II

Paranoia



      Sin quitar la mirada del revólver, estupefacto ante la posibilidad de que alguien lo tuviese prisionero allí, se puso de pie, lentamente, apoyado en la pared, como si reptase por ella con la espalda. Sus piernas estaban aún un poco entumecidas, pero entre cortos pasos tambaleantes se acercó hasta el arma. Se trataba de un revólver calibre treinta y ocho, negro y brillante. Estaba tirado junto a la pata de la cama, acercó la cabeza al objeto, inclinando un poco el cuerpo. Creyó que, quizás, podría encontrar algún rastro de sangre u otro posible indicio de muerte, pero nada extraño notó.

      «Quieren que me mate», concluyó entonces. Se convenció de que aquello estaba allí porque, quien sea que lo encerró en ese lugar, lo estaba incitando a suicidarse. No necesitaba tocar el arma para saber que estaría cargada, pues, de otra forma, ¿por qué la dejarían allí?, ¿con qué intención la pondrían al alcance de su mano, sino para que la disparase contra sí mismo?

      Su corazón se aceleró un poco. El aire denso que le impedía respirar con normalidad comenzaba a marearlo. Se acercó hasta la puerta, apoyó la palma sobre el picaporte y, temeroso, lo giró. Estaba abierta. La traba emitió un ruido rasposo; el chirriante canto de las bisagras lo alteró mientras buscaba, ahora con apremio, salir de allí dentro.

      Se encontró parado al final de un pasillo. Por detrás, el corredor moría en una pared en la que otra ventana, también tapiada por maderas, parecía querer negarle la escapatoria intencionalmente. Por fuera, el lugar no era mucho más agradable que el cuarto en donde había despertado. Las paredes estaban demacradas, el piso era de un parqué ennegrecido... el aspecto, en general, engendraba la sensación de un degradante abandono. Un poco más adelante, sobre el mismo lateral en donde se hallaba la primera puerta, la misma que acababa de atravesar, había una segunda de similares características. El pasillo terminaba en otro con el que se unía transversalmente, demarcado por una pared con un cuadro de algo que su vista borrosa no alcanzaba a precisar por completo.

      Se quedó parado, quieto, silencioso. «¿Y si alguien se encuentra allí?», analizaba, mientras observaba cauteloso el otro extremo. No recordaba en qué momento exacto perdió la noción de los sucesos, no podía siquiera pensar si algo fuera de lo común le había ocurrido, algo que le diese un punto inicial a todo aquello que le estaba pasando. Solo sabía que despertó en un lugar extraño, tumbado sobre el suelo y con arma a su alcance... y nada más. Todo era tan confuso dentro de él... y estaba ese «algo», esa sensación exasperante de intentar materializar una idea que revoloteaba en las profundidades veladas de su mente, pero que no llegaba a aflorar del todo para plasmarse en un recuerdo lúcido que pudiese acariciar, uno que le diera un poco de sentido a su desgracia.

      Caminó a través del pasillo hasta llegar al otro. En el extremo derecho notó una tercera puerta, al igual que las ventanas, bloqueada con tablones de madera. Por el lado izquierdo se abría una nueva habitación. Hasta esta última se dirigió, con los sentidos más agudizados que nunca.

      Cada latido de su corazón abatido parecía retumbar más allá de su pecho, penetrar directamente en su cabeza y alborotar el desierto silencioso en el que peregrinaba su ser... tum tum, su respiración se intensificaba... tum tum, la imagen frente a sus ojos se distorsionaba unos segundos y recobraba sus formas... ¡tum tum!, el zumbido chirriante de las moscas hincaba violentamente sus tímpanos como agujas perforantes, cada vez más agudo, más insoportable... ¡TUM TUM!, cada filamento nervioso de su cuerpo vibraba, como un éxtasis demoníaco, al son de la sangre acelerada que recorría en llamas su carne... ¡TUM TUM, TUM TUM, TUM TUM!, ¡era la mismísima muerte quien reclamaba su alma en ese momento!

      Se tomó la cabeza con las manos al tiempo que cerraba los ojos, presionando los párpados tan fuerte como le era posible, en el intento por dominar sus sentidos que parecían potenciados por un sinfín de estímulos incontrolables. Finalmente, irguió el cráneo hacia atrás y, con la vista en lo alto, clavada en la nada misma a través de unos gigantescos ojos enervados por furiosas irrigaciones, gritó tan fuerte como pudo tratando de superponerse al latido ensordecedor de su corazón.

      —¡Basta, por favor, detente ahora mismo! —exclamó, ahora caído de rodillas, suplicando a su propio espíritu. Verdugo de sí mismo.

      Al cabo de un instante, la paz anhelada llegó, y todo el malestar que lo acometía se disipó.

      Se quedó arrodillado, con todo el peso del torso volcado en sus brazos, cabizbajo, mientras esperaba recobrar la compostura. Estaba agitado, no podía respirar con fluidez y cada minuto allí le parecía más terrible que el anterior. Necesitaba beber desesperadamente un poco de agua.

      «Quizás deba rendirme... rendirme a sus propósitos macabros y colocar ese revólver en mi boca... no, ¿qué digo?, debo salir de aquí».

      —¡No van a verme derrotado, no voy a manchar el suelo con mi sangre!­ —gritó, alzando la mirada hacia el frente, como si algún interlocutor invisible estuviera presente ante él. Entonces, la más angustiosa impotencia afloró desde el fondo de su alma en un llanto incontenible. Nada tenía sentido, aunque, ciertamente, nunca nada lo tuvo. Finalmente, se dejó caer de lado, rendido a su suerte.

      Pasó dos horas, quizás más, en aquella posición fetal, no podía saberlo con exactitud, pues había estado abstraído de todo, incluso del tiempo. Cuando volvió, nuevamente, a la realidad espaciotemporal, se puso de pie y se aventuró hacia la otra habitación, decidido a encontrar una vía de escape.

      Se trataba de un espacio rectangular, más amplio que el anterior, cuya apariencia inspiraba la misma desolación que el resto del escenario. Dos ventanas selladas impedían el paso a través del muro; definitivamente, quien lo había puesto allí quería que allí se quedase, ahora más que nunca estaba convencido de que era un reo. En el centro, una mesa cuadrada de madera raída, manchada por algún fluido negruzco similar al aceite quemado. Un par de conductos, que nacían del mosaico que revestía un sector de la parte baja de una de las paredes, daban la impresión de haber formado parte de alguna mesada alguna vez; probablemente allí se montó alguna cocina antes. Nada más había allí, solo un hombre y su soledad.

      Asaltado por la perturbadora sensación de que lo observaban, muy seguro estaba de que, de alguna forma, alguien más allá de las paredes tenía los ojos puestos en él, esperando enloquecerlo hasta el suicidio. Todo era, sin dudas, parte de un plan funesto, ideado por alguna mente siniestra que gozaba con su pena.

      Se acercó a la mesa. La rodeó, lentamente, tratando deducir qué era lo que estaba volcado sobre ella. Expelía un olor tan intenso como desagradable, claramente, no se trataba de aceite quemado. Untó un dedo con un poco de aquel fluido; solo una inspiración bastó para que un olor nauseabundo inundara sus pulmones, tras lo cual una serie de arcadas lo mantuvo por un par de minutos al borde del vómito.

      «No puede ser... ¿es sangre?».

      De nuevo, el horror que, de alguna manera, daba crédito a sus terribles especulaciones. «Aquí ha muerto alguien, han hecho con alguien más lo que están haciendo conmigo». Pensó que, si no se daba muerte él mismo, conseguirían que muriese allí de todos modos, sin agua y sin comida. Sin embargo, se negó a cualquiera de las posibilidades. Intentó en vano quitar las tablas que cubrían las ventanas, ventanas que además, pudo notar al acercarse, estaban resguardadas por gruesos barrotes de hierro.

      La más honda tristeza se apoderó entonces de la expresión de su rostro... la tristeza es el verdugo de los débiles, y seguramente un puñal en el pecho en ese momento le hubiese dolido menos que aquella triste languidez. ¡Ah, qué absurdo!

      Un nuevo aguijonazo en el pecho lo acometió desprevenido, tan violento y penetrante que creyó ser atravesado de lado a lado por algo punzante. Cayó al instante desplomado, mientras oprimía las hileras de dientes la una contra la otra, tratando de soportar aquella dolorosa agonía que lo carcomía por dentro. Gritó tanto como sus cuerdas vocales pudieron, mientras se estrujaba los músculos del pecho, como si buscara arrancarse el corazón para terminar con aquella tortura ahí mismo.

      —Marco... —interrumpió, una voz extraña, el sufrimiento del condenado, quien calló al instante entre confundido y aterrorizado. Ya no sentía dolor.

      Por algunos minutos, un silencio tétrico copó el lugar. Varias horas habían transcurrido desde que despertó, y todo a su alrededor comenzaba a ser velado por las sombras. La noche no tardaría en llegar... cargada de horror y muerte.

     — ¡Te hablo a ti! —rompió el silencio la misma voz, al no obtener réplica alguna del atónito que, tumbado e inerte sobre el piso, mantenía la mirada fija en algún punto de la nada, quizás, temeroso de descubrir quién estaba allí con él, hablándole. Mas continuó sin decir nada.

    —Marco está muerto.

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