portal durante horas. Lo que comenzó como simples coincidencias se volvió un acuerdo tácito entre ambos, y ya yo lo esperaba con ansias para conversar o simplemente verlo. —Hablaba con pena en su voz.
—¿Y eso no era bueno, tía?
—Sí, pero no fue sencillo… —se interrumpió. Aquello no iría a contarlo—. En fin, decidimos casarnos al poco tiempo, salí embarazada y el ballet fue dejando de ser lo más importante.
—En cambio para mamá…
—Para tu madre siempre fue lo más importante —le dijo mirándola a los ojos—, pero no la culpo. Cuando regresó de la gira la ascendieron a solista y en lo adelante tuvo una carrera excelente.
—Tengo miedo de no volver a bailar después del parto… —confesó.
—¡Tonterías! Cada vez son más las bailarinas que no renuncian a la maternidad y que tienen carreras largas y talentosas. Con tu madre fue igual. Tú naciste en el mejor momento de su carrera, y ella supo retornar con el mismo nivel de técnica y de condición física.
—Es verdad. Recuerdo ver a mamá bailar…
—Contigo será igual, cariño. Solo debes proponértelo y recuperar poco a poco tu forma física. Recuerda que la técnica no es solo el virtuosismo, sino también un componente artístico y espiritual que imprime el bailarín y eso no se pierde con el tiempo, todo lo contrario: se desarrolla, se aprende, se pule… Tal vez incluso puedas sumarte a La Scala y quedarte aquí con nosotros.
Aquel era un sueño para ella, pero era demasiado pronto para pensar en eso. Debía centrarse en su embarazo, que era lo más importante y lo inminente; su carrera debía esperar.
—Muchas gracias, tía, por el consuelo.
La dama le sonrió y le dio un beso en la cabeza. Luego continuó viendo las fotografías. La llegada de Catarina le había hecho recordar el pasado, y aquello le causaba mucha nostalgia.
Cate la dejó a solas y subió a su habitación. Se dio un baño, se colocó ropa cómoda y tomó su teléfono para llamar a su madre. Estaba nerviosa, no sabía cómo lo tomaría, pero debía hacerlo.
—¿Cate? —respondió la cantarina voz de su madre del otro lado de la línea.
—Hola, mamá, ¿qué tal estás?
—Preocupada por ti. Recién me ha llamado tu padre para comentarme sobre unas noticias que circulan sobre ti. He llamado al American y Grace me ha confirmado que te has ido… ¿Qué está sucediendo, hija? ¿Qué pasó con Rudolph?
Así que ya su madre sabía algo, y hasta su padre que, por lo general, no se tomaba la molestia de contactar con ellas con demasiada frecuencia.
—Me he ido de Nueva York y he rescindido el contrato, mamá; pero no te preocupes, yo estoy bien.
—¿Pero por qué? ¿Dónde estás ahora? —Gabriella se escuchaba muy atormentada.
—Estoy en Varenna, madre.
—¡No te lo puedo creer! —exclamó airada—. ¿Qué haces con esa gente?
—Esa gente es nuestra familia —replicó con calma—, y me siento bien aquí.
—¿Por qué no viniste a Londres conmigo?
—Porque necesitaba volver a Italia, mamá. Esta es mi casa; además, no quería que Rudolph me encontrara y el primer lugar donde buscaría sería en Londres contigo.
—¿Qué es lo que está pasando con Rudolph, Catarina? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
Se hizo un silencio de algunos segundos.
—Estoy embarazada, mamá —respondió al fin.
La propia Gabriella tardó está vez en contestar.
—¿Estás segura? —Fue la primera pregunta, aunque ambas sabían que era estúpida.
—Claro que estoy segura.
—¿Te sientes bien? —continuaba preocupada.
—Estoy bien, aunque no me lo esperaba. Tampoco es algo que hubiera querido que pasara, pero sucedió y seguiré adelante.
—Sé que no era planificado y Rudolph no es un hombre que me agrade, pero cuentas con mi apoyo.
Cate suspiró aliviada.
—Gracias, mamá.
—¿Cuánto tiempo tienes?
—Poco —contestó—. Unas seis semanas tal vez.
Gabriella se quedó unos instantes en silencio, pensativa.
—No entiendo cómo tienes seis semanas si Rudolph y tú llevan tres meses separados. Lo sé, porque fue el día de mi cumpleaños que tomaste la decisión. Y conociéndote como te conozco, sé que estabas muy convencida.
Cate se sorprendió al advertir la sagacidad de su madre al respecto.
—Fue… fue algo que sucedió —contestó con voz temblorosa—, pero no quiero hablar de ello. Tampoco quiero que Rudolph lo sepa. Por favor, mamá, no digas nada.
—No lo haré, pero tendrás que explicarme muy bien este asunto cuando nos veamos. Tomaré un vuelo en cuanto pueda para ir a verte. ¿Te estás quedando en mi casa?
—Esta noche en casa de la tía, pero mañana me mudaré.
—Bien, no quiero que estés mucho tiempo en esa casa.
—No deberías decir eso, mamá —le reprendió con dulzura—, todos han sido maravillosos conmigo y estoy agradecida por la acogida. La familia no ha pasado por buenos momentos, cuando llegué supe que el tío Giorgio murió hace un mes de un infarto. ¡Ha sido muy triste!
Se hizo otro largo silencio, al punto que Cate creyó que la llamada se había interrumpido.
—¿Giorgio está muerto? —dijo su madre al fin.
—Así es, mamá, así que te pido que cuando vengas a verme bajes las armas. La tía Gina no está de ánimos para ningún enfrentamiento. Ha sufrido mucho con esto…
Gabriella no sentía ganas de seguir adelante con la charla.
—Está bien, Catarina. Te llamaré mañana y, por favor, cuídate. Iré a verte en cuanto las obligaciones con el Royal me lo permitan.
—No te preocupes por mí mamá, todo está en orden.
—¡Soy tu madre! ¡Es imposible que no me preocupe por ti! Hasta mañana, corazón. Un beso.
—Un beso grande, mamá.
Cuando Cate colgó se sintió el corazón más liviano. Le había dicho la verdad a su madre y las cosas habían salido bastante bien. Por primera vez en mucho tiempo se sentía con cierta paz, salvo por Bruno… No sabía explicarlo, pero cada encuentro con él la dejaba inquieta, turbada, ansiosa… No sabía qué esperar de él, y no entendía por qué dedicaba tanto esfuerzo a comprenderlo, a pensar en un completo desconocido. Sabía que su salida del café esa tarde había sido abrupta, que ella se había mostrado implacable y brusca con él, pero no había podido evitarlo.
Cuando alguien pretendía romper su intimidad de aquella manera, se ponía en guardia. No tenía ningún interés en abrirse con él. ¿Qué sentido tendría confesarle a un extraño los problemas que tenía con Rudolph? ¿Qué ganaría con decirle que estaba embarazada? No quería hacerlo. Aquello era algo demasiado íntimo, que no necesitaba compartir con él.
Cuando salió de Nueva York se prometió que no le diría a nadie, porque la más mínima de las indiscreciones podía poner a Rudolph sobre aviso. Y aunque Bruno le pareciera inofensivo e incapaz de hacerle daño a nadie, no lo conocía lo suficiente como para abrirle las puertas de su vida.
Cate despertó temprano, desayunó un poco con la familia, pero tenía náuseas, las que trató de disimular de la mejor manera. Valeria y tía Gina se preocupaban mucho por ella, pero como Pablo estaba presente, no tocaban el asunto del embarazo.
—Anoche hablé con mamá —contó Cate en la mesa—. Anunció que vendría dentro de poco.
Valeria no dijo nada, pero era evidente que le preocupaba saberlo. Su madre se ponía muy mal cuando se encontraban, y hacía aproximadamente diez años que no se veían.
—¿Está en Londres? —preguntó tía Gina.
—Así es; le han contratado como profesora ensayadora para el Royal.
—¡Qué bien! —exclamó Pablo, antes de morder su tostada.
Cuando el desayuno concluyó, llegaron los señores Ferriol, un matrimonio de cuarenta años muy amable: ella una mujer bajita y gruesa; él, un hombre de mediana estatura, con el cabello plagado de canas. Pablo se ofreció a ir con ellos hasta la casa de tía Gaby para llevar el equipaje.
Cate se despidió de su tía y de su prima con cariño, asegurándoles que se verían muy pronto. Pablo acomodaba el equipaje en el pequeño Volvo de los Ferriol. La casa se hallaba cerca, pero era más cómodo para todos hacer el trayecto en auto.
—Te mandaré el almuerzo con Pablo más tarde —le dijo Valeria con amabilidad.
—No quisiera molestarlas y…
—No es ninguna molestia, prima —repuso Valeria—, además tienes que alimentarte. Es muy importante que lo hagas. Además, deberías agendar una consulta médica para que sigan tu embarazo.
—Tienes razón.
—En Varenna no hay hospitales obstétricos, pero puedes atenderte en Como o en Milán. Hablaré con una amiga que es médico para que nos ayude. ¡Hace tanto ya de mi parto! Mi obstetra se jubiló hace bastante tiempo.
Cate le sonrió y le dio un abrazo, y después otro a su tía. Eran excelentes personas y se sentía a gusto de estar allí. Por otra parte, ansiaba la soledad, independencia y tranquilidad que hallaría en la casa de su madre.
Cuando llegaron se quedó gratamente impresionada con el lugar: era una hermosa casa de dos plantas, con un cuidado jardín lleno de flores y arbustos. Sin duda los Ferriol hacían un excelente trabajo de mantenimiento. Cate recordaba que era una casa bonita y espaciosa, pero sin duda le había parecido mucho mejor que lo que recordaba.
En la parte inferior había una escalera de madera torneada que llevaba al piso superior. A la derecha, un salón muy bonito, decorado en tonos pasteles; del lado izquierdo, estaba el salón de ensayo: un amplio tabloncillo se encontraba en perfecto estado. Una barra de madera se ubicaba en todo el perímetro, para realizar los ejercicios. Cate se quitó los zapatos y dio un paso al frente; estaba encantada con el lugar: en la pared más larga que daba al exterior, había una vidriera de cristales con vistas al jardín, con lo cual se podía ensayar casi formando parte del rosal. En la pared opuesta, un enorme espejo permitía que la bailarina pudiese mirar sus movimientos y rectificarlos.
—Todos los meses el tabloncillo se manda a encerar, señorita Ferri —le explicó la mujer.
—Mi madre es así: lleva diez años sin venir, pero siempre queriendo que todo esté en su esplendor.
—Así es —intervino el señor Ferriol a su espalda—. Hace un par de años se modernizaron las luces, incluyendo las del salón de ensayo y su madre mandó a comprar un equipo nuevo de sonido.
Cate sonrió; Gabriella debía gastarse una fortuna anual conservando aquella casa. ¿Para qué? Apenas la disfrutaba, pero al parecer le satisfacía sabiendo que en ella tenía solo lo mejor.
Los señores Ferriol le mostraron lo demás: la cocina modernizada; el amplio comedor; la piscina en el patio rodeada de vegetación —era pequeña pero muy bonita, parecía una piscina natural por las rocas, helechos y flores que la rodeaban—. En el piso superior estaban las habitaciones, cinco en total, cada una con su baño. La de su madre era la suite, así que Cate ni se molestó en ocuparla, se dirigió a la que siempre había usado cuando era niña.
Se sorprendió al ver que preservaba el rosa de las paredes, el mobiliario, aunque era diferente y más moderno, continuaba siendo de color blanco, y había mucha luz. Cate se despidió de los señores Ferriol, y se dedicó a abrir sus maletas e ir colocando la ropa en el armario.
En una de las maletas apareció parte de su ropa de ensayo. Hacía varios días que no practicaba, y sintió necesidad de hacerlo. Dejando las maletas abiertas encima de la cama y la tarea a medio hacer, se desvistió y se colocó las mallas rosas, el leotardo negro, y una vaporosa y corta saya en su cintura. Bajó descalza hasta el salón de baile y se ató las zapatillas de punta.
Ya echaba de menos la sensación de relevé sur les pointes. Estar sobre sus puntas le eran tan natural ya como caminar. Giró par de veces con suavidad y se dirigió al equipo de sonido. Puso algo de música clásica y se dirigió a la barra más próxima al espejo para iniciar el calentamiento: primera posición, demi plié, grand plié… Repitió varias veces en todas las posiciones; se giró e hizo lo mismo del otro lado cuando terminó y continuó el calentamiento en la barra por al menos una media hora: el battement tendu; el battement fondu… Se sentía bien, se sentía feliz.
Bruno había tomado una decisión: iría a hablar con Cate, necesitaba disculparse con ella y era algo que debía hacer a solas. Tal vez la viera esa noche en la celebración de San Giovanni, pero no podía garantizar el momento de intimidad para hacer valer su disculpa.
No quería hacer partícipe a su familia de lo que había sucedido entre ellos; aunque consideró pedirle el teléfono de la bailarina a Isabella, desistió. Sin pretensiones de involucrar a nadie, Bruno salió esa mañana en dirección a casa de Pablo. Era muy cerca y sabía bien cómo llegar, solo esperaba que Catarina quisiera recibirlo.
Cuando llegó, fue el propio Pablo quien le recibió: llevaba una bolsa en las manos. El chico le sonrió:
—Hola, Bruno, ¿todo bien por la casa?
—Sí, todo bien, Pablo. Me gustaría hablar con tu prima Catarina. ¿Ella está?
A Pablo le extrañó la solicitud, pero no dudó en responderle.
—Esta mañana se ha mudado a casa de su madre, cerca de aquí. Ahora mismo iba a llevarle algo de almuerzo —indicó mostrándole la bolsa que tenía en las manos.
Bruno pensó con rapidez qué haría a continuación, pero tomó una decisión.
—Tengo que hablar con ella. Si quieres yo mismo puedo llevarle el almuerzo. Isabella te estaba esperando en casa…
Pablo accedió en el acto; había quedado en encontrarse con Isabella, pero debía llevar el encargo de su prima antes. Era muy bueno que Bruno quisiera sustituirlo en la entrega; además, le convenía agradar al hermano mayor de su chica.
—Por supuesto —respondió con otra sonrisa—, enseguida te indico cómo llegar.
Pablo salió al jardín y le explicó. No era muy difícil, era un camino recto y la distancia era menos de un kilómetro.
Bruno caminó un poco nervioso en dirección a la vivienda; le preocupaba que Cate le siguiera creyendo un entrometido y se lo tendría bien merecido porque era eso exactamente lo que parecía.
Llegó al lugar consabido: la casa era muy bonita, y sin pensarlo dos veces abrió la verja y se introdujo en el jardín. Se estaba acercando a la puerta de entrada cuando la música le hizo retroceder y bordear el jardín hasta que se topó con una vidriera de cristales justo al lado de un rosal. Se acercó entre las rosas, intentando no hincarse ninguna espina.
La música se había terminado, pero vio a Cate dirigirse al equipo de sonido. La melodía de Saint-Saens del Carnaval de los animales comenzó a escucharse. Era la coreografía de la Muerte del Cisne. Él la conocía muy bien pues a Bella le gustaba mucho.
La Muerte del Cisne era una pieza icónica del romanticismo: un solo para bailarina —coreografiado originalmente para Anna Pávlova por Fokin—, que duraba apenas tres minutos. Incluso sin el vestuario y maquillaje apropiado, Cate parecía un cisne: se movía con delicadeza sobre sus puntas en un pas couru: aquellos diminutos y corridos pasos que hacían parecer a la bailarina que flotaba sobre el escenario. Sus brazos se movían asemejando el aleteo de un cisne herido de muerte… Se veía tan frágil, tan hermosa… La pierna izquierda se arqueó hacia atrás en attitude, y sus brazos continuaban agitándose en un lírico desenlace. Cate se deslizó hacia el suelo del tabloncillo con sus piernas extendidas, la espalda se echó hacia atrás en un perfecto cambré. Luego, volvió a ponerse en puntas, en un último momento de vivacidad, para luego retornar al suelo. Su brazo derecho extendido hacia el techo semejaba el cuello de un cisne moribundo, arqueándose tembloroso hasta caer inerte.
A Bruno le había parecido maravilloso; se había sentido emocionado tan solo de verla. Cate continuaba en el suelo, por un momento pensó que se habría ido al igual que el cisne y estaba preocupado, pero finalmente se levantó. Cuando lo hizo, la bailarina se volteó hacia la vidriera de cristal y lo vio. Sus miradas se encontraron, pero ella se dio tal susto que pegó un grito, llevándose una mano al corazón.
Bruno se apenó, pero prefirió salir de los rosales y dar la vuelta hasta la entrada principal de la casa. Al cabo de unos minutos Cate le abrió la puerta: estaba agitada luego de bailar, con pequeñas gotas de sudor alrededor de su frente, y las mejillas ruborizadas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Fue su saludo.
Bruno la entendía, no había sido muy considerado de su parte haberla espiado de esa manera.
—Lamento si te asusté —le dijo levantando la bolsa de la comida que llevaba en su mano—; Pablo venía a traerte el almuerzo y yo me brindé a hacerlo por él.
El olor de la comida llegó a su nariz. Se había sentido algo mareada al bailar y nuevamente con náuseas cuando terminó su solo. Las náuseas volvieron tan solo de sentir el aroma del cordero y, sin poder evitarlo, vomitó los zapatos de Bruno.
—Lo siento… —balbució cuando se incorporó un poco.
Bruno estaba atónito, aquella sin duda no era la bienvenida que esperaba. Sus zapatillas deportivas estaban llenas de vómito. Cate sintió deseos de volver a vomitar, pero esta vez corrió hacia el pequeño baño que había junto en el salón principal. Él se descalzó y dejó los zapatos en la entrada; por fortuna el vómito había mojado solo sus zapatos y el suelo, así que se dispuso a entrar a la casa en medias.
Era su primera vez allí, pero se encaminó a la puerta tras la cual había desaparecido Cate. Sintió cómo se descargaba la taza del baño y luego agua que corría, probablemente del lavamanos.
—Cate, ¿estás bien?
Ella tardó unos segundos en contestar.
—Sí, no te preocupes.
La bailarina había hallado en un gabinete dentífrico, y se echó un poco en la boca para quitar el mal sabor. Luego hizo un buche y escupió el contenido. Cuando se sintió un poco mejor, abrió la puerta del baño y se encontró a Bruno aguardando por ella con expresión preocupada.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí, de verdad. —Ella miró sus pies, avergonzada de encontrárselo sin zapatos—. Lamento lo de tus zapatillas. Las limpiaré enseguida.
—¡Tonterías! —repuso él—. Ve a recostarte al sofá y yo me ocuparé de limpiar el porche y mis zapatos. Supongo que haya implementos de limpieza por alguna parte…
Ella asintió.
—Puedes buscar con confianza, gracias. Creo que aceptaré tu propuesta y me iré al sofá.
Bruno estuvo ausente por unos quince minutos. Encontró en un armario cercano a la cocina lo necesario para limpiar el vómito. Luego tomó sus zapatos y los llevó al patio. En un fregadero los lavó con un poco de detergente y los puso al Sol a secar. Demoraría algo de tiempo hasta poder irse de regreso a su casa. Esperaba que Catarina no lo hiciera caminar en medias.
Cuando retornó al salón se encontró a Cate recostada en el sofá. Tenía mejor aspecto. Ella lo sintió y abrió los ojos.
—Gracias por limpiar —le dijo— y una vez más lamento el mal momento que te causé…
—No sigas disculpándote, por favor. —Él se sentó en el sofá junto a ella muy cerca de sus pies. Cate estaba tan agotada que ni siquiera se había quitado las zapatillas.
—Eres muy amable —continuó ella—. Es horrible que alguien te vomite encima…
—Cate, no es nada extraordinario, te lo aseguro —respondió él con una sonrisa—. Soy médico, en mis noches de guardia me han sucedido muchas cosas. Que me vomiten los zapatos es lo de menos.
Ella le sonrió. Bien mirado, los médicos tenían que pasar por momentos nada agradables todo el tiempo.
—¿Y tus zapatos?
—Los limpié y los puse al Sol. Les daré algo de tiempo antes de volver a ponérmelos. Espero que no me eches de tu casa…
Cate rio un poco.
—Eres bienvenido.
—Qué bueno —dijo él con buen humor—, increíble lo que un instante vergonzoso puede hacer en ti. Hace unos minutos pensé que me ibas a correr de aquí.
—Me asustaste —le explicó—, me estabas espiando…
Él negó con la cabeza.
—La música me llevó a ti y no pude dejar de mirarte cuando comprendí que estabas bailando la Muerte del Cisne. Fue maravilloso, Cate…
Ella estaba halagada y su expresión era más dulce.
—Gracias, pero creo que me excedí en la interpretación. Ya viste cómo terminó.
—Debes descansar; las personas a veces desconocen que los efectos del jet lag pueden durar hasta una semana: mal de estómago, mareos, agotamiento… Es mejor que hagas un poco de reposo.
Ella asintió, pero sintió cierta vergüenza de no decirle la verdad. Cierto que hacía poco que había tomado un vuelo bien largo, pero lo que estaba sintiendo no era el jet lag, era consecuencia del embarazo.
—¿Por qué viniste? —le preguntó en cambio.
—Fui a casa de tu tía para verte y disculparme por lo de ayer. Siento mucho lo que sucedió… Pienso que fui invasivo y no me correspondía.
—Está bien, no hay problema. Ya lo había olvidado… —No era verdad, pero al menos ya no estaba disgustada.
—Pablo me dijo que te habías mudado y venía a traerte el almuerzo. Por cierto, lo he dejado en la cocina, pero creo que tal vez deba hacerte una sopa o algo más ligero.
—Ahora mismo no quiero escuchar hablar de comida, por favor… —le dijo con un hilo de voz.
—Está bien; pero más tarde tendrás que comer algo.
Bruno se levantó y se acercó a las zapatillas, ni siquiera pidió permiso para comenzar a desatar las cintas.
—¿Qué haces? —Cate abrió los ojos, volvía a estar alerta.
—Te quito esto, debes estar incómoda.
—No es necesario, yo puedo hacerlo.
—Lo sé, pero si no lo has hecho aún es porque no estás bien del todo y quiero ayudarte. No sabes la cantidad de veces que he hecho esto por Isabella.
—Pero yo no soy tu hermana… —comentó.
La mirada de Bruno se posó en la suya y esbozó una sonrisa pícara.
—Ya lo sé —contestó.
Bruno volvió a su tarea, pero Cate no estaba del todo convencida.
—Por favor, no lo hagas. Detesto mis pies… —Siempre intentaba ocultarlos. Por lo general llevaba zapatos cerrados en todas las ocasiones.
Bruno se echó a reír.
—Lo imagino. Todas las bailarinas detestan sus pies. Que si son deformes, que si las rozaduras, que si están llenos de defectos... Créeme, soy médico, y además vivo con una bailarina. No veré nada que no haya visto antes.
Ella se tranquilizó un poco y lo dejó hacerlo. De hecho, sintió alivio cuando se sintió los pies libres.
—Gracias —volvió a decirle.
—Tienes unos pies muy bonitos.
Cate no pudo evitar sonreír con cierta burla ante su comentario.
—Eres un mentiroso…
—Son los pies de una gran bailarina. Su verdadera belleza se descubre bailando, y hoy los he visto en su esplendor.
Cate se ruborizó. Cuando le hablaba de esa manera no sabía la causa por la cual se sentía incómoda.
—Iré a darme una ducha —dijo incorporándose sobre el sofá.
—Muy bien. Si me permites, iré a prepararte una sopa para después.
—Bruno, no es necesario. No tienes que tomarte tantas molestias conmigo…
—No es ninguna molestia, Cate. Y antes de que me saques de tu casa, ten algo de misericordia y recuerda que vomitaste mis zapatos.
Ella rio ante su ocurrencia. Aquel hombre de ojos profundos como el mar y pelo castaño, podía ser muy encantador.
—Está bien, no te echaré de casa. Solo no quiero darte tanto trabajo.
—No es ninguno, te lo aseguro.
Ella subió despacio a la escalera y se encaminó a su habitación. Necesitaba un baño con urgencia, no solo para refrescar su cuerpo tras el ejercicio, sino también su mente luego de aquellos extraños momentos con el doctor Stolfi. Quería ponerle límite, sacarlo de su vida, pero cuando lo tenía cerca sus resoluciones se iban por completo al suelo.
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