Pesadilla 2: Steve
Pesadilla 2
Steve
***
El informe no resultaba prometedor. Las bajas sólo crecían y lo peor de todo era que nuestras pérdidas aumentaban sus filas. ¿Qué clase de pesadilla era esta? Se levantaban, caminaban torpemente, pero eran fuertes y como marejadas se abalanzaban sobre todo, destruyéndolo, devorándonos.
Iniciaron las deserciones. Los soldados se esfumaban ahí, en pleno campo de batalla. Tiraban sus armas y se echaban a correr. Algunos lograban huir, otros eran sorprendidos en pleno escape, y cuando toda una manada de podridos te intercepta, ya no tienes escapatoria, aun seas más rápido e inteligente que todos ellos. Su fuerza está en sus números y en la podredumbre que escapa de ellos junto con sus gemidos espantosos. Su arma es el terror. Y no hay nada más desconcertante que monstruos que atacan aprovechando eso que algún tiempo todos tuvimos en común.
Cuando disparas te tiemblan los brazos, y no por los repetidos impactos del arma, sino porque al inicio no comprendes por qué se vuelven a levantar. Las órdenes, claras: disparar bajo, a las piernas, y a los mejores tiradores se les ordenaba disparar a la cabeza. Como un auténtico videojuego en 3D con el miedo, el hedor y la sangre tan real como en la mejor consola de última generación. Así la pasábamos en el batallón cuando no había nada qué hacer, y en un país con escasa influencia militar y política, casi siempre no teníamos nada que hacer. Pero eso era un juego. Los que nos tocaba vivir ahora era más absurdo e incomprensible, pero de cualquier forma real, y no había manera de hacer una pausa o volver a iniciar una estrategia porque el resultado había amontonado una sombra de cadáveres sobre nuestras conciencias.
Todos empezamos a caer. Unos nos levantamos casi ilesos, otros, torpes, y enseguida comenzaban a tropezar con la mirada perdida y la boca llena de baba sanguinolenta. Por eso llevábamos al menos dos balas aparte. Una por si nos tocaba matar a un camarada, y la otra para un uso más personal. Tarde comprendimos que si no le poníamos fin, se levantarían; porque todo el mundo se levantaba de entre los muertos solo para esparcir más y más muerte. Al final llegamos a acostumbrarnos tanto al hedor que olvidamos todos los demás olores. Lo único que nos interesaba ahora era no terminar como los demás. Era ese apestoso olor a muerte el que poco a poco nos fue regresando los pies a la tierra, eliminando nuestros motivos para titubear.
El punto crítico para mí vino cuando nos enviaron a una misión de contención; los autobuses repletos de sobrevivientes en ocasiones no podían tomar vías alternas y a veces teníamos que hacer espacio para ellos. Estábamos invadidos. Había planes para utilizar armamento pesado, pero antes se tenían que salvar a tantas personas como fuera posible. Fue una decisión ingenua por parte de los altos mandos. De haber sido yo hubiera volado toda la ciudad a la primera, con el debido respeto a la gente sana, todo con tal de mantener a raya lo que nadie imaginaba podría llegar a suceder. ¿Pero qué se podía esperar de ellos, si la mayoría había alcanzado su puesto a pura corrupción? Estábamos siendo guiados a ciegas por un grupo de ineptos que no decidían cómo proceder.
En esa misión todo se fue al caos. Rompimos líneas. Perdimos a los soldados que manteníamos en puntos estratégicos para cuidarnos la espalda. Ni los francotiradores en los techos estaban a salvo. Las barricadas sólo les servían como escaleras, caían los primeros, pero el desnivel que sus torpes cuerpos creó hizo que los demás avanzarán sin problemas, lo cual era de locos. Nuestra estrategia de siempre había jugado en nuestra contra. En lugar de mantener la distancia se la facilitamos. Para colmo, estábamos siendo rodeados en todos nuestros puntos de operación, se perdió toda comunicación con la base, y no nos quedó de otra que seguir a nuestra manera. La cosa se había salido de proporción. Ya no eran esas cuantas calles, ni siquiera ya solo era asunto de la ciudad. Estaban por todos lados. Nuestra ciudad era insignificante comparadas con las que acababan de comunicar que sufrían ataques similares o incluso peores. Lo supimos con uno de los últimos comunicados que recibimos.
«Mantengan las medidas de evacuación y contención hasta nuevo aviso. Eliminen cualquiera objetivo sospechoso a la primera. Disparar a matar. Una vez infectados no hay recuperación. Eliminar a los caídos».
¿Qué no todo se había iniciado en la planta?, preguntaron unos. ¿Será que todo esto inició en otro lado y en lugar de actuar lo encubrieron hasta que se les escapó de las manos, jodiendonos la vida a todos?, decían otros.
La situación ya no tenía remedio, me dije, y asustado, solo podía pensar en mi hermano.
Solicité una palabras con la línea de mando disponible. Expliqué que necesitaba rescatar a mi hermano. Él me dijo que me necesitaba en sus filas, que teníamos que impedir que las bestias siguieran avanzando. Hasta el último hombre tenía que ser de utilidad. Si íbamos a caer, lo haríamos luchando,
—¡Es tu hijo! —le grité.
—¡Crees que no lo sé! —respondió, enfadado—. Pero en mi posición, tengo que pensar en el bienestar de la mayoría.
La mayoría de los altos mandos había puesto los pies en polvorosa, pero él, con su orgullo obstinado, no estaba dispuesto a aceptar una derrota que nos había caído encima el mismísimo momento en que descubrimos contra quienes nos enfrentábamos.
Y en todo caso, ¿cuál mayoría? Yo ya no miraba gente sana aparte de mis compañeros de tropa. Por lo demás, no pude deshacerme de la sensación de que batallábamos contra la muerte más por orgullo que por salvar personas; ante mis ojos no había nadie más que mereciera ser rescatado además de mi hermano. Llegué a tal punto de creerlo que hice eso que había criticado en un inicio: deserté.
Llegar hasta casa fue más sencillo de lo esperado. Periódicamente recibíamos informes de la localización de los intrusos. Utilicé de manera cautelosa la última información recibida, y a partir de ahí ideé un plan de avance.
Me sorprendió de gran manera la facilidad con la que podía alejarme de ellos y esquivarlos estando solo. Se me prendió el foco, como dicen. Y quise regresar al campamento para decirles a todos que lo estábamos haciendo todo mal, disparando, cuando el sonido los atraía más que la vida; atacando en grupos, haciendo así que ellos mismos se concentraran en un solo punto cuando lo mejor habría sido colocar parejas o grupos en lugares estratégicos para atraerlos con sonidos y así dispersarlos. Habíamos dejado que su superioridad numérica nos abrumara. En cierto sentido nos habían comido el cerebro sin ni siquiera tocarnos.
Pero no regresé, ni siquiera deje tirada mi arma aun resultando más perjudicial que beneficiosa. Caminé por las calles desoladas, moviéndome con el sigilo con el que había sido entrenado cuando me ofrecí para servir en el extranjero. Todos esos meses en los que tuve que caminar sobre el suelo como si este fuera una enorme mina terrestre... El entrenamiento militar resultó útil simplemente porque nos educaban para esperar lo inesperado. Por lo demás, ninguna táctica de guerra puede funcionar contra seres que no razonan como seres humanos, porque aunque lo parezca, no lo son. Ni siquiera sus motivaciones lo eran. ¿Qué los movía? ¿Por qué querían exterminarnos? Necesitábamos estudiar sus patrones de comportamiento y descubrir el origen de los mismos. Pero, ¿cómo lo consigues si estás más preocupado por mantener la distancia?
El olor es un buen indicador. Entre más insoportable más considerable es su superioridad numérica. No apesta igual el basurero de tu casa que el crematorio municipal, ¿verdad? Se me hizo costumbre, entonces, evitar transitar por lugares demasiado apestosos. Además, estaba ese sonido que emiten, como un mugido bastante grave. Al igual que sus pies pastosos derritiéndose sobre el asfalto. Ocasionalmente escuchas a uno o dos uno, abandonados, dándose tumbos contra puertas o paredes. Un idiota que no pudo seguirles el paso a los demás y terminó solo e inútil. Es cuestión de tiempo se tendría que descomponer y caer, más inútil todavía. Adivinaba una especie de memoria colectiva que hacía que se enfocaran en seguir una sola dirección, ¿pero cómo saberlo?
¿En serio esos monstruos constituían una amenaza real a nuestras vidas? Daba risa. Auténtica risa. Nosotros, la especie dominante, dominada por unos seres que no podían abrir una maldita puerta. Ridículo.
Todas estas observaciones hice mientras trataba de llegar a casa. Me convencí de que debí ser cualquier cosa menos militar. Se piensa mejor cuando no se está disparando un arma, eso es seguro. Mi hermano pensaba seguir el mismo camino, era tradición familiar después de todo. Si salíamos de esta, le diría que estudiara lo que se le viniera en gana, que a la hora de la hora los militares somos inútiles, estamos más capacitados para proteger los intereses de los poderosos que para proteger a la gente de verdad. Qué vergüenza ser consciente de esto hasta tan tarde.
Cuando al fin me encontré frente a mi casa, sentí alivio. Había revisado el perímetro antes de llegar, para cerciorarme del nivel de seguridad. Si mi hermano seguía en casa tendría que estar bien. Los grupos que rodeaban el lugar eran pequeños. Con buenas piernas se podría huir de ellos sin estar realmente en peligro.
No llamé a la puerta, no soy idiota. Subí el muro, y luego por algunas verandas hasta llegar a nuestro apartamento en el tercer piso. La ventana estaba abierta. Mi hermano yacía tirado en el suelo, inmóvil. Me acerqué rápidamente, asustado, mi corazón latía tan fuerte que temí por un segundo que llamaría la atención de los caminantes. Cuando toqué a mi hermano para cerciorarme de su estado, mi garganta casi conoce el filo de la cuchilla que sostenía en su mano y con la que me sorprendió con una habilidad que me dejó pasmado. Sonreí al recordar que lo suyo siempre habían sido las armas blancas, hasta el punto que varias veces llamaron a papá de la escuela por alguna expulsión por haberse defendido con un cuchillo desechable.
—Soy yo —susurré. Coen me miró, desconfiado, sin retirar el filo de mi garganta. Entonces sonreí, le revolví el cabello y, en ese momento, de no haberlo visto, de no haber sabido que mi hermano tenía apenas quince años, habría creído que un tipo de treinta mágicamente había rejuvenecido frente a mis ojos.
Lo estreché con fuerza, casi hice que sus huesos rechinaran de puro dolor. Pero él no se quejó, recibió el abrazo y para cuando lo liberé, me revisó por completo, palmeándome los brazos y pecho, acariciando mi rostro.
—Estoy sano, payaso —le dije. Era verdad. No me habían hecho ni siquiera un rasguño.
—¿Y papá? —preguntó—. ¿Qué está pasando afuera?
—Nada bueno, Ce. Tenemos que irnos —comuniqué. Al ver cómo su cuerpo se tensaba, quise suavizar un poco las cosas—. Pero primero comamos. Además, tengo que descansar. Dame unos días y ya veremos cómo salimos de esta.
Sabía que no teníamos unos días para escapar, ¿pero para qué asustarlo? Lo necesitaba entero y cuerdo si quería que los dos saliéramos con vida de esa.
El asunto estaba en que, siendo desertor, no me podía acercar a la milicia por ayuda. Además, había tanto control en los refugios que ni siquiera podía llegar a considerarlos adecuados. Recordé el rumor que se extendió por las filas a partir de un comunicado clasificado como confidencial que misteriosamente había caído en manos de... nadie lo sabía con certeza en realidad, pero igual esto no impidió que las habladurías se esparcieran con facilidad. «Nos están matando para nada, no están recibiendo a todos los refugiados», comenzó a murmurar medio batallón; «los suben a los autobuses y vagan hasta... hasta que están acorralados, hasta que ya no hay salvación. No hay medios para evacuarlos a todos. Familias enteras son separadas». No lo creí, por supuesto, ¿a dónde enviaban entonces todos esos camiones repletos de personas sanas? Se me encogió el pecho al recordar la cantidad de niños y ancianos que había visto en esos camiones. Si existía la posibilidad de que los refugios solo fueran pantalla para algo más...
Ni siquiera podía imaginarlo. Lo más seguro era que se tratara de alguna tonta teoría conspiranoica.
Las horas se fueron sucediendo mientras yo pensaba en un plan de acción. Coen, quien todavía no había vivido lo que había afuera, se veía optimista. Tuve que fingir que era lo que sentía también.
—No pensé que la cosa fuera tan seria —dijo de repente en una ocasión—, como tú y papá me vivían diciendo que no era nada.
—Fuimos todos unos tontos, de eso no hay duda —suspiré.
—Por eso es que no hay nada aquí —agregó cabizbajo, como si temiera decepcionarme—. La última comida decente que tuve fue cuando Claire... Me pidió que me fuera con ella y su familia, pero no pude. Supongo que sabía que vendrían por mí —suspiró—. Estaba tan preocupada por ti... Quiso quedarse, pero no pudo.
Y ahora probablemente nunca la vuelva a ver, pensé. Intenté no visualizarla en mi mente. No tenía que distraerme. ¿Pero cómo ignorar a tu mejor amiga, exnovia y vecina? Agité la cabeza y continué la conversación:
—Me alegra que te hayas quedado, Ce. No tienes idea de cuánto.
Desempolvé la vieja radio de papá para ponerme al tanto de lo que acontecía. Para mi desconcierto descubrí que estaban retirando las pocas tropas que quedaban para enviarlas a la capital. Esta era la única orden. Temí que nuevamente saliera a colación el uso de armamento pesado, pero conociendo el protocolo, si habían tomado esa decisión no era algo que comunicarían a la ligera. Así supe que ya no podía seguir malgastando nuestro tiempo.
Antes de partir hice una última cosa: puse a Coen al tanto de todo lo que había descubierto sobre los zombis mientras los miraba, los esquivaba y me defendía de ellos. Mi primera recomendación: sé lo más silencioso que puedas. Seguía sin comprender por qué el ruido, entre todas las cosas, era lo que más llamaba la atención, viéndolos el sentido común me dictó que eran ciegos y sordos, parecía que sus sentidos también se habían podrido. Bueno, por alguna razón ese no era el caso y nunca tuve el tiempo para intentar descubrir la razón. También le advertí sobre su fortaleza. Están descomponiéndose pero son ridículamente fuertes, y si se te tiran al suelo y te caen encima ya nada puedes hacer, una vez te han detenido ya no importa su propia lentitud. Otra de las razones por las que es mejor caminar solo. El ruido que produce una persona sola, por razones obvias, es sustancialmente menor al que producen dos o tres o todo un grupo. Que uno te localice no es problema, eres más rápido, lo esquivas y ya, pero si haces ruido y te quedas el tiempo suficiente para ver qué pasa, lo único que conseguirás es que se agrupen, una vez agrupados se convierten en una bestia incontrolable que casi nada puede vencer. Si te ves en la necesidad de luchar mano a mano ya sea porque estás acorralado o por cualquier otra situación, golpea a los pies, hazlos caer, túmbalos, de pie son ridículamente torpes pero en el suelo son mucho peor. Siempre es recomendable tirar a matar. Pero sus cráneos son resistentes y duros, un golpe en la cabeza les hace perder el equilibrio, pero el sonido del golpe atrae a los demás, mucho más si es el impacto de una bala. Las armas de fuego resultan inútiles. No solo consigues atraerlos con el escándalo, sino que tienes que ser un buen tirador para que resulte efectiva, y siendo este el caso solo funcionan con grupos pequeños.
Por último, agregué:
—Si algo llega a pasar en el camino yo tomaré las decisiones y tú tienes que limitarte a obedecer. Y si nos separamos, tienes que llegar aquí —señalé en el mapa—. No olvides permanecer solo, evita a la gente, las personas desesperadas no son confiables; y recuerda todo lo que te he dicho. Si yo he llegado hasta aquí sin mayor percance tú también puedes lograrlo.
Coen no titubeó al asentir, me miró con ojos decididos.
Iniciamos los preparativos y después de haber dormido muy bien, nos marchamos. No llevábamos ni dos cuadras recorridas cuando Coen me preguntó sobre papá. Está muerto, fue mi respuesta. Y ya no volvimos a tocar el tema. Yo no se lo permití. Y cómo estaban las cosas, era cuestión de tiempo antes de que mi mentira se convirtiera en verdad.
La última transmisión que logré interceptar ubicaba dos grandes grupos en dos zonas bastante alejadas entre sí, así que mi plan inicial fue trazar una vía entre ambos lugares para evitar grandes concentraciones en la medida que fuera posible. Al inicio se me ocurrió retroceder pero al percatarme de que todavía había presencia militar lo descarté, y sin hacérselo saber a Coen, me decidí por el camino difícil. Llegué a pensar que cómo estaba la situación lo de mi deserción daba igual, no era tiempo para la tonta burocracia, pero al mismo tiempo, con la constante movilización de las últimas tropas que quedaban en la zona, era casi como caminar a ciegas. Decidí que era mejor irme a lo que consideraba más seguro.
Al inicio no fue tan pesado. Encontramos uno que otro zombi abandonado, errando de un lado a otro tan perezoso como desorientado. Bastaba tirar una piedrita en la dirección contraria para alejarlo, de paso también servía como prueba. Si habían más escondidos, el ruido los obligaría a salir. Esa era otra cosa que tenían: cuando no estaban moviéndose, en realidad parecían muertos. No los escuchabas, no los veías, sólo los olías; una auténtica trampa. Así seguimos largo trecho, optimistas entre tanta muerte y desolación.
A medida avanzábamos fuimos encontrando más y más barricadas. Resultaba tedioso superarlas, pero era eso o encontrar una vía alterna, y la perspectiva de encontrarnos zombis escondidos entre las sombras siempre nos regresaba el ánimo suficiente para escalar esas barricadas y seguir avanzando.
No me sorprendió el que Coen tuviera tanta energía ni que me siguiera el paso como si nada. Estaba orgulloso de él, como nunca antes. No sólo había conseguido mantener la paciencia mientras permanecía encerrado, sino que había confiado en papá y en mi hasta el final, y esto me daba todavía más fuerzas para protegerlo. Dejó de importarme mi propio bienestar, sólo pensaba en él y en la vida que merecía y que le daría a como diera lugar.
Tristemente, mi determinación se vio a prueba demasiado pronto.
Nos habíamos encontrado una nueva barricada, más intrincada y frágil que todas las anteriores. Estábamos escondidos cerca de un auto, el lugar parecía desolado, pero igual teníamos que cerciorarnos de que no hubieran muchas criaturas cerca. Yo me alejé, tomé una piedra y la tiré tan lejos como pude. La respuesta fue un mugido débil, y luego otro, pero de ahí no pasó. Me dije a mí mismo que con tan pocos zombis cerca podíamos seguir avanzando sin mayor problema, y le hice la señal a Coen para que saliera de su escondite, y así continuar caminando, pasar esa nueva barricada, y seguir hasta llegar a nuestro destino, aunque las cosas ya no estuvieran tan claras.
Cuando alcancé a Coen le revolví el cabello. Lo tenía sucio y grasoso, pero experimenté cierto alivio con el simple hecho de tocarlo. Mi hermano seguía vivo y cada vez faltaba menos camino... ¿Cómo superar semejante optimismo?
La barricada fue la del problema, por frágil e insegura. Además, era tan alta y nosotros estábamos tan concentrados en los sonidos que esperábamos nos llegaran desde atrás que no lo vimos. No, no lo vimos, ni él ni yo, engañados como estábamos por superar tan fácilmente un nuevo obstáculo.
Lo que pasó a partir de ahí fue confuso; Coen resbaló, con su caída parte de la barricada se vino abajo con un sonido tan estrenduoso como aterrador, pero sobre todo, fatal. A Coen se le dificultó salir de ahí y ponerse de pie; estaba lastimado y sangraba, lo que me asustó, pensé en la probabilidad de que se hubiera contagiado de alguna manera... Nunca lo había visto tan torpe y asustado; sus ojos me transmitían un terror y una vergüenza que no tenían cabida en mí. No fue tu culpa, quise decirle, pero no pude. No lo culpé, sólo... no tuve tiempo para asegurarlo. Como pude me apresuré a ayudarle. Noté que su cuerpo temblaba pero con la mirada le pedí compostura. Asintió. Entre esto y el poco tiempo que transcurría los sonidos comenzaron a llegar con más fuerza, interiormente ya me sentía acorralado, así que no me sorprendió cuando noté que esta era la realidad.
Mi primer pensamiento fue ponerlo a salvo.
Con rapidez eché un ligero vistazo alrededor. Los restos de la barricada estaban siendo empujados del otro lado, y del nuestro, los no muertos estaban cada vez más cerca. Permanecíamos cerca de una intercepción, del lado norte y del sur había dos enormes callejones que podían servirnos como culo de botella, sino es que éramos interceptados por más de ellos del otro lado, si es que no había algunos de ellos todavía en las sombras... No, pensé, con tanto alboroto ya tendrían que haber salido. Le indiqué a Coen que me siguiera en calma y silencio; así lo hizo. Ya a medio callejón tomé lo primero que encontré en el suelo y lo tiré tan lejos como pude. Fue esto lo que hizo que despertarán los sonámbulos de la próxima calle, y así, cuando estuvimos a punto de salir del callejón...
Nunca sentí tanto miedo como en ese momento. Vi a Coen, ya sin ninguna esperanza; en su rostro también había terror, pero resaltaba la resignación. No, no, no, me dije. No podía dejarlo morir. Le tomé la mano y regresamos. Me pareció haber visto un basurero antes. Si conseguía encerrarlo ahí, en silencio, y si luego conseguía llamar la atención de todos, alejándolos de él...
Ni siquiera le permití hablar. No había tiempo. Se habían hecho una bola en el ese extremo del callejón pero el otro todavía estaba libre, si conseguía llevarlos hasta ahí, despejando así el sitio en el que estábamos así como las calles en donde nos habían acorralado... No estaba pensando con claridad, sólo me dio tiempo para convencerme de que debía hacer todo esto yo solo; no podía arriesgar la vida de mi hermano, aunque para todo lo que sabía, lo estaba dejando en su tumba.
Al final me decidí.
Le rogué, porque de otra manera no habría podido, tuve que hacerlo para convencerlo, hice promesas que sabía que no iba a cumplir pero sólo así sería capaz de aceptar lo que estaba a punto de pasar.
Lo encerré en un enorme contenedor de basura y rodeé este con tantas cosas pesadas como me fue imposible encontrar.
Eso fue todo.
Mi recorrido estaba a punto de llegar a su fin.
Apreté mi arma a pesar del pavor que me provocaba sentir el metal. Los zombis estaban cada vez más cerca así que sin pensarlo dos veces me eché a correr, gritando como loco, insultándolos como un último intento para exteriorizar todo el odio que sentía hacia ellos. Yo no me engañé; se nos enseña a deshumanizar al enemigo y a mí no me tomó mucho tiempo verlos como lo que eran: monstruos.
Se movían con lentitud porque eran demasiados y no tenían mucho espacio. Los vi transitar el callejón en el que había dejado escondido a mi hermano, y me alivió notar que no se percataban de su presencia. Entonces, una vez conseguido este alivio, no me quedó de otra más que correr, para seguir alejándolos. Y eso hice: corrí, corrí y corrí hasta que mis pulmones estuvieron a punto de explotar. Corrí tanto y avancé tan poco; peor aún, corrí descuidadamente, y por eso me vi rodeado bien pronto.
Suspiré.
¿Qué queda? ¿Qué piensas en tus últimos momentos de vida? ¿A quiénes recuerdas?
Lo único en que pensé fue que debía alejarlos todavía más. Por eso comencé a disparar mientras corría. Al inicio las balas impactaron en algunos cuerpos, pero estos cuerpos pronto se fueron acercando cada vez más y más, rodeándome por completo. No importaba si miraba hacia adelante, hacia los lados o hacia atrás, sólo veía lo mismo.
Volví a sentir el metal del arma en mis manos, la tensión de mi dedo sobre el gatillo. Levanté la vista, sólo un segundo. Pensé en Claire, ¡cómo la había querido! Incluso en mi padre y su testarudez, y ya por último sólo elevé una plegaria al cielo, para que mi hermano saliera con vida de esa y para que en su camino no se encontrara a nadie o, de hacerlo, que fuera alguien que se preocupara por él.
___
¿La verdad, verdad? Había olvidado que me faltaba subir dos relatos. En un momento subo el último para así por fin dar por concluida esta historia :'(
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