III
Revelación
Se incorporó deprisa. Ahora sentado, direccionó la atención hacia el rincón más sombrío del cuarto, allí donde la oscuridad comenzaba ya a apoderarse de las formas. Vio, despavorido, una persona emerger de entre las tinieblas, una figura fantasmal de contextura altísima y robusta. Aunque no le sacaba los ojos de encima al misterioso aparecido, le era imposible distinguir su rostro o rasgo alguno, pues todas las facciones eran veladas por la lobreguez de la joven noche.
— Marco... —insistió, era una voz grave, penetrante, intimidante, con cierto dejo de complicidad, o burla, quizás, probablemente se estaba riendo de él—, está muerto.
Como antes, no hubo respuesta, el silencio de susto continuó. El nuevo personaje se quedó estático a unos pocos pasos de quien lo miraba desconcertado, cubierto por el manto oscuro que comenzaba a envolver el horizonte sangrante de la moribunda tarde. Negado de aquel que, por mucho que intentase, no alcanzaba a distinguir más que una figura negra apenas recortada de un fondo aún más lóbrego.
Trataba de entender en qué momento se había incorporado aquel demonio a la habitación, muy seguro estaba de haber reparado en cada sector del lugar y no haberlo visto, tampoco había oído en ningún momento la puerta o ventanas abrirse, con seguridad, desarticular cualquiera de aquellas tapias hubiera ocasionado algún ruido del que pudiera percatarse con facilidad. «¿Quién es?, ¿cómo sabe de mí?, ¿qué busca?».
No pudo emitir sonido alguno, ni siquiera gritar, solo agachó la cabeza, resignado a la muerte, deseoso de que lo abrazase. Estaba mareado, nauseabundo. Vulnerable. Desde el fondo de su ser se desprendía un grito de pánico que no alcanzaba a descubrirse en alarido. Con cada segundo cada latido comenzaba a adolecer. De pronto, su cuerpo y su espíritu se estremecieron del pánico. Nuevamente, el sudor frío bañó sus sienes y la sangre le incendió las venas como lava que arrasa con todo. Con cada jadeo su corazón se aceleraba un poco más, con cada latido el horror que lo poseía era más grande, más incierto, más funesto.
Sus sentidos se agudizaban más y más. Como un canto demoníaco que desde todas partes perfora el oído, el zumbido de las moscas, cuyo eco agobiante silbaba en cada espacio de la mente, ahora lo enloquecía. El polvillo que flotaba en el ambiente y la pestilencia de la humedad se volvían intolerables, ahogantes. Pronto la agonía, pensó, luego la muerte. Luego la nada absoluta, la tranquilidad anhelada. Perecería allí, solo.
El malestar que le oprimía el pecho no amainaba, por el contrario, oleadas de dolor cada vez más fuertes lo demolían lentamente. Como el condenado que espera el momento culminante de la guillotina, esperaba él su último latido penetrante.
La noche prosiguió su negro trayecto. Ahora el lugar era dominado por una absoluta penumbra. Allí, en el lecho de muerte, la víctima, todavía con vida. En frente, el diablo, oculto entre las sombras. Alzó la mirada de nuevo, buscando inútilmente al sujeto entre la negrura de la habitación. Ya no lo veía, ahora la oscuridad lo velaba completamente. Pero, aunque invisible a sus ojos, podía sentir su horrible presencia, silenciosa y perturbadora. Intuía con claridad su sonrisa perversa, burlona, su mirada siniestra de ojos negros y endemoniados, profundos como la lobreguez del lugar, esperando el momento de darle muerte. Sin dudas aquel infausto sujeto gozaba del sufrimiento del otro, del placer de verlo desfallecer sumido en la locura.
De tanto en tanto palpaba su pecho buscando sangre, confundiéndola con la humedad de la transpiración que le brotaba. Así como cuando la lanza se hunde entre las costillas del guerrero, dejando atrás a borbotones un mundo de olvidos, temblaba de frío, dolor y miedo.
Se puso de pie, sujetado de la mesa, temeroso de perder la estabilidad. La noche, cómplice siniestra del extraño, ocultaba su infame presencia tras el manto de tinieblas que todo lo ennegrecía. Estaba completamente expuesto a las pérfidas intenciones del otro que, desde algún rincón velado, lo observaba mientras enloquecía de pánico. No estaba seguro si avanzar o quedarse estático allí en donde se encontraba, todo a su alrededor era oscuridad, y nada más. Muy bien sabía que camuflado en la noche lo vigilaba su verdugo, acechándolo a pocos pasos de él, gozando de la inquietante incertidumbre, de la agónica perplejidad, por lo que caminar en la oscuridad podría ser peligroso... aunque, más absurdo era quedarse quieto esperando el final.
Agobiado de dolor, caminó con torpeza, dando pasos inseguros en lo que era un andar desacompasado, ahora cegado completamente por una absoluta oscuridad. Sabía que el monstruo estaba allí, en algún lugar, atento a sus movimientos, deleitado por la demencia que envolvía su desdichado espíritu. Temía que lo atacase, probablemente lo haría. Cuán arrepentido estaba de no haber tomado el revólver cuando lo tuvo al alcance de su mano, sin embargo, no era una opción perdida, llegar a él era, quizás, la única elección que tenía en ese momento.
Siguió su andar en línea recta hasta toparse con la pared. Aunque ciego, mentalmente tenía grabado el cuadro del lugar, solo debía volver por los pasillos hasta la segunda puerta, la del fondo. Sencillo... o no. Con la mano izquierda sobre el lateral de la habitación y el brazo derecho extendido todo cuan largo era, avanzó hasta sentir el lateral derecho que daba inicio, desde este nuevo sentido, al primer pasillo. Volcó su cuerpo ahora sobre la pared opuesta, esperando llegar a la apertura del segundo camino que corría, como recordará, transversalmente al actual, el que lo llevaría hasta la primera habitación. Con las dos manos sobre el muro y el cuerpo casi pegado a él, se desplazó de costado, temeroso de que su camuflado acompañante se manifestara para darle el toque final antes de que alcanzara el arma, pues, muy bien sabía que el hombre sigiloso se revestía del silencio de las sombras para apabullar de incertidumbres a su víctima, y concluir su plan execrable cuando menos lo esperase. Mientras, lo extasiaba el horror.
Un minuto le tomó llegar hasta la confluencia de ambos pasillos. Estaba más cerca de su objetivo. Se coló hacia el segundo y, rápidamente, se apostó sobre el lateral opuesto. Al igual que antes, costeó la pared hacia la puerta contigua al extremo. Con cada paso su cuerpo parecía estremecerse más y más, su pecho cargado de ansiedad palpitaba acometido por un intenso dolor imparable. Sintió la primera puerta, aquella que daba paso a alguna otra habitación cuyo interior no le importaba. Estaba cerca la otra.
Finalmente, sintió en su mano la manija del portal en cuestión. Apurado, se dio paso al interior de la escena en donde todo había comenzado (al menos desde lo que recordaba), solo que ahora no podía distinguir absolutamente nada, todo fuera y dentro de su mente lucía igual.
La pestilencia golpeó con ahínco su compostura, por un instante creyó que vomitaría. El aire del ambiente era marcadamente más denso allí que afuera; tambaleó, entre asqueado y mareado, y ante la inestabilidad de su cuerpo zigzagueante, buscó en su mente la posición de la cama y, aun sin la certeza de su ubicación, se derrumbó librado a la posibilidad de caer tumbado en el suelo. Como siempre, sus cálculos no fallaron.
El calor lo asfixiaba, ya no le quedaban fuerzas para levantarse del colchón y, en la oscuridad, tratar de localizar el revólver.
—Llaman a la puerta... ¡Marco! —señaló entonces, con cierta euforia, la misma voz que había hablado antes.
Pero el aterrorizado nada oyó, más que el jadeo de su acelerado respirar.
—¡Déjame en paz! —exclamó finalmente el otro, incorporándose, sentado sobre el colchón.
Como hubo proferido estas palabras, cuatro oficiales a punta de armas se precipitaron al interior abriendo la puerta de un golpe. Guiados por la claridad de las linternas, localizaron al que parecía morirse en la cama en ese preciso momento.
—¿Conoce usted a Marco Berneri? —lo interrogó uno de los policías, de estatura media y contextura fornida, mientras lo asía del brazo para levantarlo de donde estaba. Los otros tres inspeccionaban el cuarto.
—Es mi hermano —respondió, mientras se enjugaba las lágrimas.
Notó que el primer hombre ya no estaba, aunque lo buscó por la habitación, ahora iluminada por la luz de las linternas, no halló rastro de él. Quizás como entró, se las ingenió para salir, pensó.
—Comisario... aquí —dijo uno de los otros tres, señalando dentro del armario ubicado cerca del rincón. Aquel, sin soltar el brazo del que intentaba, de alguna manera, entender qué estaba pasando, se acercó para comprobar el cadáver descuartizado de alguien que, por el aspecto y el olor, llevaba algunos días descomponiéndose en el interior.
Sorprendido, el hermano de Marco entendió entonces el horror de la situación. Atónito ante el hallazgo, notó que el pecho ya no le dolía. Una larga bocanada de aire llenó sus pulmones, al tiempo que el ritmo de su corazón amainaba... y el dolor se apaciguaba hasta desaparecer por completo.
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