IV - Propósitos y engaños
El viento impulsaba la hojarasca seca y la basura de las calles ante la mirada indiferente de los transeúntes que corrían como bestias de un lado a otro. Las nubes grises anunciaban una fiera tormenta, de manera que todos buscaban desesperados un refugio en el cual pudieran guarecerse.
Jhon metió las manos a los bolsillos y caminó con paso ágil hasta encontrarse, una vez más, delante de aquel viejo edificio al que debía visitar dos veces por semana.
La oficina del doctor Peters se encontraba en el centro de la ciudad, concretamente en la calle Amapola, justo en donde transitaban sin parar cientos de corredores de bolsa, oficinistas y jóvenes empresarios. A donde volviera la vista, encontraba edificios y más edificios, interceptados por uno que otro negocio de comida rápida.
A un lado de la oficina del doctor, se apostaba un pequeño local de comida china, seguido de una pequeña librería en la que solía bajar a comprar uno o dos cigarrillos una vez que la sesión terminaba. Le gustaba echar una fumada mientras curioseaba entre los títulos de los últimos lanzamientos editoriales; aunque no así disfrutaba del asqueroso olor de la comida asiática.
Cuando comenzó con la terapia, Jhon recordaba que le había parecido delicioso, y muchas veces se había sentido tentado a pasar unos momentos en el lugar y disfrutar de la gran variedad de platillos. Pero después de tres años de sesiones, el olor había terminado por fastidiarlo a tal punto que en ocasiones llegaba a producirle arcadas.
Entró en el edificio con una mirada más bien aburrida y subió al cuarto piso a través del ascensor, mientras se acomodaba las gafas que tendían a caer sobre su nariz aguileña.
—Buenas tardes, Jhon —sonrió la mujer regordeta que servía en el pequeño recibidor.
Le ofreció un pequeño plato dorado con caramelos, pero en aquella ocasión, tal y como lo había hecho durante todos esos tres años de terapia, él se negó a aceptar uno.
—Buena tarde —se obligó a sonreír.
El estrés de tener que socializar con su entorno no había disminuido ni un ápice. Un hecho que le provocaba aún más ansiedad y le hacía preguntarse si en verdad el doctor Peters sabía lo que estaba haciendo con él.
Si bien, Jhon podía salir a la calle, hacer compras y subirse al transporte público, aún le costaba mucho trabajo dirigir más de dos palabras a un desconocido o a cualquier persona. La vida era sumamente difícil para aquellos que parecen tener miedo de todo y de todos. El desespero y la ansiedad eran pan de cada día para él, quien no lograba encontrar la manera de lidiar con los fantasmas del pasado.
Craig Peters le había dicho que aquello era muy normal y que, contrario a lo que él pensara, sí que estaba dando muestras de mejoría. De acuerdo con sus propias palabras, el desorden de estrés postraumático era un tema complejo de tratar, y requería de toda su paciencia y dedicación.
Jhon sentía que no podía entregar más paciencia y dedicación de la que estaba ofreciendo, incluso al límite de sus propias fuerzas.
—Puedes tomar asiento, solo será un momento, el doctor casi termina su cita.
Jhon asintió y fue a sentarse a la pequeña área en la que yacían dos sofás grises y una mesita de centro con varias revistas encima. No tenía interés alguno en los títulos que leyó al sentarse, pero se obligó a tomar una pequeña revista sobre jardinería. La hojeó unos momentos y se detuvo en una página al azar. En realidad, lo único que deseaba era conseguir un poco de privacidad y la garantía de que la mujer cuyo nombre jamás se había memorizado, no se animara a dirigirle la palabra.
Transcurrieron unos diez minutos cuando la puerta de la oficina se abrió con sutileza, y ante ella apareció el rostro de un hombre de aspecto descuidado, con el escaso cabello cano y unos ojos que obligaban a alejarse de él. Demenciales.
No tendría menos de sesenta años, pero su aspecto le confería cierto aire senil, aunado a la desprolija y pobre dentadura que, a pesar de la grotesca apariencia, no dejaba de mostrar.
Se acercó a la recepcionista, quien pareció incómoda con su presencia y, cogiendo su mano, la acercó a sus labios para besarla al tiempo que agradecía las atenciones brindadas durante la última hora. Despidiéndose finalmente con su característico andar desgarbado.
Jhon jamás había intercambiado palabra con ese hombre, pero lo veía antes de cada sesión que él tenía. Al menos así había sido desde unos meses atrás.
—Ya puede pasar —le avisó Martha mientras se limpiaba la mano de modo disimulado.
Jhon se puso de pie y se aproximó a la puerta.
—Una disculpa, Jhon. Esta vez se nos hizo un poco tarde.
El doctor Peters era un hombre de mediana edad que gustaba de los suéteres color caqui o crema, aunque en esa ocasión había elegido uno azul celeste de cuello en "v" sobre una camisa blanca. Jhon se quedó observando la delicada corbata azul marino punteada al tiempo que recibía la mano del psiquiatra que le dirigió una media sonrisa.
—Adelante, por favor —dijo al tiempo que tomaba asiento tras el imponente escritorio de caoba—. ¿Cómo has estado, Jhon?
El hombre de tez pálida tomó asiento frente al doctor.
—He estado mucho mejor, gracias. Aunque aún me incomodan las multitudes.
—¿Algún acontecimiento del que desees conversar?
—Pues, no podría decirse que es un acontecimiento —aseguró, levantándose de nuevo con aire ansioso—. Ya sabe, lo de siempre. Las personas esperan cierta respuesta de un desconocido, no sé, los rituales sociales a los que todos están tan acostumbrados, y a veces me cuesta demasiado reaccionar de forma "lógica" a esos rituales, por lo que siento que muchas veces puedo parecerles un poco tosco o maleducado. Eso me produce mucho estrés. Y no sé, creo que tiene mucho que ver con esta sensación constante de que todas las personas con las que tengo contacto me juzgan, me recriminan. Es como si con una sola mirada ellos supieran todo sobre mí. Como si todos me conocieran incluso más que yo mismo. No sé.
—Es normal lo que sientes, Jhon. Solo trata de no obsesionarte con esa idea, los pensamientos comenzarán a ceder poco a poco. De alguna manera esto es bueno.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Habla de tu propio deseo de metamorfosis. Sabes que ya no tienes nada en común con el Jhon del pasado, y eso hace que sus actos, su manera de pensar y, en fin, todos los aspectos de su personalidad que te resultan desagradables, no van en concordancia con la persona que eres en la actualidad. Las miradas continuarán ahí en la medida en que logres perdonarte por tu pasado y olvidarte de esa persona que ya no te representa. —Hizo una breve pausa para asegurarse de que su paciente lo comprendía, y cuando notó reflexión en su mirada, continuó—: Ahora dime, ¿cómo vas en el trabajo?
—Bueno, ellos están contentos con mi desempeño. No socializo mucho, así que me concentro por completo en el almacén; nunca me hace falta un solo producto y el trato, aunque impersonal, es adecuado. Al menos eso me dice Alan.
—Me alegra escuchar eso, Jhon. Especialmente en este día —sonrió Peters.
—¿Por qué?
—Hoy se cumplen tres años desde que llegaste a mi consultorio.
Tres años...
—¡Vaya! El tiempo pasa demasiado rápido —aseveró el hombre con aire ansioso al tiempo que se acomodaba las gafas.
—Así es, te lo dije cuando llegaste, ¿recuerdas? Pronto todo quedaría en el pasado y los días dolerían cada vez menos. Mira —se interrumpió a sí mismo al tiempo que sacaba una pequeña caja blanca con un listón dorado como decoración. Se la extendió a Jhon con cierto aire ceremonial y volvió a recargarse en el sofá gris de la estancia—. Espero que te guste.
El hombre cogió la cajita con nerviosismo y la abrió; ante sus ojos un pin dorado con forma de escarabajo resplandecía con un brillo muy especial. Jhon observó al psicólogo.
—No sé qué decir. Es increíble, doctor —sonrió, pasmado con su obsequio.
—Sé que te gustan mucho esos insectos. En cuanto lo vi supe que era el regalo perfecto para ti.
—Muchas gracias, en verdad.
Jhon se quedó unos momentos observando el escarabajo. Parecía una reliquia del antiguo Egipto, o al menos esa fue su primera impresión al verlo.
Los escarabajos egipcios o escarabeos, como bien había aseverado el psicólogo, poseían un significado muy especial para él, aunque nunca había tenido oportunidad de explicarle con detalle el por qué.
Al despedirse, Jhon apretó la mano de Peters solo un poco más que de costumbre; era su manera de agradecer por tan especial obsequio.
Desde que salió de prisión él era el único que lo había visto como un ser humano. Lo apreciaba por eso, por su imparcialidad, su atención y, en fin, por su humanidad. Una característica que cada día escaseaba más en el mundo.
Se fue directamente a casa tras la sesión y se encerró bajo llave. Sabía que no iba a salir más en lo que restaba del día así que no tenía caso dejar la puerta sin seguro.
Se dejó caer en el mullido sillón de la estancia y suspiró hondo al tiempo que observaba con detenimiento la pequeña caja con el insecto. Al ver una vez más el contenido, Jhon no pudo evitar una mirada llena de emoción.
Lo que más le gustaba de esos peculiares animalejos era el significado que se le brindaba en el mundo antiguo. Los escarabeos solían encontrarse en las tumbas de los grandes faraones, pues eran un símbolo de resurrección, un sello de vida eterna.
Jhon sentía que podía emular a los escarabajos, pues tal y como mencionaban las viejas leyendas, él había logrado resucitar de entre los muertos y construir una vida nueva. De hecho, era gracias a su primera "muerte" que podía realizar sus más profundos e intensos sueños. No fue sino hasta que encontró su debilidad más horrenda, cuando pudo conocer su misión de vida.
Guardó el obsequio y se enfocó en la búsqueda del amplio álbum de fotografías que tenía resguardado debajo de la cama. Ocupó su lugar acostumbrado en el pequeño sofá frente al lecho y leyó una vez más los encabezados que hablaban del monstruo, el asesino de pedófilos.
La prensa mencionaba a Richard McCain como la última posible víctima del monstruo, pero el detective a cargo del caso aún no revelaba información alguna. Después de aquella primera rueda de prensa en la que, por evidente descuido, una de las investigadoras reveló la conexión entre el asesino y las aberraciones secretas de todas las víctimas, las autoridades andaban con mucho cuidado cuando se trataba de los medios.
Eso impedía que la información fluyera de manera libre y sin censura alguna. Era obvio que el gobierno temía la acción de la sociedad ante un justiciero anónimo capaz de liberar al estado de aquellos bastardos mal llamados humanos.
El asesino de monstruos tenía un propósito y a pesar de la crueldad de sus asesinatos, la violencia, la toma de vidas y el pánico, parecía ser de utilidad para las masas.
Depositó el álbum en la moqueta sucia y se quedó con una carpeta forrada de azul. La abrió con ceremoniosa lentitud, tal y como si se tratase de un libro sagrado y, atento, comenzó a recorrer con sus dedos cada línea que formaba el índice. En cuanto se topó con el número adecuado, elevó la vista y dejó escapar una sutil y sincera sonrisa, repleta de bondad y ternura.
Todos tenemos un propósito, pensó al tiempo que acariciaba el papel.
Primer comentario (a partir de la fecha 26/09/2022) se lleva dedicatoria en el próximo capítulo :D
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