Capítulo 1
Al fin estaba de vuelta a casa: al lugar donde había nacido y que había dejado atrás cuando cumplió doce años; había vuelto en algunas ocasiones —cuando murió su abuela; otra vez en unas desastrosas vacaciones—, pero siempre conservaba esa nostalgia por la región lombarda, por Milán donde estuvo su casa, por Varenna, donde vivían su tía y sus primos, y donde su madre tenía una casa en la que apenas había dormido una decena de veces en los últimos años.
Había viajado sola, sin decirle a nadie. No tuvo despedida alguna en el aeropuerto JFK de Nueva York cuando partió el día anterior a las cuatro de la tarde, ni tampoco nadie la recibió en el de Milán–Malpensa cuando arribó a las seis y media de la mañana. No había dormido nada durante el vuelo, pese a que viajó en clase ejecutiva de un avión de American Airlines. Estaba agotada, pero sabía que hacía lo correcto. Ya tendría tiempo de organizar sus pensamientos y su vida. Al menos, había puesto distancia de él, y eso era lo que necesitaba hacer.
Cate Ferri tomó un taxi y se dirigió al hotel. Había seleccionado The Square Milano Duomo, un excelente sitio ubicado muy cerca del corazón de la ciudad y de la emblemática Piazza de Duomo donde se hallaba la magnífica Catedral de Milán. El hotel se encontraba en un antiguo edificio, pero era realmente hermoso y confortable. Se dirigió de inmediato a su habitación, escoltada por el botones que llevaba su equipaje. Apenas había intercambiado par de palabras con él, pese a que el chico era muy amable. Más de veinte años viviendo en los Estados Unidos hacían que se sintiera algo oxidada al hablar en italiano. Era extraño, pues era su lengua materna, aunque era consecuencia directa de haber dejado atrás Italia, y no por decisión propia.
El chico del hotel —castaño de ojos pardos—, se despidió de ella luego de dejar las maletas en la habitación. Ella le dio una propina y cerró la puerta. El lugar no estaba nada mal, pero ya tendría tiempo de prestarle verdadera atención. De momento se desnudó en el baño y se dio una larga ducha luego de tantas horas de viaje. Al salir, se colocó un albornoz del hotel, se secó el cabello y se sentó en la cama por unos minutos para pensar. El estómago le rugió; el desayuno del avión era malo y poco, así que tenía hambre. Por la diferencia de horario, para ella era hora de almuerzo. Tomó el teléfono y pidió una sopa y algo de verduras y pollo al servicio de habitación. Mientras esperaba la comida, desempacó lo imprescindible de su equipaje de mano y se colocó su pijama.
El almuerzo no tardó en llegar; Cate comió con avidez: el pollo estaba delicioso y la sopa caliente, con ese sabor que tanto le recordaba a la región. Ninguna otra en el mundo podía superar a aquella sopa minestrone con apio. Cuando terminó de comer, abrió las sábanas de su cama y se acostó a dormir. Tardó en hacerlo, pues sintió náuseas, pero por fortuna no vomitó. Al cabo de una hora, se quedó profundamente dormida.
Luego de una primera noche en el hotel, Cate estaba lista para dar una vuelta por la ciudad. Había despertado temprano, a consecuencia del jet lag, pero no salió hasta media mañana. Se encaminó hasta la Piazza Duomo, y se quedó observando la hermosa Catedral de Milán: aquel emblemático edificio de estilo gótico, de fachada de mármol blanco rosado, con esculturas y relieves.
Los turistas pasaban y se hacían fotos, aprovechando lo soleado de aquella mañana de junio. Otros hacían la cola para conocer el interior, mientras los locales caminaban presurosos en sus tareas cotidianas, sin prestar verdadera atención a nadie.
Cate dio una vuelta por los alrededores, hasta que decidió dirigirse a la Piazza de la Scala, que se hallaba muy cerca. Su corazón la llevó al teatro: el célebre Teatro allá Scala, donde tantas puestas importantes había acogido en toda su historia. Cate recordó cuando iba de niña: su madre era bailarina de la compañía de ballet, una de las mejores. Estaba en el esplendor de su carrera, y Cate era una niña orgullosa de cinco o seis años que la aplaudía, a ella y a su padre, quien también fuera un bailarín de renombre.
Desde muy temprano lo tuvo claro: ella amaba el ballet y aquel era su destino. Apenas sabía caminar cuando intentaba colocar en sus diminutos pies las zapatillas de punta de su madre. Por supuesto, no le quedaban, pero su sueño era poder calzarlas algún día. Gabriella, su madre, la había inscrito en clases de ballet con cuatro años para complacer a su pequeña hija, pero pronto descubrió que no se trataba de un capricho, sino que la niña en realidad era apasionada de la danza y no solo eso: tenía talento.
A Cate jamás hubo que pedirle que hiciera sus ejercicios o que controlara su dieta. En lo que otras niñas jugaban con muñecas o montaban bicicleta, Cate practicaba en el salón de casa todas las posiciones. Fue Gabriella quien le mostró lo elemental: la primera, segunda, tercera, cuarta y quinta posiciones del ballet. Los pasos sencillos: demi plié, grand plié, le gustaban mucho. Pronto fue conociendo más con sus profesores: ellos decían que tenía una línea clásica, que su arabesque era casi perfecto. De adolescente esto se comprobó aún más, pues era de largas extremidades, pero a la vez tenía perfecto control de su cuerpo.
Sin embargo, cuando sus padres se divorciaron, Gabriella se mudó a los Estados Unidos. Ya se había retirado, pero la habían contratado como maître del American Ballet Theatre. Su padre se quedó en Italia, hasta que en por su trabajo conoció a una coreógrafa danesa y de mudó a Copenhague, donde trabajaba para el Royal Ballet. Se llevaba bien con sus padres, pero ninguno de los dos tenía un carácter fácil. Su madre era una gran diva, y su padre había comenzado una vida desde cero, incluso tenía otros hijos que, aunque los conocía y les tenía cariño, no eran tan cercanos.
Cate despertó de sus pensamientos, el teatro exponía la cartelera para el verano: repondrían La Bella Durmiente, uno de sus ballets favoritos. Todavía podía recordar la primera vez que lo interpretó en Nueva York. Tenía unos veintisiete años, y estaba muy emocionada. Ya era primera bailarina, pero no había hecho jamás el rol de Aurora. Su primera experiencia, luego del cuerpo de baile, había sido como la Princesa Florina y luego con el Hada de las Lilas, pero moría por hacer el rol principal.
Una sonrisa de tristeza se dibujó en su rostro. ¿Volvería a bailar? No lo sabía, aunque confiaba en que sí. De lo que sí estaba segura era de que su vida cambiaría mucho, y los cambios podían ser realmente intimidantes.
Cate recorrió un poco más la piazza, hasta que decidió comer algo en un café cercano. Estaba bastante concurrido, pero le pareció pintoresco el Café Trussardi, con su entrada de cristales y el verdor de la hiedra que la cubría. En su interior era bastante chic, moderno, con una decoración minimalista pero bonita. Se sentó en una mesa para dos personas cercana a la vidriera, desde donde podía ver la vegetación que descendía del techo de cristal del exterior.
De inmediato le llevaron el menú. No tenía demasiada hambre, aunque se obligaba a comer porque realmente lo necesitaba. Un amable joven le tendió el menú para que escogiera, y ella se quedó pensativa mientras lo hacía. Se decidió por una ensalada césar, y una limonada. Luego se quedó mirando el lugar: estaba prácticamente lleno. Una pareja de ancianos muy romántica se hallaba al fondo; una familia de varias generaciones ocupaba dos mesas para seis comensales y otros caballeros —probablemente hombres de negocio—, reían mientras compartían una copa.
Alguien que pasó a su lado llamó su atención. Era un hombre maduro pero todavía joven, que recién llegaba al café, con un maletín de piel negra que sujetaba en su mano. Tomó asiento en una mesa de cuatro —la única libre— frente a ella. El desconocido llevaba una bata blanca puesta sobre el traje; al parecer era médico. Cate continuó observándolo: era alto, de pelo castaño y una barba corta bien cuidada; el hombre se quitó la prenda de galeno y la colocó sobre una silla, luego tomó asiento justo frente a ella, a unos cuatro metros de distancia. Cuando levantó el rostro, sus miradas de encontraron.
Cate apartó la vista, se había quedado mirando a aquel desconocido. Tenía la manía de detallar a las personas: a los que visitaban los parques, a quienes tomaban el metro… Le fascinaban los gestos, los movimientos, los ademanes de cada desconocido. Cada persona “bailaba” a su propio ritmo, y eso para ella resultaba muy interesante. Sin embargo, en ocasiones su afición podía ser un tanto incómoda para quien es observado, si se percatara de ello. El hombre de barba le sonrió por un instante, pero luego se centró en el menú que le tendía el mismo joven camarero. Cate centró su atención en el exterior del edificio, mirando a los transeúntes, sin nada mejor que hacer que esperar por su comida.
Cuando creyó qué ya llegaría su ensalada, se desilusionó al advertir que el joven camarero tomaba el pedido del médico y luego se retiraba, no sin antes dedicarle a ella una sonrisa de cortesía. Cate retomó la observación a través de la vidriera; la entrada del café parecía un enorme invernadero y eso le gustaba. Los desconocidos continuaban pasando por la vía, y ella permaneció absorta.
Al cabo de unos minutos, pudo ver a través del cristal a una mujer de mediana edad, acompañada de sus tres hijos: dos adolescentes varones, y una niña pequeña de uno cinco años que llevaba de su mano. La mujer entró al café, caminó unos pasos y se quedó desconcertada viendo que el lugar estaba repleto.
Cate sintió pena de ella, al parecer tenía muchos deseos de comer allí. El chico se le acercó para preguntarle si tenía reservación, pero la mujer negó con la cabeza con cierta pena:
—Mi hijo mayor —dijo señalando al adolescente más alto de cabello oscuro— me aseguró que lo haría, pero la olvidó. Es el cumpleaños de nuestra niña —en esta ocasión señaló a la pequeña de cachetes rosados—, y nos gustaría comer aquí. ¿Hay alguna posibilidad?
—Me temo que tendrán que esperar —se excusó el camarero—, pero les aseguro que en cuanto se desocupe una mesa, los haré pasar.
La mujer echó un pequeño vistazo al salón. Tal vez aquello demorara una media hora, y sus hijos no eran muy pacientes, sobre todo la homenajeada.
Cate escuchó la charla apenada, pues la familia estaba casi a su lado; el médico de barba al parecer también oyó lo que sucedía, ya que de inmediato se puso de pie y se acercó a ellos. La mujer no se había percatado de quién era hasta que lo tuvo delante.
—¡Doctor Bruno! —exclamó—. ¡Qué alegría saludarle!
El galeno tenía una voz grave y suave, según pudo escuchar Cate desde su sitio.
—También es un gusto verla —respondió—. ¡Cómo ha crecido su niña! Es increíble cómo pasa el tiempo.
La dama sonrió agradecida y le respondió que justamente era el cumpleaños de la pequeña Julieta.
—Por favor, señora —interrumpió el empleado, un poco incómodo por la cantidad de personas de pie sin ubicación—. Le agradecería que esperara afuera. Le avisaré en cuanto se desocupe una mesa.
La mujer apenada ya iba a salir, cuando el doctor la retuvo por el brazo con suavidad y le dijo al mesero:
—Muchacho, siéntelos en mi mesa. Seré yo quien espere una disponible y, si no se desocupara ninguna en los próximos quince minutos, puede decir en la cocina que preparen mi orden para llevar.
El empleado no se lo esperaba, parpadeó varias veces y condujo a los adolescentes y a la niña a la mesa, mientras la mujer permanecía unos minutos más junto al doctor agradeciéndole.
—¡Qué apenada estoy con usted! —le decía—. Aun así, le agradezco mucho su gentileza. ¡Es un usted un hombre como pocos en estos tiempos!
Cate sonrió con la escena, había sido muy bonito de su parte darles la mesa a la familia que festejaba. El médico le aseguró que para él era un placer y la llevó él mismo hasta la mesa de su brazo. Una vez allí tomó su bata y el maletín de cuero negro para aguardar afuera por la mesa o la comida para llevar.
Sin embargo, cuál no fue la sorpresa para el doctor Bruno, cuando la joven de la mesa contigua le impidió el paso, poniéndose de pie. Llevaba la mirada gacha, así que lo primero que vio de ella fueron sus ballerinas de color crema. Cuando levantó la cabeza sus ojos se cruzaron con los de ella una vez más. Ya la había visto antes y era muy hermosa: su cabello negro lo llevaba recogido en un moño; sus ojos eran de color miel y tenía un rostro muy peculiar. Hermoso, pero expresivo y atrayente.
—Si quiere puede compartir mi mesa, doctor —le comentó la mujer con una tenue sonrisa. Estaba un poco ruborizada—. No espero a nadie, y si le parce, puede sentarse conmigo. Fue muy bonito lo que hizo por esa familia. Yo hubiese hecho lo mismo si mi mesa hubiese sido de más comensales.
—Muchas gracias, es usted muy amable —contestó él con una sonrisa.
Cate advirtió que el doctor tenía unos profundos ojos azules muy bonitos. En la distancia parecían negros, pero cuando lo observaba tan de cerca, la exacta tonalidad de su mirada oceánica se apreciaba a la perfección.
El camarero se acercó y al ver que ocupaban la misma mesa, les anunció que les traería a ambos la bebida.
—El servicio es algo lento hoy —comentó Bruno.
—¿Vienes con frecuencia a almorzar? —preguntó ella.
—Un par de veces al mes; por lo general como en el hospital, pero he quedado con mi hermana, algo que hacemos siempre que podemos. Justo antes de entrar me llamó que tenía un imprevisto y ya que estaba aquí, decidir comer, aunque fuese solo. Me alegra saber que ya no será así —añadió con una sonrisa.
—Para mí es mi primera vez aquí, pero me pareció adorable.
El chico interrumpió con una copa de vino para Bruno, y una copa de limonada frappé para Cate.
—Por cierto, mi nombre es Bruno Stolfi —le dijo chocando su copa con la de ella.
—Yo soy Catarina —respondió ella, obviando su apellido.
Cate no esperaba tener que mantener con el desconocido una charla de cortesía; pensó que bastaría con compartir la mesa en silencio, pero al parecer se equivocó: Bruno tenía deseos de conversar y la culpa había sido solo suya por invitarlo a su mesa sin meditar.
—Hablas muy bien el italiano, pero tienes un acento que me indica que eres de otro lugar, ¿acerté?
Ella lo miró asombrada. No creía que fuera tan evidente.
—Nací aquí en Milán, pero me marché a los Estados Unidos siendo todavía una niña. Llevo más de veinte años viviendo en Nueva York. Supongo que sea eso…
—Comprendo —asintió él—. Yo estuve en Nueva York un año viviendo, pasando un curso de mi especialidad. Es una ciudad maravillosa, pero nada como volver a casa, ¿verdad?
Ella asintió. Al regresar a Italia había pensado exactamente eso: que estaba de regreso a casa.
—¿Estarás muchos días en Milán? —le interrogó de nuevo, mientras tomaba un sorbo de su copa.
—Mañana pienso ir a Varenna, donde vive mi familia. He estado informándome de cómo llegar. ¿Es mejor el tren o tomar un taxi? ¿El autobús acaso?
Él negó con la cabeza, sonriendo.
—El taxi te saldrá muy caro: más de cien euros y no vale la pena. El tren es una buena opción, pero creo que tal vez te pueda convenir algo más.
—¿Qué?
—Mañana justamente voy a Varenna a casa de mi hermana mayor, puedo llevarte con mucho gusto.
Ella no se lo esperaba, pero no sabía cómo declinar la invitación. No le apetecía en lo absoluto compartir el viaje de una hora con una persona que recién había conocido. Parecía un buen hombre, pero aun así tenía desconfianza, mucho más después de lo que le sucedió.
—No quisiera molestarte, creo que mejor voy en el tren —contestó.
—No es ninguna molestia, además no iremos solos —explicó, dándose cuenta de sus posibles reservas al respecto—. Iremos con mi hermana más joven.
—¿La que te dejó plantado? —añadió Cate con una sonrisa.
—¡Ella misma! —rio él—. Tiene diecinueve años y tenía un ensayo importante, fue por eso que me dejó plantado. Es bailarina de ballet y está muy entusiasmada en la compañía.
Cate se quedó sorprendida. ¡Bailarina de ballet! Bruno advirtió la expresión en su rostro, así que le preguntó:
—¿Qué sucede?
—No, nada… —Ella intentó recomponerse un poco.
—¿También eres bailarina? —le espetó—. Tu rostro me parece conocido de alguna parte…
Ella se ruborizó. No esperaba que aquel médico pudiese acercarse tan peligrosamente a su identidad, a su vida. Quería pasar desapercibida, pero al parecer no iba a ser posible. ¡La culpa era toda suya por haberlo invitado a sentar! Una vez más se arrepentía de ello.
La charla se interrumpió cuando el camarero llegó con los platos: la ensalada de Cate y el risotto de pollo y conejo para Bruno. Ella creyó que el tema se habría quedado ahí, pero su compañero de mesa no lo había olvidado.
—Entonces, ¿eres bailarina? —insistió.
—¿Por qué lo dices? —indagó Cate con tacto.
—Llevo años de mi vida viviendo con una y las reconozco —repuso riendo—. Eres muy delgada, pero tienes una distinción innegable. Tu rostro es teatral y muy expresivo; tus manos gráciles, eso se nota desde el primer momento en el que tomas la copa o doblas la servilleta sobre tu regazo. La forma en la que te peinas, lo erguida que te sientas en la mesa… En fin, todos esos detalles me hacen suponerlo, incluso sin conocer prácticamente nada de ti.
Ella se quedó maravillada con sus deducciones, no podía negar que tenía razón, pero era increíble que un desconocido pudiese comprenderla tan bien y poseyera tan buen poder de apreciación como el suyo.
—Estaré fuera de los escenarios por un buen tiempo a causa de una lesión —contestó.
—Siento mucho escuchar lo de tu lesión. Lamento si he sido impertinente hablándote de ballet —se excusó—. Intuyo que es un tema que quieres evitar por el momento.
Este hombre sí la comprendía —pensó Cate—. Por un minuto se quedó mirando sus hermosos ojos azules y sintió calidez en ellos.
—Eres muy intuitivo, doctor Stolfi —le contestó con una sonrisa.
Continuaron comiendo por un tiempo más, en silencio, aunque la atmósfera era un tanto inquietante. Él la miraba con interés; ella rehuía su mirada… La ensalada se le terminó muy pronto, y él demoró algo más con su risotto.
—¿Quieres postre? —le preguntó Bruno cuando retiraron los platos—. El tiramisú de aquí es muy bueno.
Ella rio, pero se rehusó.
—¡Claro! ¡La dieta! —exclamó él divertido—. Cada vez que vengo con mi hermana menor es lo mismo y lo peor es que termina por disuadirme de pedirlo.
—Por favor, por mí no lo hagas —se apresuró a decir Cate—. Puedes pedir lo que gustes.
—Un cappuccino —le solicitó al camarero. Finalmente había rehuido el postre—. Y la cuenta, por favor.
Cate ya había terminado, pero se quedó en la mesa aguardando por la cuenta para compartir los gastos. Se quedó observando al doctor, que se distrajo por unos minutos con su teléfono, al parecer le había llegado un mensaje importante. Fue en ese instante que advirtió algo que no había visto hasta entonces: un anillo de matrimonio en su mano derecha. No sabía por qué, pero aquello le había disgustado. El hombre había sido correcto con ella, de ningún modo le había coqueteado, pero… Además, ella no pretendía involucrarse con nadie, así que su incomodidad no tenía razón alguna.
—¿Estás bien? —le preguntó él cuando terminó de pasar el mensaje.
Ella asintió, aunque su sonrisa se había extinguido por completo. El camarero le llevó el cappuccino y la cuenta y luego se marchó. Ella iba a tomarla, cuando él se la quitó de las manos.
—Yo invito, Catarina.
Era la primera vez que decía su nombre y eso la estremeció. En Estados Unidos solían llamarla Cate como en inglés, pero la dulzura del acento latino era muy atrayente.
—De ningún modo, compartamos la cuenta, doctor.
—Me invitaste a tu mesa, es justo que sea yo quien pague. No es problema alguno para mí, sino todo un placer.
—Gracias. —Estaba intimidada con su amabilidad.
—Todavía no me has respondido si aceptas ir conmigo a Varenna. ¿Paso a recogerte mañana a tu hotel?
Ella no sabía qué responder, se quedó mirando de nuevo el anillo en su mano y se sintió extraña. ¿Estaría su mujer de viaje? ¿Pretendería algo con ella?
—¿Vería bien tu esposa que le pagues el almuerzo a una desconocida y la invites a tu auto? —le preguntó con cierta aspereza.
Bruno se quedó unos instantes desconcertado, pensando en por qué le estaría hablando de una esposa, hasta que vio los ojos de ellas fijos sobre la alianza de su dedo anular. A veces olvidaba que seguía ahí, pero al recordar a su esposa, su rostro que antes era risueño y amable se tensó en el acto.
—Soy viudo —le respondió mientras le sostenía la mirada—. Desde hace muchos años.
—Lo siento… —balbució apenada.
—Eres una mujer preciosa —continuó él—, pero no pretendo nada contigo si es lo que has querido insinuar. La cortesía al parecer ha pasado de moda, y las mujeres no saben distinguir ya entre la amabilidad y el flirteo.
Cate sintió que sus mejillas se sonrojaban mucho con aquellas palabras, al parecer lo había ofendido con su desconfianza. El médico se colocó de pie, dejó el dinero sobre la mesa —pagaría al cash—, y luego colocó frente a ella una tarjeta.
—Es mi número de contacto, si decides ir a Varenna conmigo y con mi hermana.
Bruno se despidió con la mano de la mujer y los muchachos que celebraban el cumpleaños, pero luego se dispuso a marcharse.
—Bruno… —Ella intentó detenerlo para disculparse, pero las palabras no salían de sus labios.
—Que tengas un buen día —le dijo él, antes de abandonar el salón.
Cate se quedó muy afligida; pensó en salir para detenerlo, pero no pudo moverse de su asiento. Se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuese estar allí sentada como una tonta. El chico del café regresó para tomar el dinero, y limpiar la mesa, así que supo que debía marcharse. Tomó la tarjeta en las manos, y pensó en qué sería lo más conveniente. ¿Escribir para disculparse? ¿Aceptar la invitación? Sin embargo, estaba tan herida, que creyó que no hacer nada era lo mejor para todos. Probablemente no lo volviera a ver, y pretender un nuevo encuentro con aquel hombre era una locura.
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