II
—Alecta...
Geohn se acercaba a ella con una mano extendida como si pidiera ayuda. Su rostro se estaba volviendo más y más rojo a medida que la explosión tomaba forma. Sus ojos ambarinos la contemplaban con desesperación y sin previo aviso la aferró con los brazos contra sí y ella, frenética, no podía soltarse.
Entonces estalló, y ella con él.
—¡Alecta!
Abrió los ojos violentamente y divisó a Geohn aferrado al volante alternando la mirada entre la carretera y ella, con el ceño fruncido.
—¿Estás bien?
La muchacha asintió y se revolvió en el asiento, incómoda. Realmente había sido un sueño horrible. Miró hacia afuera en un intento de distracción y vio a la ciudad vecina, la cual ardía como la que habían acabado de abandonar. Geohn la rodeó, pero sin dejar de reducir la velocidad.
Un ruido ensordecedor pasó sobre sus cabezas y ella pudo ver a varios jets y aviones militares al ataque de la nave nodriza. Pero ninguno surgía efecto, el disco continuaba imperturbable.
Alecta suspiró, cansada.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué a nosotros? —preguntó más para sí misma que para Geohn.
Él aun así respondió.
—Porque ahora somos vulnerables. Esta guerra está desestabilizando al mundo, y eso evita que se armen de manera eficaz contra un enemigo común.
Alecta lo contempló anonadada. Ella era la que se consideraba culta, ella debería haber deducido eso desde un principio, pero al parecer todo aquel desajuste en su rutina la había dejado distraída.
—¿Cómo sabes todo eso? —increpó, recordando que, según él, había perdido la memoria.
Geohn se encogió de hombros. Pensó que ella tenía razón. Sabía más de lo que recordaba. No sabía si eso se podría considerar como una buena señal. De lo único que estaba cien por ciento seguro era que no era uno de ellos. Que no explotaría de un momento a otro.
¿O sí?
—¿Qué me dices de ti? —preguntó, para desviar la línea de sus pensamientos.
Alecta se pasó la mano por el pelo.
—Nada.
—¿No tienes padres, amigos, hermanos?
—Están todos muertos.
Geohn tragó saliva. Alecta lo había dicho sin ningún tipo de emoción, como si eso le diera igual.
—Lo siento.
—No es cierto —atacó ella, sin mirarlo.
—Oye, tranquila —le dijo él mientras se alejaban de la civilización para volver a seguir por la ruta hacia el oeste, acompañados solamente por parajes desérticos y agrestes.
Ella no respondió y él condujo por un par de horas nuevamente en silencio, oyendo los ataques a sus espaldas hacia el disco negro. Se cruzaron varias veces con coches que, para apurar la marcha, iban por el desierto, en zigzag o como se les antojara. Manejaban bajo la desesperación pura e irracional.
—¡Carajo! —exclamó Geohn mirando por el espejo retrovisor. Alecta miró por la ventana trasera y exclamó una grosería peor.
El disco negro, impávido, se había liberado de sus atacantes y ahora los estaba siguiendo, acompañándoles la marcha.
El muchacho presionó aún más el acelerador y pudieron ver en el horizonte una tercera ciudad que al parecer continuaba intacta. Se perfilaban los edificios en el crepúsculo, y las luces artificiales ya estaban encendidas en los hogares y calles.
Geohn no dudó en adentrarse hasta las avenidas principales. Muchas personas ya comenzaban a entrar en pánico y correr por las calles despavorida como si aquél disco negro que se acercaba surcando el cielo representara el fin del mundo. Pasaron por varios accidentes de tránsito y por peleas sinsentido antes de adentrarse en un callejón sin salida.
Alecta salió así que aparcaron y apoyó la frente contra la fría pared de ladrillos de uno de los edificios. Respiró profundamente y se abrazó a sí misma, notando que estaba temblando.
Sintió una mano en su hombro y se giró para ver un par de ojos café que la estudiaban con preocupación.
—Estaremos bien —le dijo él muy seguro.
—Eso si no explotas antes —le replicó ella en tono de burla, ahora ensanchando una sonrisa.
Él le devolvió el gesto.
—Vamos a buscar algo de comer y seguir. —Geohn alzó los ojos al cielo y vio que el disco continuaba allí, como esperándolos. Sacudió la cabeza y dejó que Alecta tomara la delantera.
Fueron hasta un supermercado que estaba a media cuadra del callejón. Estaba siendo prácticamente saqueado por gente desesperada mientras el que parecía ser dueño del local yacía con una bala en la cabeza tendido sobre el mostrador. Otro par de tiros se oyeron en el interior, pero ambos se limitaron a agarrar lo que necesitaban.
Alecta tomó un par de botellas de agua mineral y Geohn atiborró el interior de su canguro con comida chatarra. Cuando quiso poner unas barras de cereales en los bolsillos de su vaquero, se encontró con su billetera.
¿Cómo no se le había ocurrido revisar sus bolsillos antes? La abrió con rapidez y se encontró con una importante suma de dinero y su identificación: Geohn Adams, Investigación de Partes del Gobierno.
¿Trabajaba para el gobierno? ¿Qué era la "Investigación de Partes"?
Alecta se acercó con sus preciadas botellas y miró la identificación, lanzándole luego una mirada interrogativa.
—No tengo ni idea —le dijo él en respuesta y dándole la vuelta al plástico para ver su fecha de nacimiento: 11/04/2009. Tenía veintiún años.
Se dispusieron a salir en seguida, ya que los disparos se oían cada vez más cerca, pero la muchacha se detuvo observando el televisor encendido del otro lado del mostrador. Había una imagen satelital que enfocaba a una explosión imposible de nivel atómico.
—«...Gran parte de China ya ha dejado de existir luego de esto, y miles de kilómetros a la redonda aún está ardiendo a causa de la mortal onda expansiva...» —Alecta se llevó ambas manos a la boca y dejó caer sus botellas. Retrocedió, aterrada, pero Geohn la mantuvo en su lugar sujetándola cariñosamente de los brazos por detrás. En el televisor, las imágenes iban de mal en peor. Ahora enfocaban una imagen aérea de un bosque que ardía como si todo fuera ramas secas—. «En África el desastre ha sido aún peor. No sabemos cómo se produce, pero en varios puntos del mundo se han visto a personas explotar de la nada, como en una combustión espontánea. Los países no logran llegar en un acuerdo a que si esto es una guerra interna o el disco enorme que sobrevuela nuestro país tiene un origen más remoto en el universo».
—¡Dios...! —Fue lo único que salió de la boca de Alecta, quién se estaba poniendo cada vez más pálida.
Geohn le apretó los codos, jalándola hacia el exterior mientras lanzaba una sarta de maldiciones. La muchacha apenas tuvo tiempo de ver a una jovencita de su edad volviéndose bordó, contemplándola con sus ojos ambarinos, mientras se dejaba arrastrar por su compañero. La explosión no se hizo demorar y ambos fueron lanzados a varios metros hasta caer sobre el asfalto duro.
Un trozo metálico proyectado por el estallido le dio en lleno en la cabeza al joven.
—¡Geohn! —exclamó Alecta hincándose a su lado. El rostro del muchacho se sonrojó y ella temió lo peor, que él también explotara.
Pero los segundos pasaron y nada ocurría.
—¡Mierda! —exclamó él mientras sujetaba su cabeza dolorida y se sentaba con dificultad—. Eso dolió...
Alecta no dudó en abalanzarse para abrazarlo, pero así que lo hizo, se separó, volviéndose roja pero no a causa de un estallido. Ignorando la expresión de sorpresa de Geohn, se puso de pie y caminó hacia el vehículo que habían dejado aparcado en el callejón.
Él sólo atinó a seguirla en silencio. Ella se sentó en el asiento del copiloto mientras miraba nerviosa por la ventana.
—Me pregunto por qué nos seguirá —dijo Geohn mientras arrancaba el motor y salían del callejón.
—Quizá sea sólo coincidencia... —Aunque no estaba convencida de esto, suspiró, esperando que así fuese.
El coche anduvo con dificultad por las calles caóticas. Alecta apenas si les prestaba atención a las personas que corrían por las calles, así que perdió la mirada en los edificios ya vacíos y abandonados.
Geohn sorteó un par de vehículos abandonados y extendió a la muchacha un paquete de papas fritas que tenía guardado en su canguro. Ella lo miró con una extraña expresión, pestañeando, y luego lo rechazó.
Él frunció el ceño ante su negativa.
—No has comido nada en horas. Te ves cansada...
—No tengo hambre —replicó de mal talante. Geohn negó con la cabeza, pensando en lo testaruda que era aquella muchacha, y sacó entonces una de las botellas de agua mineral que ella había dejado caer en el supermercado y que él había guardado en su canguro.
Ella alzó las cejas y lo aceptó agradecida. Bebió el contenido de una vez, haciendo que el muchacho riera, y ella no pudo evitar sonreír también, limpiándose la boca con la mano.
Pero algo estalló a sus espaldas, haciendo que el vehículo saltara y cayera sobre el lado derecho en la acera vacía.
Geohn volvió a maldecir y con cuidado desprendió el cinturón de Alecta, que yacía tendida sobre la puerta del copiloto. No tenía más que unos rasguños y él se inclinó como pudo sobre ella para tomarla por las mejillas.
Afuera, un extraño ruido se acercaba y él temió que fuesen esas cosas negras.
—¡Alecta! ¡Por favor, despierta! ¡Ahí vienen!
La chica apenas soltó un gruñido y abrió los ojos con el ceño fruncido por el dolor.
—¿Qué pasó? —Su voz salió ronca y débil.
—Creo que nos atacaron —dudó él, y la apremió a salir por la ventana rota del piloto.
Geohn salió detrás de ella y miró en dirección de donde provenían los ruidos. No los veía, pero sabía que se acercaban con velocidad. Luego llevó los ojos hacia Alecta y la vio tastabillar y caer de bruces sobre el asfalto, inconsciente. Maldijo en voz baja y terminó de salir del vehículo para correr a levantarla en brazos.
De seguro el golpe había sido más grave de lo que le pareció.
Oteó a su alrededor en búsqueda de un refugio y lo único que veía eran edificios y más edificios. No dudó en derribar una puerta secundaria y adentrarse en uno de ellos. Corrió por un pasillo lleno de puertas de apartamentos vacíos y abandonados a prisas con Alecta inerte en sus brazos hasta dar con el ascensor de servicio.
Presionó el botón que llevaba al subsuelo, llegando en apenas unos segundos. Rezó para que los extraterrestres no supiesen llegar hasta allí y se adentró a lo que parecía ser una pequeña cocina.
Dejó a Alecta sobre el piso frío de cemento y se aseguró de trancar la puerta con un enorme pasador de metal. Por si acaso, arrastró una heladera hasta allí.
Luego tomó la cabeza de la muchacha y la colocó en su regazo, revisándole que no tuviese ningún corte o hematoma. Le palmeó la mejilla, pero no respondía.
Hasta que al fin entreabrió los ojos.
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