XXXVIII - Astarté

—Esta marca es mucho más grande que todas las demás, esa es la que debemos encontrar primero —aseveró Caytlin con voz severa.

Todos la escucharon atentos, pero cuando el tono de su voz comenzó a mostrar algunas variaciones que delataban la presencia de alguien más hablando a través de su garganta, tanto Barker como Samuel, incluso Desmond, comenzaron a mirarse extrañados. Un comportamiento que la joven ignoró por completo.


Con los ojos fijos sobre el mapa, trazó una línea con un par de dedos, desde el lugar en el que se encontraban en el centro de Nueva York, hasta un rincón de América del sur, justo en donde un punto blanco de mayor amplitud parecía refulgir de forma sobrenatural.

El aire se tornó denso y la joven, con el cuerpo rígido y los ojos en blanco, prosiguió:

—Ahora escuchen bien, pues las leyes de su universo me impiden mostrarme por mucho tiempo más.

—¿Cat? —susurró Desmond, abrumado por el cambio en la personalidad de la chica.

—En Guyana, cerca de su costa atlántica, en Cane Grove, se reúnen un grupo de ancianos y ancianas que conforman un culto tan perverso como antiguo, los buscadores de la puerta. Ellos tienen en su poder el diario principal, aquel que dio origen y el más antiguo de todos. La puerta que podría dar entrada a este mundo a su dueño legítimo: mi hijo Astaroth.


Los presentes se quedaron estupefactos con aquellas palabras. El ambiente se tornó pesado, y aunque era Caytlin la que tenían delante, todos sintieron escalofríos de miedo recorriendo sus cuerpos al verla y escucharla. Había algo en esa nueva esencia que les producía temor. No sabían si es que se debía al natural miedo por lo desconocido, o si se trataba de un terror latente, siempre presente cuando te encuentras con una fuerza tan poderosa como la que tenían delante.

—Mis amados, encontrar y destruir cada uno de los diarios malditos es imperativo, pero antes de ello les ordeno que vayan hasta Guyana y que recuperen el diario más antiguo, pues es la llave de acceso para los buscadores de la puerta. Solo destruyéndolo podrán poner fin al baño de sangre que Astaroth pretende instaurar en su planeta y, les aseguro que, si este culto logra encontrar la forma de abrir el portal, ninguno de ustedes, mortales, sobrevivirá.


Odiado enfermo:

Te escribo esto para que sepas que estoy aquí, que no me iré y que, pese al poder inexistente que pretendes ostentar, no tengo el menor temor. Estoy cazándote, tan cerca de ti, observándote como el león observa al indefenso cervatillo en la selva.

Eres mi premio, mi trofeo. Te atraparé y colgaré tu cabeza disecada en mi departamento. De ese modo todos podrán observar cómo se ve un enfermo como tú.

Espero que mi obsequio te haya agradado, pronto la ciudad continuará con la misión que se me ha encargado. Te lo prometo ahora, ya que no estarás para verlo.

El asesino de monstruos.


Coppola no podía dejar de leer la carta que el comisionado White le arrojó en su escritorio. La misma que se encontraba protegida por una bolsa de plástico.

Había hecho que los forenses sacaran todas las huellas que pudieran encontrar, de manera que podía analizarla con total confianza, pero a él le gustaba la sensación del plástico entre sus dedos. Le daba esa impresión de que algo lo mantenía alejado del asesino. Esa capa transparente lo mantenía desvinculado del enfermo en turno que intentaba atrapar.


Aquella tarde había acudido personalmente a la oficina del comisionado, asegurándole que la información seguía su rumbo y que esta no tenía ninguna intención de desviarse hacia ningún otro caso que pudiera requerir atención.

"La investigación está abocada estrictamente a la identificación del asesino de monstruos, nada más", le había dicho tan fuerte y tan claro como pudo, observándolo en todo momento. Aquellas palabras habían tranquilizado un poco a Julian, o al menos eso parecía. Aquel hombre era sin duda alguna misterioso, de armas tomar. Alguien a quien no era conveniente tener como enemigo.

Sam lo sabía y por ende, haría todo lo necesario para mantener a su equipo y a él mismo tan lejos del radar de ese depravado como pudiera.

No deseaba un enfrentamiento con el maldito enfermo que ahora sabía que era el comisionado Julian White.



El comisionado bebió hasta el fondo de su vaso de whisky y retrocedió en su silla hasta colocarse de frente al ventanal de la oficina, observando la ciudad que dormía a sus pies.

Dirigió el verdor de sus ojos hacia la carpeta que Sam Coppola le había entregado aquella misma tarde. No creía ni por un segundo que le estuviese diciendo la verdad.

Él sabía de sobra que su equipo había hecho indagaciones en la laptop de Bárbara, y seguramente habían hecho grandes descubrimientos, pero no estaba del todo seguro sobre hasta dónde alcanzaba aquella información.

Desde luego, su amorío con ella estaba más que descubierto, incluso su pasatiempo compartido en el que involucraba el intercambio constante de imágenes y videos ilegales que tenían, en su mayoría, protagonistas infantiles, pero necesitaba saber si habían descubierto algo más allá de ello.


Dejó escapar un suspiro de calma. En realidad no tenía miedo de la justicia. Era el maldito amo de la policía, tenía al alcalde en sus manos y si decidían escalar aquello, entonces él también tendría que escalarlo hasta sus últimas consecuencias. Hasta que la figura más importante y escandalosa del mundo de la política, las artes, el espectáculo y en fin, cualquier esfera con un mínimo de poder en la maldita sociedad cayera ante lo que él tenía por revelar.

Ninguno sería tan estúpido como para enviarlo a prisión, no con la información y las pruebas que tenía de cada uno de ellos.

Sin embargo...


Se levantó con suavidad y se acercó a la pequeña mesa rectangular a un lado del librero, donde se sirvió otro trago de alcohol. Llevó el vaso hasta su nariz y olfateó el dulce aroma del líquido al que solo le dio un pequeño sorbo.

Después volvió una vez más hasta el escritorio, cogiendo la nota que el asesino acababa de dejarle aquella tarde.

Volvió a leerla con lentitud, grabándose cada una de sus palabras y sonrió por lo bajo, depositándola en el escritorio.


El asesino lo había citado esa misma noche y, por Dios que no faltaría a la cita, pero esta se celebraría bajo sus propios términos. 

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