MÁS DE LO QUE UN NIÑO NORMAL DIRÍA
15 de Febrero de 2016, Sevilla
Benjamín Donaire era un psicólogo de 27 años, un chaval perdido que quería ayudar a la gente con su buena intención y su paciencia, pero pecaba de torpeza. Se encontraba sentado en la silla de su despacho, una especie de zulo de paredes verdes y luces intensas con una mesa en todo el centro, era un edificio que se encontraba perdido por una de las largas calles de Triana. Era un chico castaño de ojos negros,sus ojos, que se escondían tras unas gafas por una miopía eran del color del mar, éstos ahora se encontraban mirando la Tablet que portaba entre los dedos con algo más que una expresión neutral, como si lo que estuviera leyendo fuera de vida o muerte. En las manos del reputado experto en mentes se encontraba una especie de plano abierto digital que contenía documentación profunda.
"El paciente no responde al dolor cuando se le aplica la correspondiente fisioterapia"—Alejandro Lozano, fisioterapeuta del Virgen de los Treses, lo firmaba.
"El paciente no quiere responder a mis preguntas, solo asiente o disiente con la cabeza"—Manuel Segura, médico especialista, lo firmaba.
—El tal Teide parece un chico peculiar, me tengo que cerciorar, pero parece de los que van a necesitar sesiones durante mucho tiempo—Benja se cruzó de piernas y se puso a dar vueltas emocionado, era su segundo paciente, al parecer ya le estaban asignando los casos complicados, acababa de llegar a Sevilla hace unas semanas. El psicólogo era de esos jóvenes rebeldes, amantes de la fiesta y el libre albedrío que había empezado tarde a seleccionar una vocación, y que, por decidirse por una carrera, escogió la psicología, ya que con sus notas, que estaban sobre la media y por los pelos, no le habían permitido optar a medicina u alguna de sus variantes.
El profesional de las mentes dejó de dar vueltas sobre su silla cuando escuchó como alguien hacía pequeños golpes repetidos que se estrellaban contra su puerta. De repente, la puerta se abrió, y tras ella apareció un joven de pelo rizado agarrando sus manos con nerviosismo e impaciencia:
—¿Se puede?—el joven no miraba a Benjamín a los ojos, parecía como si le tuviera miedo.
—Pasa, Teide—le invitó con un gesto el chico de gafas y bata blanca—. ¿Te gustaría tomar un té o un ColaCao?—intentó la baza de la amabilidad el astuto joven.
—No gracias, pero si tiene un vaso de agua se lo agradecería—el chico lo trataba con respeto, ni una palabra mal sonante se escuchó en toda la sala, y eso que la habitación es de eco fácil.
Acercarse al chico y congeniar con él en alguna afición iba a resultar complicado, Benja no sabía cómo excavar en lo más profundo de aquel niño pequeño acomplejado.
—Ahora mismo te lo traigo—Benjamín se levantó, accedió al pasillo por la puerta y en una de las máquinas llenó un vaso de plástico que luego le entregó al muchacho antes de volver a sentarse en su asiento—. Aquí tienes—espero que esté bien, no está ni muy fría ni muy caliente—terminó de añadir.
El chico dio dos sorbos al vaso y luego agradeció el gesto del psicólogo con una mueca, creo que trataba de expresar su gratitud.
—No sabes sonreír—se rió el psicólogo para tratar de poner de los nervios al muchacho.
—No, pero tampoco quiero—otra respuesta evasiva, peligrosa, rozaba casi la extrema necesidad, era como si todo saliera directamente de su garganta, como si fueran gritos del interior que tenían que salir aunque el tratara de evitarlo.
Benjamín se acarició la pasta negra de sus gafas, se revolvió el pelo y decidió seguirle el juego, puesto que estaba claro que el chico no iba a responderle nada en condiciones si seguía utilizando los estándares del psicólogo.
—¿Por qué no quieres sonreír?—una pregunta directa, sin esconder las intenciones, era simple, pero a la vez dejaba entrever un objetivo claro.
—Porque no—la respuesta fue la esperada, sin explicaciones, sin nada que precediera a los por qué.
—¿Por qué no sientes dolor?—el psicólogo estaba seguro de que era mentira, porque al mirar a los ojos a aquel niño veía la expresión del dolor, unos ojos vidriosos que no terminaban de estar secos ni húmedos, era como un vacío que no estaba completo, pero tampoco estaba desierto.
—No sé, simplemente no puedo entenderlo—se cruzó de brazos, como si lo que acabara de decir no fuera una locura, ¿pensaba realmente que no sentía el dolor?
Benjamín hizo anotaciones en su libreta de lo que llevaban de conversación.
*Punto 1: Teide responde a las preguntas
*Punto 2: El chico no sabe sonreír (o no quiere)
*Punto 3: Teide no siente el dolor?
Benjamín, cansado de escuchar mentiras que no creía, decidió comprobarlo empíricamente, él era un hombre racional, para él todo tenía que demostrarse, por eso se lanzó a por el chico con argumentos palpables:
—Estira el brazo—le ordenó a Teide, que estaba sentado en la silla, sus pies no llegaban al suelo, era muy pequeño, pero a la vez tenía una agudeza asombrosa, parecía que entendía todo, como si nada resultara complejo para él, quizás fuera muy inteligente.
El chico estiró el brazo sin mediar palabra, ni siquiera protestó. Entonces, Donaire, estiró la piel de su brazo con fuerza para generarle un pellizco, tratando de que las yemas de sus dedos se encontraran entre tanta piel. El experimento no dio los resultados esperados, el chico no gritó, no hizo un mal gesto, no había ni una porción de sus facciones que se hubiera salido de su sitio.
—¿No has sentido el pellizco?—era extraño, ¿no le funcionarían los mecanorreceptores de la piel? Quizás en la atención médica recibida el chico omitió que le pasaba aquello.
—Sentirlo lo he sentido, pero no voy a gritar—Benjamín no entendía nada, el chico ni se inmutaba, permanecía serio, con una mirada profunda, pero que carecía de sentimiento alguno en el fondo.
—Es que es la reacción esperada cuando se genera un dolor localizado en una zona—Benja se rascó la nuca confuso.
—Mi abuelo decía que el que grita es porque no es valiente, cuanto antes aprendas que el dolor está en tu cabeza, mejor—ahí estaba, por fin, algo con lo que poder trabajar, por fin sacó a su abuelo, ¿estaría ahí la raíz central del problema?
—El dolor nos hace humanos, al igual que sonreír, Teide, no te han enseñado bien las cosas—el psicólogo quería ahondar en todos los aspectos que se acababan de destapar, era como cuando descubres una cura para una enfermedad y te entra el ansia y las ganas por emplearla con todo el que puedas ayudar, pero sabía que tendría que ir poco a poco, el chico había tardado dos años en decidir hablar con alguien sobre aquello, no podía presionarle, no ahora que tenía algo, como pequeños granos de trigo que podía empezar a desgranar uno a uno.
—Mi abuelo no pensaba así, mi abuelo todo lo consideraba una equivocación, según él, ser humano no significa ser débil, el dolor es un signo de debilidad—Benjamín estaba sorprendido de que un chico de su edad pudiera responder con ese nivel de sobriedad sobre un tema tan complejo.
—No es cierto, el dolor nos hace gritar, y nos permite existir, gritar nos sirve para decir "Estoy aquí"—el médico de mentes quiso razonar su respuesta—. Muchas veces somos invisibles, pero cuando algo nos duele, es imposible no verlo, no podemos pasar desapercibidos si gritamos, si lloramos, éso no nos hace débiles, nos hace visibles, ser humano significa que sientes, que padeces, que explotas, que vives—se dejó llevar y el chico que tenía en frente lo estaba mirando no como si lo que acabara de soltar fueran sabios consejos, sino como si estuviera completamente chiflado.
—¿Entonces mi abuelo era un mentiroso?—normal, el niño se lo había llevado a lo familiar.
—Tu abuelo era muchas cosas, un actor desconocido, una persona que ni destacaba ni quería destacar—el psicólogo se mordió la lengua, ya le habían dicho que el chico no sabía nada de lo que le habían hecho o dejado de hacer, pero no podía evitarlo, le ardían las venas solo de pensar que alguien podía olvidar con tanta facilidad a la persona que había generado de una pequeña agitación toda una erupción volcánica.
—Mi abuelo me cuidó cuando no tenía a nadie—el chico le seguía defendiendo.
Benjamín hizo otra de sus anotaciones en el cuaderno que descansaba sobre sus rodillas, volviéndolo a apoyar suavemente sobre la mesa:
*Punto 4: El paciente defiende a su abuelo, a pesar del maltrato recibido
*Punto 5: ¿Amnesia?
Benjamín, que quería sacar a relucir no al Teide que se encontraba ante sus ojos, sino al que vivía en el interior de aquel chico confuso y acomplejado, pensó en probar algo, una idea que acababa de cocerse en su cabeza, había pasado de ebullir a esfervecer y ahora tenía todos los receptores neuronales puestos en ella. Tenía que hacer que el chico abriera los ojos, no podía trabajar con un paciente que vivía en otra realidad.
—Vamos a hacer una cosa, no podemos postergar el tiempo más, porque se nos va ha echar el mediodía encima, te voy a poner una tarea, quiero que cuando llegues a casa empieces a leer los artículos que hay sobre el caso de tu abuelo, y cuando los hayas leído, lees ésto—el joven psicólogo empezó a dibujar algo en un papel que luego le entregó al chico en mano—. No lo abras hasta que no hayas entendido lo que pasó de verdad en el caso de tu abuelo.
Como era un chico joven, fácilmente impresionable, se le habían omitido algunos detalles del caso, y se le había limitado la lectura que era revisada por sus padres siempre, ya que habían instalado una aplicación en todos los aparatos eléctricos que fueran de búsqueda de información para que el chico tuviera que pedir permiso antes de acceder a los sitios. También él había decidido por su cuenta no interaccionar con su familia, nadie se lo había puesto como requisito, todo lo contrario, era hasta sano y aconsejable hacerlo, pero Teide no podía. Por lo que había leído en los informes, el chico no había fallado en los estudios, aunque no mantenía una nota excelente, en todos los exámenes sacaba sietes.
Teide vivía la vida comprendiendo todo lo que sucedía a su alrededor, pero no comprendía lo que estaba sucediendo en él, ése era el principal problema, estaba desganado, no quería sobresalir en nada, estudiaba por mantener sus opciones abiertas. No practicaba ningún deporte, no tenía amigos, simplemente iba al Instituto Martínez Cordillera por obligación, se sentaba, tomaba un par de apuntes y se marchaba. Por lo que sus padres le habían detallado en los informes, el chico en su casa no había interaccionado con ninguno de sus nuevos hermanos, vivía encerrado en su cuarto y apenas asomaba la cabeza. Lo único que hacía regularmente era leer novelas de misterio, vivía con Sherlock Holmes todo el día metido en su cabeza.
—Hasta luego—una despedida normal, sin ningún añadido, como si supiera que tenía que volver a ver a Benjamín, pero no tuviera ganas de hacerlo.
El chico se marchó a su casa, se había saltado el colegio con el impedimento de la cita tardía que el psicólogo le había organizado. Hizo sus deberes del día, preguntando a compañeros, y luego se puso a leer como todos los días. No iba a hacer lo que Benjamín le había pedido, pero algo en su interior le obligó a cumplir con los deberes.
El chico interrumpió su septuagésimo novena lectura de "El sabueso de los Baskerville" para acceder a la información que sus padres adoptivos le habían descargado previamente en el Tablet. Teide comenzó a leer, noticia tras noticia, todo lo que encontró sobre el caso "El ángel Gabriel", pero nada nuevo apareció en su mente.
Él sabía que su abuelo había muerto, que lo habían encontrado en una despensa atado en mantas y que acabó en el hospital por alguna extraña razón. Creía que leyendo los artículos iba a encontrar nueva información que arrojara luz sobre las sombras que estaban nublando su cabeza, pero halló desesperación, en un momento de incertidumbre y hastío, el chico se arañó los brazos y empezaron a brotar lágrimas de sus ojos. Sabía perfectamente que no estaba bien, aunque no se lo dijeran, pero siempre que indagaba para tratar de superar aquel pozo negro que de repente le envolvía y le abrazaba, volvía a aparecer.
Una sensación de presión se presentó sin ser invitada en el pecho del chico, que luchaba por retener ese sentimiento del que ya era conocedor. De repente, las pulsaciones le empezaron a subir, su respiración comenzó a agitarse, estaba hiperventilando una y otra vez. Antes de que se diera cuenta ya había terminado de leer todo, todas las noticias se repetían, nadie había profundizado más allá de lo que sucedió aquel día. El chico con unos dedos temblorosos por el miedo, decidió abrir el papel que Benjamín le había dado, se encontró con tres palabras:
*Cinturón
*Sangre
*Ruido
Eran visuales, tanto que a Teide le vino a la mente algo, trató de detenerlo para que no avanzara, pero ya era tarde, se había instalado en su cabeza. Era como si se acabara de abrir una puerta que estaba atascada. El chico cerró los ojos para descansar, pensaba que tras un sueño reparador la cabeza dejaría de retumbarle y se durmió.
SUEÑO
—Abuelo, quiero ser un detective, algún día ayudaré a resolver misterios—dijo un joven Teide sonriente.
Gabriel estaba sentado al lado de la chimenea, el fuego permanecía candente, pisó enérgicamente la alfombra en la que había depositado cansado minutos antes ambos pies y luego dijo:
—Teide, tienes que dejar de creer que lo que lees en los libros se puede considerar un trabajo, tú vas a ser empresario, o contable, o alguno de esos oficios que generan beneficios económicos buenos para subsistir.
La escena parecía normal, la típica conversación que tenían un nieto y su abuelo.
De repente, la imagen se empezó a enturbiar, las palabras ya no eran perfectamente audibles, apareció la violencia, su abuelo se había quitado el cinturón, se había golpeado en una mano para demostrar firmeza y rudeza, y ahora se estaba encaminando al muchacho con decisión y pasos firmes. Solo se pudo escuchar la última frase, el resto era imposible de retener:
—Te voy a enseñar a no volver a contradecirme—el anciano le cruzó la cara con el cinturón y el chico cayó al suelo generando un estruendo.
Las lágrimas se mezclaban con la sangre, el abuelo cogió al chico por el cuello de la camiseta, lo levantó y le dijo antes de volver a lanzarlo al suelo:
—Aprende Teide, en esta vida los que lloran son débiles, el día que dejes de llorar por un par de golpes, podrás con tu anciano abuelo, pero hasta que ese ansiado día llegue, esta es mi casa, vives aquí, y tienes que hacer lo que yo diga.
FIN
16 de Febrero de 2016, Sevilla
Teide se despertó agarrándose a sí mismo en un sobresalto, tenía los ojos más abiertos de lo normal, se había mordido el labio inferior y se había hecho sangre. El chico estaba sudando por todos lados y volvía a respirar con velocidad, sin dejar tiempo a la siguiente inspiración/exhalación, parecía que el pecho se le iba a salir de dentro.
Como no tenía tiempo de analizar lo que había sucedido esa misma noche y su psicólogo lo había citado para esa misma tarde, se vistió, se duchó y junto a sus padres y sus hermanos fue al Instituto.
Parecía un día normal, matemáticas a primera, lengua a segunda, inglés a tercera, todo como siempre. Entonces llegó la hora del recreo, Teide estaba sentado en un banco de barras de madera colocadas en paralelo y patas metálicas, comiéndose su bocadillo de atún con ensalada, cuando escuchó hablar al matón de su clase, Andrés Espada. Andrés era alto, de cabello rubio corto, con el flequillo irregular y desordenado, y era de complexión atlética, se podría decir que corpulento.
Los ojos verdes de Teide se distrajeron por los aspavientos que estaba haciendo su compañero de clase, Daniel, era el único con el que entablaba conversaciones en los recreos. No tenía muchos amigos y a Teide le parecía que era muy buena persona, desde el principio había decidido hacerle compañía, no quería que nadie pasara por una situación peor que la suya, entendía las complicaciones de tener problemas y que nadie sea capaz de solucionarlos.
—Tadeo, me estás escuchandoo—Daniel empezó a mover las manos directamente sobre la cara de su compañero, que al parecer no se había percatado de su presencia. Teide le había dicho en infinitas ocasiones que ése no era su nombre, pero Dani decía que le pegaba y que no iba a dejar decírselo.
—Perdona Dani, estaba en otro lado—Teide se disculpó, pero rápidamente su mirada volvió a Andrés que le señalaba directamente y se reía cada vez más fuerte.
Teide, si hubiera sido un día normal, hubiera pasado de Andrés y hubiera vuelto a su conversación con Daniel, pero aquel día tenía un amasijo de emociones que colisionaban dentro de él con tanta fuerza que lo habían desordenado todo por dentro. El chico se levantó, caminó en la dirección de Andrés y tras plantarse a centímetros de su cara, dijo:
—¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia?—Teide lo miraba con ojos hambrientos, con frialdad y nada de temor, sus ojos buscaban el interior de los de Andrés con ferocidad, querían arrancárselo.
Andrés tragó saliva al encontrarse a su compañero de clase, bajito como él solo, tratando de intimidarle de aquella manera y dijo:
—Les he dicho que ya los tienes todo, huérfano y ahora loco—Andrés se jactaba delante de sus compañeros mientras éstos le seguían las bromas. Las risas iban aumentando, lo que estaba martilleando la sien de Teide como si se tratáse de un seísmo, que revolvía todo su interior y lo ponía patas arriba—. Mi madre te vio ayer entrar en el psicólogo, dice que tienes problemas mentales—para terminar de molestar al chico, Andrés, que buscaba una pelea, porque hacía días que no era la comidilla del Instituto, empujó con los dos brazos al muchacho, haciendo que Teide cayera al suelo.
Algo en Teide se cruzó, no sabía que le pasaba, pero algo le hizo levantarse, apretar sus puños con intensidad y mirar sin un ápice de terror en sus ojos a Andrés, solo tenía rabia, rabia y ganas de destrozar todo lo que tuviera delante. Al matón del colegio no le dio tiempo ni a reaccionar cuando Teide ya estaba delante de él, el bajito con el que se había metido, le golpeó en la boca del estómago con tal ferocidad que le dejó sin aire, y cuando Andrés agachó la cabeza como acto reflejo para responder a tan tremendo puñetazo, Teide golpeó su cara con el codo, haciendo que éste cayera para atrás.
Teide con su rival en el suelo, se colocó encima, con las rodillas a los lados, tenía hambre, algo se había desatado en su interior, empezó a golpear a Andrés directamente en la cara, una y otra y otra vez, hasta que se llenó las manos de sangre y el chico apenas se movía de debajo de él.
Los profesores separaron a Teide de Andrés, se llevaron al abusón a la enfermería y a Teide lo llevaron al despacho del director con sus padres adoptivos delante, una encerrona que no estaba en los planes del chico.
Teide aún con las manos ensangrentadas, aunque se había lavado a conciencia, caminó y se sentó en la silla que estaba delante de la mesa del director. El director Luis Rincón era de las personas más amables que había en todo el Instituto, pero lucía un rostro serio y parecía muy enfadado.
—Siéntate Teide—ni siquiera sonrió—. Adivina cuál ha sido mi sorpresa, cuando me han dicho que el estudiante más tranquilo del colegio le ha partido la cara a Andrés Espada, el chico más problemático del Instituto—el director ahora sí que hizo un esbozo de sonrisa, pero esta vez con la intención de que fuera lo más irónica posible.
—No voy a decir que ha empezado él, porque me imagino que ya se lo habrán dicho, pero tampoco voy a decir que me arrepiento, si me hubieran dicho que podría evitarlo no lo hubiera evitado.
El director Luis se sorprendió ante la respuesta de Teide, sin expresión, sin sentimientos, gélida como el hielo, incluso el ambiente caluroso de Sevilla había descendido unos grados en el termómetro tras semejante confesión.
—Te voy a ser sincero chico—el director se crujió los nudillos y abrió las manos para comenzar a dialogar—. Yo estaba seguro de que algún día alguien le iba a dar una buena a Andrés, porque ha sido el único alumno que ha batido el récord de expulsiones del Instituto, pero no me esperaba que fueras tú el responsable, y tan poco me esperaba que lo de darle una buena fuera tan literal, el chico no puede ni masticar comida sólida, me imagino que te has tenido que romper la mano—señaló la mano del chico el director.
Teide se había olvidado de todo lo que tenía alrededor, por lo que no había comprobado si él se había hecho daño, de lo que sí se había asegurado era de que el otro no se levantara del suelo. Al mirarse la mano, el chico se encontró con un moratón del tamaño de Júpiter, ahora que lo veía era posible que estuviera rota.
—Ahora que lo dice, duele bastante, pero le podía haber pegado más fuerte, solo le he pegado con la fuerza necesaria para que no se levantara—añadió el chico, que al no tener filtro, no era consciente de que todo lo que estaba diciendo jugaba en su contra.
—¡Teide!—el director Luis dio un golpe tremendo sobre la mesa del despacho haciendo que el chico se colocara hasta más recto—. Me parece que no eres consciente de la gravedad de la situación, voy a tener que echarte, los padres de Andrés lo han puesto como condición para no denunciarnos, te ha salvado que el chico tiene la cara echa un cristo, pero constitucionalmente está medianamente bien.
El chico lamentaba más el hecho de que Andrés no fuera a tener lesiones internas que se merecía, que que le fueran a echar.
—Puedes quedarte lo que queda de año, pero serás expulsado, solo vas a tener la opción de examinarte estudiándote los libros por tu cuenta—terminó el director.
—Lo haré—Teide no protestó, podría haber añadido algún argumento, pero no era capaz, sabía que lo que había hecho estaba mal, y que tendría sus consecuencias y si eran ésas, pues estaba dispuesto a pagar el precio.
Esa misma tarde el chico se sentó delante de Benjamín, en su mente se encontraba el sueño aterrador que había vivido esa misma noche.
—¿Y bien Teide?—el psicólogo tenía cara de pocos amigos.
—¿Y bien qué?—Teide sabía que se refería al "inconveniente" que había sucedido antes del mediodía en su Instituto, pero quería parecer al menos durante unos segundos más menos culpable de lo que era.
—¿No te arrepientes de nada?—Benjamín no solo estaba hurgando en la herida, había metido el dedo y estaba dando vueltas alrededor para que le doliera.
Teide se quedó callado unos segundos más, pensando la respuesta más convincente.
—¡Teide!—le llamó la atención el psicológo.
—¡No me arrepiento de nada!—gritó a voces el chico—. Andrés era cruel, mentiroso, se metía con todos y yo—se calló momentáneamente para luego continuar—. ¡Yo no podía más! No puedo con la vida que tengo, no puedo con Andrés Espada, no puedo con los exámenes, no puedo con esto—señaló al psicólogo y a todo lo que le rodeaba.
Benjamín se limitó simplemente a reír.
—¿De qué se ríe?—Teide no entendía nada.
—¿Tú eras el que decías que no sentías nada?—se acarició la pasta de las gafas astutamente, miró al muchacho fijamente y añadió—. Éso que tratas de esconder y que acaba de salir aquí, y que le ha explotado en la cara a tu compañero Andrés son tus sentimientos, Teide, no podías controlarlos todo el tiempo, pero ya era hora de que los sacaras a la luz—Benjamín sonrió satisfecho.
Teide se cayó cansado en la silla por tantas emociones, las piernas ya no le respondían.
—No me gustan las emociones y los sentimientos, son agotadores—concluyó el muchacho, una pregunta más importante que aquella vino a su mente y la soltó sin sopesarla—. ¿Por qué? ¿Por qué mi abuelo no me quería? ¿Por qué me pegaba?—el chico no era tonto, sabía perfectamente lo que había sucedido, lo entendió con aquel sueño tan inoportuno que le invadió en la noche. Teide se encontraba ahora de pie ansioso por una respuesta.
Casi instintivamente Benjamín se levantó y abrazó al joven muchacho, al hacerlo, el chico rompió a llorar en sus brazos, era como abrazar a un flan que se había desinflado en pleno proceso de creación.
Ninguno de los dos dijo nada más, se quedaron allí durante unos minutos y Teide volvió a su casa. Durante el camino no medió palabra alguna con sus padres y cuando llegó a la casa simplemente se desplomó sobre la cama cansado.
17 de Febrero de 2016, Sevilla
Habían llamado desde la consulta de Benjamín para que el chico acudiera a un gimnasio que había por el Devenir, una de las calles cercanas a la casa del chico. Teide caminó hasta llegar a la puerta corredera de un gimnasio enorme con paredes de ladrillo, tenía un letrero en lo más alto, ponía: "Thales de Mileto".
El chico se acercó a recepción para preguntar por la localización del psicólogo:
—Vengo de parte de Benjamín—el joven miró a su alrededor y se encontró con un paisaje de ventanas cuadradas de cristal, miles de cintas de correr y bicicletas, y sobretodo gente, mucha gente que realizaba distintas actividades.
—Hola Teide, te estaba esperando, sube por el ascensor que ves ahí y ve a la segunda planta.
El chico hizo lo que se le había indicado, se introdujo en el ascensor, pulsó el botón con el número dos y esperó a que las puertas se abrieran de par en par. Al abrirse, ante él aparecieron un ring de boxeo, cuerdas de saltar, gente entrenando y varios sacos de boxeo que colgaban repartidos. Benjamín se encontraba en el último saco, haciendo aspavientos para el chico lo viera
—¡Teide, aquí!—gritó en la lejanía moviendo los brazos hacia un lado y hacia el otro.
—Hola, Benjamín—saludó el chico a su psicólogo con el que ya estaba empezando a entablar una relación de amistad, aunque nunca lo diría en voz alta.
—Ponte los guantes, te voy a enseñar una forma efectiva de alejar de ti todo ese odio que tienes dentro y que quiere salir—le guiñó un ojo con complicidad.
—¿Pero dejar salir el odio no se supone que es malo?—Teide no entendía a lo que se quería referir.
—El odio podemos dejarlo salir, pero no en todas las ocasiones, solo cuando el que lo va a recibir se trata de un saco—Benja señaló al saco que tenía sujeto con la mano derecha y dijo—. Créeme, esto aguantará lo que le eches, y si aun así no te cansas, siempre puedes saltar a la comba—dirigió su mirada hacia las cuerdas que se encontraban en el suelo inmóviles. Si vienes aquí podemos controlar el problema de la ira que se escapa mientras seguimos indagando en el resto de sentimientos que tienes dormidos.
—Y para que vengas todos los días, te voy a dejar en las manos de un buen amigo mío—de detrás del saco apareció un hombre de pelo negro, piel blanca y complexión corpulenta, bastante alto, y que no dejaba de reír—el hombre chocó la mano con Benjamín y el psicólogo dijo—. Este es mi buen amigo Raúl Despeinado, es un gran preparador físico, el te vigilará cuando entrenes, pero me tienes que prometer que vas a venir por lo menos tres días en semana.
—Vendré todos los días—soltó de sopetón un Teide al que le brillaban los ojos con ilusión, el deporte le gustaba, aunque nunca había sabido cogerle la continuidad necesaria para desarrollar el hábito.
—Eso espero—concluyó Benjamín satisfecho—pégale un par de golpes al saco a ver qué tal—le instó a descargarse con todo lo que tuviera.
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