OTRO TIPO DE POLICÍA
Marzo, 2024
Julia Magallanes, castaña, cabello largo y delgado, ojos oscuros, chaqueta de gabardina gris y pantalones vaqueros oscuros. Profesión, policía de emergencias.
Me levanté con las pestañas por la cama, con el pelo rebelde y enroscado y el labial derramado. Anoche salí de fiesta con unos amigos de Barcelona, y tengo por norma que si llevo a alguien de fiesta, la última en salir del bar soy yo. Si me tengo que reprochar algo es que me pasé con la bebida, tanto que no recuerdo gran parte de la noche, seguramente estuviera haciendo el tonto, pero me da igual. Me dirigía al trabajo, la comisaría de la zona sur de Madrid me pillaba lejos, así que cogí la bici con tostada aún en la boca y salí corriendo atravesando las largas calles de Madrid, con sus carriles de bici verdes. Llegué al trabajo temprano, sobre las ocho y media, no había ni kioskos para leer el periódico o ver actualidad, así que me puse a revisar lo último del mundo en mi móvil, me metí en Twitter y busqué e indagué. Escribí a Teide, para ver si podíamos tomarnos algo luego los dos, aunque fuera unas palomitas con Netflix. En secreto me gusta, pero él no entiende lo que es el amor, ni sabe lo que significa o lo mucho que lo quiero yo en todo caso. Sé que está mal y es lo típico enamorarse de tu mejor amigo, pero es que es inteligente, guapo, amable, simpático, leal, buena persona, le gusta leer libros, le queda bien la barba, tiene rizos, unos ojos verdes muy bonitos, no tiene miedo a hacer el ridículo o el niño chico porque no sabe qué es la vergüenza y todo lo comparte, hasta me regala chocolate sin yo tener que pedírselo. También tiene un lado sexy, es un poco don Juan, todas las chicas quieren algo con él, aunque él no quiera nada con ninguna y solo se divierta con ellas por el qué dirán, sexualmente hablando, tiene que ser bueno, la prueba está en las chicas que salen despeinadas y con los tacones mal puestos de su habitación por las mañanas. En fin, que me encanta, y no lo escondo, si se dejara amar, estaría encantada de robarlo. Pero es un hombre dedicado, muy responsable y vive por y para ayudar a otros, es policía, además, creo que nunca ha visto a una chica como algo más que una amiga.
No obtuve respuesta a mi mensaje, estaba preocupada, llevaba sin contestarme bastante tiempo, no lo veía desde que me ayudó con mi prima. De repente, tras leer un par de frases del día de algún poeta que me salió al azar, me detuve en la noticia del día, y no lo podía creer, casi se me cae la mandíbula al suelo al leer la noticia:
"El pupilo del inspector Rodrigo Limones desaparece sin dejar rastro"
¿Estaba desaparecido? Al final sí que era robable. ¿Se habrá metido en algún problema por algún caso?
No podía con la curiosidad, quería enterarme de más, pero llegó mi nueva jefa, Lorena Riter.
Lena Riter, cabello negro, ojos marrones, look militar, gafas de aviador, la policía de emergencias más preparada que he visto nunca. Hace poco me diversifiqué en mi trabajo para encontrar mi vocación y aprender de la mejor, pero de momento solo he archivado papeles de casos de los que ella se encarga. Por una parte, me gusta, poder ver a Lorena en acción te ayuda a aprender en muchas de las cosas que se consideran nociones básicas de un buen policía. Pero, por otro lado, me gustaría ser yo la que ayuda a las personas y que mi jefa archivara los casos. Vine para crecer, no para detenerme.
Mi jefa se detuvo en la puerta de Comisaría y dijo:
—Coge las llaves del coche, tenemos un caso que atender—la frialdad en la mirada de Lena lo decía todo, era la única persona a la que difícilmente le temblaba el pulso.
Conduje hasta el centro, en una calle paralela a Sol, las paredes de las casas eran blancas y los techos rojos. Lorena se detuvo en seco y añadió:
—Quiero ver cómo lo haces, novata, hoy te toca a ti—dijo mientras sutilmente depositaba en mi mano la libreta y mi placa.
En ese momento, estaba nerviosa, me tragué mis palabras y casi hasta me desmayo. Pero con valentía, agarré mi libreta, un megáfono, tragué saliva y entré con paso firme. Lo había visto miles de veces, pero no era lo mismo verlo que sentirlo tú misma y hacerlo.
Gabriel Piateres Jerry, profesor de filosofía, 30 años, se ha subido al edificio y asegura que va a tirarse desde la azotea.
El edificio era una antigua heladería reconvertida en apartamentos, aún conservaba los antiguos decorados. El hall estaba lleno de espejos grandes y lámparas brillantes, un pasillo de escaleras blancas en la entrada y un ascensor al final con las paredes impregnadas de detalles azules. Me subí al ascensor y fui derecha a la puerta blanca que daba a la parte más alta del edificio.
Me crucé con un par de tendederos que tuve que esquivar de cuerda oscura, y caminé por las baldosas rojas con pasos calmados, pero convencida de lo que estaba haciendo. Al apartar unas sábanas con la mano, me encontré de frente con un hombre de mirada vacía, barba de varios días. Un hombre de pelo castaño desaliñado, ojos vidriosos de color verde y una gabardina marrón de cuero. Me quedé unos segundos mirando su físico, era un hombre atractivo, mentón prominente, hasta desaliñado y con el pelo desordenado parecía encantador.
De repente, habló, y su voz, profunda y serena como la de un actor de teatro se hizo resonar en aquel espacio hueco rompiendo el silencio:
—
¿Te han mandado a ti?—el tono no era despectivo, era de sorpresa.
—Siento desilusionarle, pero voy a tratar de ayudarle en lo que pueda—estaba un poco mosqueada, pero respondí orgullosa.
—¿En qué necesito ayuda?—la pregunta me pilló un poco por sorpresa, no me esperaba a alguien tan decidido.
—¿Pues que quiere matarse?—dije como si no fuera obvio el motivo.
—Ahh eso—volvió a mirar al suelo y se perdió en lo que parecía una especie de recuerdo—.Tengo mis motivos—concluyó.
—¿Tan claro lo tiene?—no entendía nada, habíamos tratado con locos, pero este hombre parecía querer matarse y encima lucía como la persona más cuerda del lugar, hasta yo parecía un poco más loca que él.
Su voz era relajada y tranquila, en vez de hablar, narraba como un cuento su situación, me estaba introduciendo en su mundo sin darme cuenta.
—Todos tenemos esqueletos en el armario, pero en mi caso, los esqueletos han salido, se han colgado de mí y me arrastran al vacío.
—¿A qué esqueletos se refiere?—introdujo la metáfora en la conversación y invitó a la reflexión sin decir mucho
—Me presento, me llamo Gabriel Piateres, y tengo un por qué estoy aquí, pero antes de contarte mi historia, te doy la oportunidad de que te marches y venga otro u otra—era educado y considerado, un encanto de hombre.
—Encantada, Gabriel, yo soy Julia Magallanes, policía—hice las pertinentes presentaciones, sentándome en el borde junto a él, tomando la distancia adecuada entre los dos.
—Soy feliz, tengo una mujer, dos hijos maravillosos y estudiosos, soy o me considero un buen profesor, querido por mis alumnos, pero soy feliz de mentira—añadió al final y se paró como si hubiera adivinado que iba a reaccionar.
—¿Como se puede ser feliz y a la ver sentir que todo es una mentira?—me estaba introduciendo en su filosofía, pero me apetecía ver su punto de vista.
—Porque lo tengo todo, pero a la vez me siento vacío, ¿sabes cuando un momento de repente cambia tu vida entera?—se detuvo de nuevo para meter intriga a su explicación—. No me malinterpretes, no siento que me falte algo en mi vida, todo lo contrario, me sobra un momento, unos segundos, unos minutos, no recuerdo exactamente cuánto fue—se le nubló la vista de nuevo y aparecieron unas lágrimas tan tristes, tan sinceras delante de mí, que yo misma podía sentir su dolor en mi piel.
—¿Qué le pasó?—no quise interrumpirle para que contara los motivos, pero siempre hay que indicarle a la persona de la emergencia que estás ahí, que te interesa lo que le pasa, para que no se desconecte del mundo.
—Era joven, estúpido, no entendía lo importante que es la vida, ni lo mucho que se pagan los errores—Gabriel tragó saliva antes de continuar con su historia—. Maté a un chico, iba pendiente del teléfono, discutiendo con mi novia, la que ahora es mi mujer, preocupado por solucionar tonterías que habían pasado ese día, cuando al cruzar una calle con paso de peatones escolar, el móvil se me cayó al suelo del coche, y yo decidí que la mejor idea, sí, era estúpido, era intentar cogerlo mientras conducía con una mano. Fue un error, dos, tres segundos, no lo recuerdo bien, pasó muy rápido, pero un chico universitario, que iba con los cascos y no vio mi coche porque estaba pendiente de su música, se cruzó delante de los faros de mi coche y le golpeé en la zona del diafragma. Recuerdo el sonido de algo rompiéndose, no sé si fue mi corazón al ver lo que acaba de pasar o algo del interior de aquel chico que se acababa de apagar al instante. Yo por aquel entonces, también estaba terminando mis estudios, y ver que alguien que los estaba empezando, caía a mis pies, con dolor y sufrimiento, fue demoledor, algo en mí se destruyó por completo.
Me paré en seco al darme cuenta para hacerme responsable de mis actos, me arrodillé tratando de aguantar al chico en mis brazos, y en ese preciso momento fue cuando mi vida acabó. El chico en un último esfuerzo por dejar su final escrito, se acercó a mi oído agarrando fuerte mi brazo izquierdo y dijo:
—Menudo error, tenía que haber mirado mejor—el chico tosía y yo trataba de decirle que no se moviera, pero no me hizo caso—. Duele porque un error ha hecho que no me pudiera declarar a Laura—se intentó enderezar, pero no pudo, apretó mi brazo de nuevo con fuerza y se quedó apoyado en mí, sentí como la vida le estaba venciendo en mis brazos.
—¿Quieres que yo se lo diga?—me sentía en la obligación de arreglarle el final que yo mismo le había roto.
—Dile que siempre la he visto, y que la quería, dile que la quería mucho—fueron sus últimas palabras, el chico, que no me había dicho ni su nombre, se cayó en mis brazos antes de que llegaran las emergencias que ya había avisado. Cuando llegó la ambulancia, me dijeron que estaba muerto.
En ese momento, un instante, unos segundos, tomé la decisión que sabía que algún día me mataría, tuve miedo, sentí que podía hacer todavía cosas y no quería que por un error que nadie había visto, pagara el resto de lo que me quedaba de vida. Fui un cobarde, pero tenía una novia maravillosa, una vida en proyecto y aquello me cambió. Sí, mi decisión fue omitir la parte en la que yo me descuidaba al volante, nadie tenía por qué saberlo, porque nadie me había visto, estábamos solos, y fue solo un breve lapso de tiempo. Me casé con mi novia, me centré en los estudios y enderecé mi vida, ocultando mi asesinato, he intentado ser la mejor persona que he podido desde entonces.
Pero incumplí mi promesa, los padres no quisieron facilitarme ninguna información sobre Nicolás, ése era su nombre, Nicolás de la Cuesta, nunca supe nada sobre él, y me rendí antes de intentarlo en serio a la hora de buscar a la chica, a Laura, nunca la encontré, y ella nunca supo nada. Gabriel terminó su historia y cayó de nuevo en las lágrimas.
Escuchando sus palabras, sentada en aquel bordillo, entendí su dolor, pero aún así, no podía permitirle matarse, la vida es muy valiosa. Así que me quité las lágrimas de las mejillas, para sonar más certera y dije:
— ¿Y no puedes perdonarte? Lo que hiciste estaba mal, pero, muchas personas en tu situación no hubieran modificado su vida como tú lo has hecho, has sido una buena persona, y has arreglado muchas cosas de ti, seguramente hayas ayudado a más personas de las que has perjudicado—añadí para tratar de convencerle de lo que me había convencido a mí, sí, era culpable, y sí cometió un error, pero las personas no deberían ser tan cobardes de arrojar sus errores a la nada para taparlos, quitarse la vida no hace desaparecer el error.
Gabriel, con la mirada más sincera y amable que he visto, me dijo:
—No puedo dormir por lo que hice, casi caigo en el alcoholismo, que no ha sido así porque me hice una promesa, he investigado tantas veces a Laura, todas las Lauras que había en la Universidad, pero nunca la encontré—Gabriel estaba muy arrepentido, pero a la vez estaba muy herido también—. Nunca pude arreglar el único error que cometí, si tenemos en cuenta que no puedo volver marcha atrás y no mirar mi móvil, lo único que me queda es avisar al resto de personas para que no cometan mi mismo error. Y la gente solo va a enterarse si lo hago de esta manera—el hombre cerró los puños y se subió al fono bordillo con los pies.
Apoyó sus manos en sus mejillas para ampliar el volumen de alcance y gritó a pleno pulmón:
—¡Escuchadme Madrid, me llamo Gabriel y soy un asesino!—colocó los pies al final del bordillo mientras terminaba su argumento—. Yo maté a Nicolás de la Cuesta, recogí mi móvil del suelo de mi coche y no miré hacia delante, él no tuvo la culpa, hace 7 años cometí un error muy grave, y encima fui tan cobarde que no conté la verdad de la historia—Gabriel se aclaró la voz y añadió—. Yo ya no puedo vivir con ello, he llegado a mi final—intenté que no se tirara, salí corriendo cuando me di cuenta que lo tenía decidido, e intenté agarrarle por detrás—. ¡No miréis el móvil si vais conduciendo, a la larga nadie puede vivir con los errores que suceden después!—Gabriel acercó los pies al final, acariciando el aire con los pies, y entonces, en menos segundos de lo que duró su error, cayó en la vía pública y se abrió la cabeza contra el suelo, delante de un tumulto que grababa con el móvil la acción desde lejos.
En ese momento, no entendí nada, no entendí sus motivos, cuando salí de allí, destrozada y con la sensación de no haber podido salvar a una buena persona, mi jefa, Lorena, me arropó con su chaqueta con un cariño casi paternal y me dijo:
—Esto puede pasar en nuestro trabajo, las personas no siempre están de acuerdo con nuestros argumentos, y a veces lo tienen tan decidido que no les vale ninguna ayuda, nadie quiere que una persona muera, pero en ocasiones, ni nosotros podemos evitarlo.
—¿Por qué, Gabriel, por qué?—me escondí en el abrazo de Lorena llorando a moco tendido y con los ojos agrietados por el dolor.
—Has sufrido una situación traumática, no esperaba que te pasara hoy, pero a todos nos pasa, y la primera vez, es la que más duele, tómate unas pequeñas vacaciones y plantéate si quieres y puedes ayudar a las personas sabiendo que no siempre vas a poder salvarlas, porque te va a pasar, y a veces es difícil dormir con ello y vivir con ello.
Y aquí estoy, en mi casa, viendo pasar las horas en el reloj, planteándome la misma pregunta una y otra vez: ¿puedo?
Me preparé una sopa caliente, me senté en el sofá y para distraerme de mi experiencia, recordé algo que me había impactado hace unos días, la desaparición de Teide.
Me metí de nuevo en mi móvil, en Twitter para ver si algo había cambiado, pero al revisarlo no hallé nada diferente, seguía desaparecido y nadie lo había encontrado. Me empecé a preocupar de verdad, mi amigo estaba perdido y nadie lo había encontrado en un periodo largo de días.
Me pudo la curiosidad, le escribí a sus compañeros de comisaría, los encontré por Instagram, pero solo me confirmaron lo que yo ya sabía, que estaba desaparecido desde que resolvió un caso complicado de hace tiempo.
—No puede ser—me dije a mí misma sin entender lo que estaba sucediendo.
La adrenalina me empezó a subir en forma de sudores fríos y como tenía tiempo libre, mucho tiempo hasta resolver mis problemas personales, decidí camuflarlos investigando su desaparición.
Me senté en mi escritorio, en frente de mi mesa, con una mesa de madera clara y pintura azul en los cajones y la parte de la tapa. Encendí mi ordenador, un Mac de última generación color gris plata, para navegar y buscar entre las noticias locales primero.
Cogí un hueco libre del corcho que tenía para apuntar mis tareas de la casa, lo despejé con las manos, y conseguí un espacio para apuntar todas las novedades.
Al principio busqué en todos los periódicos, diferentes medios, pero nadie había cambiado nada la información, los titulares eran diferentes unos de otros, pero lo sucedido era de similar categoría.
Me pasé a Twitter a la media hora, miré los comentarios, y así me enteré de que había gente que no conocía, que también trabajaban con él, que estaban analizando el caso con mayor profundidad. Encontré el teléfono de Rodrigo, su jefe, pero al llamar saltaba el buzón de voz y nadie respondía a mis preguntas.
De repente, en uno de esos millones de comentarios que había revisado uno a uno hasta que se me hizo de noche, hallé una pequeña pista, un fotograma, un momento exacto. Era el coche de policía de Teide detenido en una acera, el último momento en el que se le vio antes de desaparecer. La imagen parecía verdadera y no había nada extraño en ella, pero entonces recordé lo que me acababa de pasar, el caso Gabriel Piateres, y recordé que en esos momentos a veces se producen errores, solo que la gente no sabe dónde buscar. Alargué mi noche para ver si encontraba algo diferente, y cuando estaba por caerme de sueño, cuando la lucidez me estaba abandonando, me di cuenta, la esquina izquierda de uno de los carteles de la peluquería, tenía un pequeño borrón pixelado.
¿Quién pixelaría en una foto que vas a compartir para ayudar, un cartel de una peluquería? Me puse a pensar, aunque me estaba venciendo el cansancio. Antes de dormirme, activé toda mi capacidad neuronal para determinar posibles respuestas y finalmente, quedaron demasiadas posibilidades, y ninguna me convenció del todo. Decidí irme a dormir y continuar al día siguiente.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top