39. Diciembre 24, 2015.
El día de la partida desperté antes de que amaneciera. Me quedé con los ojos bien abiertos, esperando que el sol perfilara en el horizonte. ¿Qué nos espera allá afuera?, me pregunté. Apreté la mochila con fuerza. Estaba aterrorizada.
Escribo esto desde un lugar que no conozco. Todo está desolado por aquí. Llevamos caminando varios días, sin detenernos, e incluso de noche, pese al peligro, con tal de alejarnos todo lo posible de casa.
Y siempre han dicho que este es un país pequeño. Debería demandar a mi profesora de Geografía.
¿Cómo salimos? Primero hicimos tal y como habíamos hablado. Nos colocamos en un extremo del tejado, teníamos varias cosas pesadas con nosotros, así como algunos de los desperdicios de comida que habían dejado las ratas. Comenzamos a tirarlas con fuerza. Temimos que no funcionara, porque al principio, pese al escándalo, los sonámbulos no se movían, parecían dormidos, enterrados en el suelo. Coen dijo entonces que fácilmente podría bajar del tejado, echarse a correr y entretenerlos mientras yo iba en la dirección contraria, que él ya luego me alcanzaría. No se lo permití. Y es que, por cómo iba la cosa, su plan daría resultado. Los zombis ya no se entretienen por el ruido, sino por la vida. Y sólo nosotros parecíamos tener vida ahí.
—Las ratas —murmuré.
Consideré que, al igual que nosotros, se escondían. Tal vez habían viajado de casa en casa a través de los ductos de agua y alcantarillas, y aterrizaron en la mía porque sintieron que ahí había comida. ¿De qué otra manera se podía explicar que de día ni de noche nunca vimos ninguna, menos en la calle, entre tanta carne podrida? Quizá eran un poco carnívoros, y tenían muy mal aspecto, pero parecían vivas. Yo apostaba a que en ellas la enfermedad era diferente y que por alguna razón todavía no habían sido «corroídas» del todo. Me arriesgaba la vida en esto, por supuesto, ¿pero qué otra salida teníamos? Primero muerta antes que dejar que alguien se sacrificara por mí. Entonces recordé lo que dijo Coen la otra vez: «pudieron regresar siguiendo una estúpida ardilla...». No perdíamos nada intentando, así que, después de pensarlo una o dos veces más, me decidí, y así fue como se lo terminé proponiendo.
Entramos en la casa. La cuestión era que si eran demasiadas, no podríamos con todas ellas. Además, teníamos que tener cuidado de que no nos rasguñaran ni mordieran. Tendríamos que separar a unas tres o cinco del resto para capturarlas sin vernos obligarlos a tocarlas demasiado.
Decidimos utilizar la habitación de Jonathan para eso, porque era la más pequeña. Faltaba esperar la noche, poner las trampas y cruzar los dedos. No podíamos estar así mucho tiempo. Ya no. Sin agua y sin comida... Tampoco hay garantías aquí afuera, desde que escapamos apenas hemos comido porque nos centramos en racionar lo poco que tenemos. Estamos casi convencidos de que no encontraremos nada, pero mientras podamos, seguiremos avanzando.
Continuando. Llevamos sobras de comida a la habitación de Jonathan, al igual que a la de TK, queríamos dividir al grupo, para así reducir un poco el número de ratas con el que tendríamos que lidiar antes de capturar a las que necesitábamos. Está bien, lo acepto, el plan suena a desastre. Pero funcionó. Mantuvimos la calma luego de haber preparado todo para ahorrar energía. Cuando comenzó a anochecer, mi cuerpo se tensó y, a mí lado, pude sentir cómo el cuerpo de Coen se tornaba frío. Le tomé la mano, y así, sucia como estaba (los dos estábamos/estamos bastante sucios) hice que me acariciara el rostro. Coen recupera el control cuando siente que tiene que consolar a otros, y eso fingí pedirle.
Con la noche ya encima, iniciamos el plan. No sé cómo funcionan las colonias de ratas, pero vimos facilitada un poco la tarea al notar que muchas habían ido a la bodega, tal vez esperando encontrar la comida que habían dejado a medias ahí. ¿Es esto un comportamiento normal en las ratas? No lo sé y, honestamente, poco importa ya. Cerramos la puerta de inmediato, los chillidos aumentaron, y era como si intentaran llamar a sus camaradas. Coen alumbró en varias direcciones para apartarlas, en caso de que estuvieran cerca, y lo estaban, pero quietas, casi meditabundas, como si su consciencia fuera más avanzada de lo que alguna vez creí. Claro que no estaba para tantas contemplaciones. Lentamente fuimos caminando, dejando un rastro de comida en nuestro camino. Algunas ratas nos siguieron hasta la habitación de TK. Esta vez, por el reducido espacio del pasillo, nos costó más hacer que entraran y atraparlas. Los chillidos también iniciaron, molestos, detrás de esa puerta, así como los arañazos a la madera, y el desorden de cuerpos aparentemente desesperados.
Era curioso el comportamiento de esos animales y creo que esto jugó en nuestro favor. Y es que no nos acorralaron todos de un solo, era como si enviaran grupos de avanzada para revisar el terreno, y teniendo esto en mente, ¿cuántas ratas había en realidad? ¿Y si lo de la otra noche apenas había sido la vanguardia? ¿Qué sabíamos nosotros si sus números eran muchísimo más de lo que habíamos creído? En todo caso, no podíamos darle la espalda al plan, no con tanto en riesgo.
—Si quedas encerrado con demasiadas, se cancela el plan —me encargué de recordarle a Coen cuando estábamos a punto de ir por las demás. Él asintió, o eso creo, apenas podía verlo, y su silencio no me resultó para nada alentador.
Quedaban ratas todavía, de fondo se podía escuchar el chillido de las que estaban encerradas, no teníamos idea de cuánto tiempo permanecerían así, así que lo sensato era que nos diéramos prisa. Cuando por fin conseguimos que nos siguieran, Coen se me adelantó, él me iba a estar esperando dentro de la habitación, y yo iba a cerrar la puerta teniendo el cuidado de no dejar pasar muchas, luego saldría pirando como fuego artificial hacia la ventana para subir al tejado, en donde lo esperaría. Cumplí mi parte del plan. No más de seis ratas se quedaron encerradas con él, las otras decidieron que no estaban feliz conmigo y me siguieron testarudamente, cuando llegué a la ventana ni siquiera vi hacia abajo, escalé, como si hubiera subido mil veces ya, y cuando al fin me encontré el tejado elevé una plegaria; esperaba que el odio de esos roedores no fuera tan grande como para seguirme hasta allí arriba. Por fortuna, tal como la vez pasada, ni siquiera se asomaron por el borde de la ventana. Estaban presas, igual que yo, presas por un miedo que resultaba igual de instintivo en todos nosotros, pero que quizá ellas, por su naturaleza, lo comprendían mejor. Los chillidos fueron desapareciendo. El tiempo comenzó a correr más lento que de costumbre. Yo me hice un ovillo sobre el tejado, imaginando las mil formas en que todo podía salirnos mal.
—¡Joe! —gritó Coen desde la ventana en el momento exacto que más pesimista me encontraba.
Observé por el borde de la ventana y lo vi ahí.
—Capturé varias —dijo esta vez.
—¿Te tocaron?
—Ni un pelo —sonrió.
Imaginé a los sonámbulos allá abajo, pendientes de nuestra conversación y el aliento a vida que despedía. No me encontraba del todo optimista, pero al menos sí aliviada, y eso era importante.
Coen amarró las sobrefundas en las que había capturado las ratas con una sábana, me tiró el borde para que la sostuviera mientras él subía, y ya arriba, ambos nos encargamos de jalar el cargamento.
—Con el primer rayo del sol —dijo.
Las ratas chillaban y se retorcían. Más allá del tejado sólo podía ver oscuridad. ¿Qué estábamos a punto de hacer?
Era una locura. Afuera no había garantías. Tal vez podríamos coexistir con las ratas... No, ja, ja, claro que no... Sin embargo, el mundo, ese que ahora ya no conocía...
Con los primeros rayos del amanecer, mis pensamientos se detuvieron. Coen se levantó, tomó la primera rata, y con toda la fuerza que pudo, la tiró. Era la prueba definitiva. Si ellos no se movían, nada podríamos hacer aparte de separarnos; sobreviviría el que más suerte tuviera, y ya después, el que mejor se las ingeniara.
Por fortuna para nosotros (debí haber sospechado de tanta repentina buena suerte), la rata comenzó a chillar, despavorida, una horda de no-muertos se le aventó encima, y en cuestión de segundos el pobre animalito dejó de existir. Los demás zombis comenzaron a movilizarse, motivados también por la perspectiva de no perderse la comida de ese día. Coen y yo seguimos tirando rata tras rata, seis en total, hasta que un costado de la casa quedó vacío. Los sonámbulos, silenciosos todavía, parecían niños en una fiesta de cumpleaños, aventándose por los dulces que caen de una piñata rota. Sus movimientos eran menos torpes y lentos, pero las ganas que parecían experimentar por la comida seguían igual que siempre. No nos quedó mucho tiempo para observarlos. Se habían apartado, no necesitábamos más. Algo aliviados, aseguramos bien las sábanas y descendimos, y sin pensarlo mucho, nos echamos a correr.
Corrimos tanto y sin detenernos. Me sorprende todavía que haya podido correr tanto. Cuando nos cayó encima la primera noche, dejamos el trote para caminar más despacio, la intención era no detenernos en un buen tiempo porque, hasta donde sabíamos, el engaño había sido efectivo a corto plazo, y los sonámbulos bien podrían estar detrás de nosotros. A nadie le da por querer descansar cuando imagina toda la horda de inhumanos que le pueden estar pisando los talones.
Y después de todo esto: NADA.
Una gran nada silenciosa, como un desierto, que nos seca, nos pone irritables, pesimistas, nos engulle en su silencio haciéndonos callar también. Así me siento ahora. Estoy enojada, cansada, quiero dormir hasta la muerte, quiero comer hasta reventar, quiero engañarme diciéndome que esto no es más que una pesadilla, una extensa, ruidosa y muy real pesadilla que pasará cuando menos lo espere; pero de nada vale engañarme. La vida te despierta, te acorrala, te zarandea incluso y te obliga a seguir pese a lo cansado que estás.
Sigo viva, y mientras lo esté, seguiré escribiendo...
___
Hace poco Coen volvió a preguntarme: «¿qué escribes?» Esta vez se lo he dicho todo.
Este diario comenzó siendo una forma de distracción entre tiempo infinito zambullido en naderías y una mezcla de pesimismo y esperanza. Ahora es mi vida; mis últimos momentos de vida, quizás.
Él, contagiado tal vez por mi súbita honestidad, decidió relatarme el resto de la historia. No lo anunció, simplemente comenzó a hablar:
»Escuché sus gritos, cuando el sonido de las balas se detuvo. No supe calcular lo lejos que estaba, es más, creí que se encontraba más cerca de lo que imaginaba. No pensé que el silencio de una ciudad muerta amplificara el dolor. Pero todo el lugar estaba muerto... sigue muerto. No importa qué tanto se muevan, o qué tan reales nos parezcan ahora; no son humanos, y si no son humanos, no son nada, y sin embargo... ya ves.
»Todavía puedo escuchar sus gritos, lejanos, como si me llamara, reclamándome el haberle obedecido. Pienso yo, con la ventaja, ¿por qué no salí e intenté hacer ruido para llamar su atención y así liberarlo del peso de esa persecución? Me quedé encerrado tanto como pude. Llorando, odiándome. Mientras siga vivo creo que seguiré deseando haber salido, seguiré deseando haber muerto con él.
»Creo que dejé mi escondite día y medio después, no es fácil llevar la noción del tiempo cuando todo a tu alrededor se ha detenido y cuando te estás muriendo de hambre y de sed. Apestaba a muerte, literalmente. Caminaba, sintiendo asco de mí mismo, pero con la fortaleza suficiente para intentarlo todo con tal de sobrevivir. Así es esto, el deseo a la vida es más fuerte que el miedo, la vergüenza, el arrepentimiento y todas esas cosas que siempre nos hacen dudar, esas cosas que odiamos de nosotros mismos. Así que seguí avanzando, luchando, defendiéndome, buscando comida, metiéndome en verdaderos problemas para llegar a ella.
»En las películas siempre hay una escena en un supermercado, ¿has notado? Pues yo no pasé por uno, sino por varios. Había comida todavía, latas reventadas, pasillos pegajosos, cristales rotos, frutas podridas. El olor. Tengo algo con los olores, los hedores sobre todo, creo que estoy marcado. Tan joven y marcado, ja, já. Me encontré a varios carroñeros ahí, pero eran de esos que se separan de los grandes grupos porque así de imbéciles son. Un poco de distracción y un ataque certero a la nuca, a la cabeza si no había de otra; a veces me bastaba con dañarle las piernas para que caminaran todavía más lento o no caminaran en absoluto. Tuve suerte. No me encontré grandes grupos. Todos iban hacia una dirección, atraídos por el ruido de las armas, de los últimos sobrevivientes, qué sé yo. Sólo me importaba alejarme.
»No encontré gente sana. Perdía las esperanzas con cada paso pero no me quedaba de otra, ¿cómo iba a desperdiciar su sacrificio? Continúe, obligándome a ser más fuerte, intentando despejar mi cabeza para pensar mejor y tomar decisiones más acertadas. Así comencé a recordar cosas. Direcciones sobre todo. No estoy familiarizado del todo con esta ciudad, pero tengo cierta habilidad para orientarme. Así fue como decidí visitar las casas de los militares que conocía debido a su cercanía con la familia. Fue difícil y deprimente. No solo encontraba casas abandonadas, sino también cuerpos desmembrados, mascotas mutiladas, sangre y carne podrida, peligro, hedor. Ahora todo significa lo mismo. Esto hizo que todo me resultará todavía más desalentador. ¿Sabían lo que estaba pasando y no hicieron nada, o no lo sabían y fueron sorprendidos cuando a última hora corrieron a rescatar a sus familias? Así solo puedes imaginarte el caos, el poco temple de una organización que permanece ociosa la mayoría del tiempo abrigado por una falsa paz. A la hora de la hora todos fueron unos inútiles.
»Para hacer el cuento corto, con algo de determinación llegué a la casa del Sargento Kennedy. Me sorprendió sobre todo la poca actividad que se dejaba entrever: nada de ruidos ni de olores nauseabundos. ¿Qué podría significar esto? Fue por eso que decidí inspeccionar los alrededores, y fue así como te vi, asomada en la ventana, temerosa. Al inicio creí que eras uno de ellos y que habías quedado atrapado. Pero luego fue... Vi vida en ti. Encontré en ti esa vida que tanto me había matado buscando. Dejé de pensar en que tenía que seguir avanzando, simplemente sentí que debía aferrarme a ti porque ya comenzaba a dudar de mi propia humanidad. ¿Sentiste lo mismo cuando me conociste? Espero que sí, porque no sé cómo explicarlo. Sentí ganas de llorar y de gritar. Quise tocarte pero me contuve. ¡Cómo quise tocarte, Joe! Tan fuerte, sin detenerme. Incluso pasado varios días te seguía temiendo una ilusión, de ahí mi desconfianza, mi distancia...
Con hizo una pausa. Decía la verdad, noté en su mirada. Recuerdo haber sentido esas mismas ganas, pero, al igual que él, me contuve, obligada más que por el miedo, por el sentido común. Qué fácil es olvidar la edad que tienes, tu madurez mental y emocional, pero en el momento que todo se vuelve pesado, la verdad reluce, como el sol, con brillo propio, cálida incluso en su oscuridad y frialdad, real y demasiado enorme para seguir siendo ignorada. Esta clase de honestidad fue la que noté en Coen en ese momento.
Él continuó:
»No lo sabes, pero me ayudaste a superar ciertas cosas. En el camino "maté" a varias de esas criaturas. Las pateé, empujé, cercené sus cráneos con una fuerza y una violencia que nunca imaginé poseer. Me sentía tan sucio. De noche podía escuchar el lamentable sonido húmedo de su carne podrida, de sus cráneos secos y su cerebro descompuesto al impactarse contra el suelo, las paredes, rebotando o quedándose adheridos. Así es la carne muerta, así apesta la carne podrida. Pero no era simplemente carne, habían sido seres humanos, como yo, y sabía que si quería seguir sobreviviendo tenía que dejar de pensar así, pero no pude. Por muy torpemente que se movieran, sin importar cuantas incoherencias balbucieran o qué tan penetrante fuera el hedor que despedían, eran humanos, fueron humanos. Siento todavía la densidad de la carne que apuñalé, de los cráneos que destripé a patadas, lleno de furia y de miedo... No lo hice por él, él ya había muerto, y mientras estuvo vivo no pude armarme de valor para defenderlo o simplemente para ayudarlo a mantenernos con vida. La determinación me llegó tan tarde. Tan inútil y egoísta... Pero entonces llegué a ti. Estabas sola pero igual me recibiste y me diste todo cuanto pudiste, cosa que hasta la fecha yo no había hecho por nadie. ¿Qué clase de ser humano es este?, me pregunté, tan diferente a mí. Solo eras tú, Joe. Encerrada, temerosa y obediente. En serio, ¿qué clase de ser humano eres?
A este punto ya no pude contenerme. Lo abracé con fuerza. Quise tenerlo para mí, con todos sus miedos y remordimientos. ¡Qué poco sabíamos el uno del otro! Pero qué crudas eran nuestras revelaciones. Qué desnudos nos presentábamos ante el otro, temerosos siempre, en busca de consuelo.
Queda poco papel, poca vida. Me duele más el saber que no voy a ser capaz de escribir todo lo que vivamos a partir de aquí que la muerte en sí. Si alguien es capaz de recordarnos a través de este diario, me puedo dar por satisfecha.
No tengo idea de lo que será de Coen y de mi de ahora en adelante. Nos limitamos a caminar apartado de todo resto de civilización para llegar a la frontera esperando encontrar un mundo menos destruido ahí. Pero las garantías, más que pocas, son inexistentes. Presiento que el camino que nos espera es demasiado largo. Seguimos un camino despejado y limpio, desolado, el silencio es ensordecedor y los campos abiertos se nos presentan como escenarios de películas de terror. Viajar por zonas densas en vegetación es peor, por supuesto, pero lo que pasa con los grandes campos abiertos es que nos sirven de recordatorio, o de advertencia. ¿Así de solo está el mundo? Me aterra pensarlo pero ya ni siquiera lo veo como una simple posibilidad. Ya es la realidad para mí y me deshace por dentro. Caminar con esta tortura sobre mis hombros hace que pierda el apetito, que mis pasos sean más lentos; el calor del sol e incluso la pesadez de la noche se me quedan adheridas en el cuerpo, haciendo que pierda cualquier tipo de noción sobre el mundo y la realidad que me rodea.
Cuando Coen me ve, sin embargo, pongo mi mejor cara. Creo que sonrío, y mientras más cansada estoy más estúpidas son mis bromas. Coen se ríe entonces y me da varias palmaditas en la espalda, esforzándose porque su brazo no parezca débil y cansado. Nos engañamos así, constantemente, incapaces de traicionarnos a nosotros mismos.
Esta falsedad nos distrae. Y encontramos demasiado alivio en esta soledad, por más que nos marque. Ni siquiera escuchamos insectos cantarle a la noche, no hay mugidos, ni pasos secos, ni el suelo vibra augurando una horrenda horda de devoradores de carne. No creo que nos hayamos librado de ellos. Aunque no los veo, los siento en todas partes.
Si salgo viva de esta, no creo poder pasar el resto de mi vida sin este miedo. Este miedo ya es parte de lo que soy. No quiero deshacerme de él porque siento que lo único que puede derivar de su no-existencia son terrores incluso más insoportables.
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Este es el capítulo más largo de toda la historia... creo. Algo así xD
Cada vez más cerca del final :3
No tengo mucho que decir hoy, sólo, como siempre, darles gracias por su apoyo constante. Son un amor <3
Avance del próximo capítulo:
¿Y qué pasó con los animales? Ahí queda la evolución. Nos inventamos una bonita pirámide y nos coronamos en la cima pero lo cierto es que en situaciones de supervivencia siglos y siglos de información genética se reducen a esto.
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