I
Amnesia
Un chirrido agudo acometía su mente calamitosa desde hacía ya mucho tiempo. Intentaba, en vano, recordar cómo había llegado a aquel lugar, donde ahora, tumbado e inerte sobre el piso, se dejaba hipnotizar por las aletas del ventilador de techo que giraban apenas movidas por una débil fuerza. No podía precisar siquiera cuánto tiempo llevaba tirado desde que despertó, desconcertado, de algún sueño de mil infiernos. Aunque nada podía ser más infernal que aquella sensación espantosa de no saber nada.
Entre absorto y aterrorizado, su espíritu había vuelto lentamente a la carne de cierto estado de letargo mental. Y ahora, abandonado al vacío de su memoria inmediata, trataba desesperadamente de entender por qué estaba allí.
Merodeaban en él imágenes borrosas, vagas evocaciones que pretendían transformarse en recuerdos más concisos. Pero aunque huía de su mente toda concreción que intentase alcanzar, en algún punto sentía una inquietante sensación que le sugería la perturbadora idea de que algo no estaba bien en ese lugar.
De tanto en tanto, una fuerte punzada lo acometía desde adentro a la altura del pecho, se retorcía por unos segundos que le parecían interminables, y recobraba la compostura finalmente. «¿Es esto la muerte?» se preguntaba angustiado... «la muerte no puede doler, duele la vida» se respondía un instante después, mientras apoyaba la mano sobre el torso, corroborando, con el latir acelerado de su corazón, que no se trataba, él mismo, de un ser desterrado de la carne. Estaba vivo.
El zumbido de algunas pocas moscas en el ambiente parecía proyectarse como un eco resonante que se perdía en la profundidad desolada de su mente. Aquel desierto de ideas lo inquietaba al punto de una terrible agonía mental, pues, aunque su semblante neutral sugería la calma de un ser vegetativo, sin muerte pero prácticamente sin vida, por dentro el vacío lo demolía lenta y dolorosamente... aquel miserable silencio atroz.
Palpó sus muslos. Pudo sentir, con la presión de sus dedos a través de los pantalones, una energía sensorial recorrer la longitud de sus piernas hasta llegar a los dedos de los pies. «Sólo están entumecidas», se tranquilizó. En algún punto, había concebido la horrenda posibilidad de que no le responderían. Encorvó ligeramente su espalda y dio una intensa bocanada de aire que hinchó su pecho hasta el límite, instantáneamente lo surcó un hormigueo que nació desde la espina hacia el resto del cuerpo. Cada tejido, cada fibra y cada filamento comenzaron a reanimarse con aquel hálito de vida.
Sin embargo, su mente aún no había logrado disipar la confusión, seguía inmerso en un hondo desconcierto psíquico. «Esto es lo más parecido a ser consciente de la propia muerte», pensó, impaciente, mientras presionaba con fuerza los párpados el uno contra el otro, como si aquello fuese a deshacer la amnesia que impedía su memoria más próxima.
Entonces, otra punzada, esta vez un poco más fuerte que la última.
—¡Argh!— se quejó, dejando escapar un fugaz grito de dolor. Comenzó a retorcerse nuevamente. De costado, intentaba sobreponerse al malestar que lo invadía. Respiraba profundo y cortado. Cada exhalación le recorría el conducto respiratorio como una navaja afilada que le escindía el pecho. Finalmente, la paz. Tosió esperando expeler sangre, pero nada más que abundante baba brotó del interior de su boca pequeña de labios resquebrajados.
Se quedó en posición fetal, temblando de miedo. Se tocó el pecho, otra vez, y por un segundo confundió el sudor de la camisa empapada, con sangre. «¿Qué es lo que estoy haciendo con mi vida?», se cuestionó, afligido, con cierto dejo de resignación, pues, con seguridad, allí moriría, solo como siempre le había tocado estar.
Pensó en su hermano, la única persona en el mundo que se preocupaba por él. Amaba a su hermano, a pesar de las ocasiones en las que lo había amenazado de muerte, pero qué más podía hacer, más que huir de todos. Nunca había logrado congeniar con la sociedad, jamás había encajado en sus sistemas, siempre se había sentido un bicho ajeno a la realidad. Era un hombre muy inteligente, casi un superdotado. Veía y oía más allá de lo que los demás, simples mortales, podían percibir. Sin embargo, su universo parecía reducirse a él mismo, a una mente siempre relegada del resto de los humanos, reo de su propio yo, carcelero de su propia entidad. Víctima y victimario, incapaz de convivir fuera de sí mismo... tampoco dentro.
Lloró largo rato.
Notó, entonces, que se hallaba dentro de una habitación poco amplia, más bien pequeña y nada lujosa; por mucho, un ambiente melancólico, desolado. Sin despegar la mejilla del suelo, y motivado por un impulso repentino, clavó decididamente la mirada sobre un viejo armario de roble, ubicado cerca de uno de los rincones del cuarto, sobre el lateral exterior, junto a una ventana tapiada con trozos de madera carcomida. Le pareció extrañamente familiar aquel mueble, como si desde un principio supiese que estaba puesto allí. Las paredes eran de una base blanca, o intentaban serlo al menos, pues la humedad las había pincelado de verde negruzco en casi toda su superficie, y en donde el revoque se había derrumbado, dejaban ver el ladrillo desnudo cubierto por un fino manto de salitre perlado. Al menos en la mitad del cuarto que su perspectiva le permitía apreciar, nada más había, más que la amarga sensación de angustia que brotaba del ambiente mismo, acompañada de la pestilencia de la humedad, que tan bien armonizaba con el aspecto acabado del lugar y la mente atiborrada de nada de un miserable, derrumbado sobre su propia miseria.
Por entre los boquetes que resultaban del conjunto de maderas encimadas que empalizaban el ventanal, se escabullía un haz de luz que le calentaba la mejilla. Supo, entonces, que el sol aún estaba imponente en el cielo, y la claridad que inundaba el lugar le decía que la noche se haría esperar.
Gotas de sudor heladas caían por su frente cargadas de ansiedad. Más allá de la inercia que su compostura, a simple vista, parecía exteriorizar, sus sentidos estaban finamente agudizados a cualquier estímulo del entorno. Aunque absorto en una nebulosa mental, estaba atento a las partículas de polvo que flotaban resplandecientes por los pequeños hilos de luz que se clavaban en el suelo como lanzas brillantes, al tiempo que descifraba, por el sonido que emitían, el número de moscas que volaban a su alrededor. Nada escapaba de su percepción, todo el universo cuan inmenso era pasaba por la infinidad de su consciencia en aquel instante. Desde afuera, distante, el silbido del viento le mostraba los árboles mecerse con delicadez mientras se deslizaba entre sus ramajes, llevando consigo las hojas muertas, al igual que sus recuerdos, hacia horizontes inconmensurables. Sin embargo, le era imposible hallarse él mismo en ese vasto cosmos esbozado con tanto detalle.
Le pareció estar horas allí, tendido inmóvil en el piso, intentando comprender qué ocurría, qué era ese algo que lo angustiaba y que no terminaba de mentalizar. Pero nada podía hacer contra tal nefasta sensación, que lo superaba y arrancaba de toda cordura y toda lógica que intentase perseguir. ¿Qué era?, ¿qué carajo era eso que a cada minuto, a cada segundo, se intensificaba y volvía más angustiante, más incierto? Aunque no podía asegurarlo con certeza, en algún rincón de su ser parecía intuirlo sutilmente y no delinearlo por completo.
Fue entonces cuando una nueva puñalada desde la profundidad de sus entrañas lo arrancó bruscamente de sus cavilaciones, arrojándolo a un sufrimiento que jamás había experimentado antes. Se sentó de súbito, golpeándose con violencia el pecho una y otra vez en el intento de sobrevivir a una agonía que le arrebataba la existencia en ese mismísimo momento. Mas, entre gritos y llantos desconsolados, esperaba deseoso el momento en que su inminente muerte, salvadora y piadosa, pusiera fin a aquella insoportable desesperación. Sin embargo, su pecho se serenó un instante después, y toda dolencia acaecida se desvaneció junto con cualquier señal de mortalidad. Vomitó.
Recorrió la habitación con la mirada, movido por el instinto y la esperanza de hallar alguna fuente de agua para saciar la sed, aunque más no sea un reservorio con agua sucia. Nada. La entrada al cuarto era una puerta de madera carcomida por los hongos en su parte inferior, calculó que la abertura tendría unos cincuenta centímetros desde la base. A un par de metros de esta última, se encontraba una cama de metal cuya herrumbre desvelaba sus años de antigüedad. Sobre ella moría desnudo un colchón cuyo interior esponjoso se dejaba ver a través de los agujeros de la tela rotosa que lo revestía.
Inspiró profundo, llenando sus pulmones de oxígeno en un intento por reponerse del ahogo que había padecido minutos atrás. El aire era denso, el olor pestilente que brotaba de la humedad del lugar parecía intensificarse con el calor del día, supuso que también el roble del armario estaría algo podrido. Le era difícil respirar.
Fue entonces, cuando creyó que ya nada podría perturbarlo, que descubrió a pocos pasos de él, junto a una de las patas de la cama, un revólver. En ese instante, su rostro fue poseído por un nuevo horror incontenible, uno que le sugería aquello de lo que hasta ese momento no se había percatado. Y, como si de algún modo fuera a huir de la situación, retrocedió arrastrándose, sin quitarle la vista al objeto de su espanto, sentado como estaba, hasta chocar con la pared.
¿Qué hacía un arma allí? Claramente, no estaba solo en el lugar.
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