XLVI - Hora de pagar

Pese a que la noche estaba comenzando a cerrarse sobre la ciudad y el caos imperante en las calle disminuyó prácticamente a cero, las personas dentro de sus hogares aún permanecían despiertas. Los noticiarios continuaban dando los últimos pincelazos de un día que había sido no solo violento sino inexplicable.


¿Qué había poseído a todas aquellas personas ordinarias con vidas ordinarias a salir a las calles para asesinar pedófilos? ¿Cómo era posible semejante nivel, de organización y, —lo que era aún peor—, cómo es que todo ese Infierno había sido provocado por una sola persona?

Cuando todos aquellos ciudadanos estaban dando por concluida la jornada de noticias, comenzaron nuevamente a fulgurar los ánimos, cuando el blog de Jason volvió a ser tendencia en Internet.


Las personas compartían histéricas aquellas nuevas imágenes, no solo conmocionadas por el hecho de ver una nueva actualización en el blog del asesino de monstruos, el hombre que ahora todos repudiaban y por el que había dado inicio toda una revolución.

El pánico se extendió como un incendio dentro de un polvorín cuando pudieron constatar, con lujo de detalle, que aquellas imágenes eran verdaderas y que, pese a que la identidad de los pequeños que formaban parte de juegos adultos tan perversos como desgarradores, había sido censurada, era más que evidente que estaban sufriendo.


Todos odiaban a Bárbara Abney y, pese a que el propio asesino de monstruos había revelado en aquel blog parte de la relación que esta mantenía con Julian White, en realidad no tenían claras las implicaciones de aquella relación más allá de una asquerosa aventura extramatrimonial; repudiable, por supuesto, pero no tan imperdonable como lo que ahora se había revelado.

Las redes sociales hervían como un caldero expuesto a las brasas de un fuego incontrolable. El nombre del comisionado se mencionaba una y otra vez en todas las plataformas y, desde luego, las personas exigían justicia.


No obstante, en un mundo corrompido por el poder y el dinero, resultaba improbable obtenerla bajo las leyes establecidas por el hombre.



—¿Cómo es que permitiste que eso se apoderara de tu cuerpo? ¿Es que no viste lo que hizo con Holly? La destruyó, Nona. La destruyó de todas las formas posibles.

La abogada dio un paso atrás, intentando disimular su nerviosismo. No entendía por qué ÉL se había presentado ante Hagler, pero no le gustaba la idea de que ahora su padre supiera su conexión con aquella entidad.

—No es para tanto, al contrario. ÉL me protege, me mantiene a salvo, me llena de comodidades. ¿Acaso no lo ves? Todo esto es gracias a ÉL.

—Sí, pero ¿a qué costo?

La abogada intentó tranquilizarse y, de ese modo, tranquilizar a la bestia que se removía en sus entrañas, exigiendo una liberación.

—Ningún pago será suficiente para todo lo que me ha entregado. No resultará como con Holly, porque yo jamás seré encarcelada. No tengo una sola gota de sangre en mis manos.

—Tal vez no para la ley de los hombres, pero eso no quiere decir que no tengas responsabilidad alguna.

—En todo caso —aclaró al tiempo que se aproximaba a la cocina y se servía dos copas de vino—, prefiero tener las manos repletas de sangre criminal que de sangre inocente. Yo no soy como Holly, Brent. No he matado a nadie que no lo mereciera, comenzando con ella. Y ni siquiera lo he hecho yo con mis propias manos.


El detective se quedó en silencio, sin poder refutar su argumento. La castaña se acercó a él con dos copas en las manos y le ofreció una para, acto seguido, dejarse caer sobre el mullido sofá con aire cansado.

—En fin —suspiró—. No tiene caso discutir por eso. Lo hecho, hecho está. ÉL se encuentra en mí, depende de mí tanto como yo de ÉL y no nos separaremos en un buen tiempo. Así que es mejor que aprendas a convivir con su presencia. Por ahora le he pedido que se mantenga al margen y lo hará. Se mantendrá quietecito siempre y cuando no me exasperes.


Brent bajó la mirada y, con aire resignado, bebió del vino tinto. Fue apenas un sorbo, pero la sensación que dejó en su garganta había sido tan agradable, que solo hasta esos momentos comprendió lo mucho que estaba necesitándolo.

—Entonces —sonrió la abogada—, ¿estamos de acuerdo?

—No me queda más remedio, ¿verdad? Pero, solo te pido una cosa.

—¿Qué cosa?

—Espera solo esta noche. —Nona se mostró molesta de pronto—. No hagas nada más por esta noche, espera a ver qué consecuencias tendrá la revelación de esas fotografías.

—Tengo que hacerlo, cualquier cosa puede sucederme, ¿no lo entiendes? Ese maldito de Julian sabe que tengo algún tipo de relación con Jhon, es decir, que la tuve. —Tomó un sorbo a su copa, intentando contener el llanto que estaba a punto de derramarse sobre sus mejillas al recordar a su querido aliado—. Jason está extraviado y sabe Dios qué demonios hicieron con él. Ese malnacido está deshaciéndose de todos aquellos con los que Jhon tuvo contacto y, definitivamente yo soy la siguiente.

—Pero, tú misma lo has dicho. Tienes el favor de ÉL, mientras estén conectados nada te sucederá.

—Eso no quiere decir que sea inmortal. El hecho de que aquello se encuentre dentro de mí no solo significa que tiene acceso al mundo humano a través de mi piel, también quiere decir que es tan vulnerable como lo soy yo. Debo cuidarnos. Mucho —dijo aquello con cierto agotamiento para terminarse la bebida de un solo trago.


Tras meditarlo por un par de segundos y beber también de su copa, el detective se puso de pie, depositando el cáliz de cristal en la mesa del comedor, se aproximó a ella y tomó asiento a su lado.

—Escucha, Nona. No estás sola. Yo estoy aquí, he vuelto a ti y jamás me volveré a apartar ni permitiré que nadie nos separe. Haré cualquier cosa por protegerte. Nunca tendrás que volver a preocuparte por nada. —Tomó su mano y la llevó a sus labios—. Te lo prometo.

La abogada suspiró con fuerzas mientras sentía los ojillos inundándose de lágrimas. Se acercó a él y, con suavidad, depositó un dulce beso en sus labios.

Sonriendo, se apartó un poco de él para mirarlo a los ojos.

—¡Papá! Me alegro tanto de haberte recuperado.



Se habían armado hasta los dientes, conscientes de que la residencia del comisionado estaría altamente resguardada. Eran al menos treinta hombres y mujeres repartidos en tres camionetas pickup color negro, pertenecientes sin duda a alguna de las mafias presentes en la ciudad, aunque más tarde se sabría que provenían de distintas, incluso aquellas con fuertes conflictos entre sí. No había espacio para rencillas cuando se trataba de un crimen como el que Julian había cometido de forma despiadada.


Sabían de sobra que nadie más que ellos podrían realizar una hazaña como esa. Ni siquiera la ciudadanía, con una multitud como la de aquella mañana, sería capaz de penetrar la seguridad del maldito comisionado de policía.

Al llegar al lugar, la mayoría descendió con rifles de asalto, pistolas y metralletas, encarando a las patrullas que se apostaban frente a la amplia residencia cercada por arbustos altos y una enorme reja de filigrana blanca.


Eran siete patrullas, cuyos ocupantes se deslizaron a la acera, cubriéndose con las portezuelas de sus vehículos. Ninguno había imaginado que las cosas escalarían a esos niveles, y mucho menos tan pronto, de manera que no estaban preparados para un asalto de tales proporciones.


A los intrusos no les resultó difícil penetrar la débil seguridad del exterior, pero aún les faltaba adentrarse a la residencia y, de ese modo, sacar al comisionado de su escondrijo.

Una mujer de cabello rapado y ojos negros como el carbón sacó una granada de su vehículo y, sin un solo atisbo de duda, le quitó el seguro y la arrojó a la reja. Todos se apresuraron a cubrirse, esperando la detonación que terminó por arrancar la vulnerable portezuela de metal.


Todos corrieron al interior, con las armas preparadas para lo que fuera.

Atravesaron el amplio e iluminado jardín, con sus estatuas, sus árboles y sus arbustos, hasta encontrar la puerta principal frente a la que se podían percibir un par de figuras.

—¡Esperen! —exclamó uno de ellos, provocando que todos disminuyeran la marcha, entre vítores y risas, hasta que pudieron observar el rostro despreciable de Julian, con los ojos aterrados al ver el despliegue de criminales, muchos de los cuales conocía a la perfección debido a su historial criminal.

El hombre, ya envuelto en una bata de dormir, estaba temblando y tenía las manos levantadas al frente en señal de rendimiento.

Detrás de él, invadida por el llanto, pero haciendo gala de una fortaleza inigualable, se encontraba Daisy, la esposa del comisionado desde hace más de veinte años.

Sostenía un revolver en la mano derecha, apuntando directamente a la nuca de Jason.


La mujer que momentos antes había lanzado la granada que terminó por darles entrada a la casa del comisionado, se aproximó a ellos, observando fijamente a Daisy que, pese a sus ojillos hinchados, era incapaz de contener las lágrimas. Sus sedosos cabellos rubios apenas cubrían sus mejillas, y temblaban al igual que toda ella.

—Eres su esposa, ¿no es así? —quiso saber, intentando imprimir cierta calidez en su voz.

Se daba cuenta de lo difícil que resultaba para ella toda esa situación.

La mujer asintió con resistencia, y un quejido de dolor brotó de sus labios. Habría dado cualquier cosa por no ser la esposa de un pedófilo como ese.

—¡Entrégalo! —exclamó alguien de la multitud, pero Chelsey, la mujer de los ojos negros, elevó una mano al frente para pedir silencio.

—¿Quieres hacerlo tú? —cuestionó a la mujer.

Si había alguien con el derecho para asesinar a ese malnacido, era ella.


Daisy contuvo una nueva exclamación de dolor y apretó el revólver. En todo ese tiempo Julian no había hecho ni siquiera el menor movimiento, pero en ese momento, al sentir la boca del arma sobre su cuero cabelludo, un espasmo de terror se apoderó de él.

—Por favor, Daisy —suplicó—. Yo te amo, mi vida. Te amo con toda el alma.

—¡Cállate! —exclamó la mujer, acercando aún más el arma a la cabeza del comisionado. Su rostro estaba empapado por el llanto y apenas podía ver entre la cascada de lágrimas, pero no podía bajar el revólver.

—No lo voy a hacer —dijo entonces. Chelsey se acercó un poco a ella—. No puedo hacerlo, no puedo —lanzó un quejido de llanto—. Pero... Pueden llevárselo.

La comitiva lanzó gritos de triunfo al tiempo que se acercaban a Julian, jalándolo con violencia. El comisionado lanzó gritos, súplicas e insultos mientras era sometido por todos los delincuentes que, pese a sus récords criminales, no toleraban la barbarie que ese maldito había sido capaz de cometer.


Daisy se dejó caer al suelo, cubriéndose la boca con una mano. El llanto se volvió más violento.

Chelsey se arrodilló ante ella y, quitándole con suavidad aquel revólver que su propio esposo le había dado como defensa, colocó su mano sobre la espalda de la mujer.

—Hiciste lo correcto —le dijo—. Tú no eres una asesina.

—Pero permití que se lo llevaran.

—Shh... descuida. Tú solo di que entramos a la fuerza.

—¿Cómo?


Antes de que la mujer pudiera reaccionar, Chelsey le dio un puñetazo, asegurándose de que fuese lo suficientemente fuerte como para dejarla inconsciente, pero no tanto como para lastimarla de gravedad.

Se puso de pie y observó a sus compañeros que, a lo lejos, podía distinguir que entraban nuevamente a las camionetas. A la distancia, las sirenas de policía anunciaban que era hora de partir. 

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