VIII
El mensaje de Melisa fue inesperado. Daniel creyó que no la vería sino hasta el lunes o el martes en clase, pero el sábado por la mañana le escribió para notificarle que ya estaba en casa y preguntarle si podían encontrarse el domingo en su heladería favorita. Moría por contarle sobre lo ocurrido el viernes, aunque no estaba seguro si sería buena idea incluir el tema de la carta que una supuesta admiradora le dejó.
Había sido demasiado extraño. Un «Qué lástima que no abres bien los ojos y notas que hay chicas que darían lo que sea por que las miraras como ves a Melisa», y sin firma. Podía ser una broma de mal gusto. Porque, ¿quién podría fijarse en él? Era callado, malhumorado y jugaba ajedrez. No era la definición común de atractivo. Podía simplemente ser un Miguel o una Antonieta sin nada más que hacer.
Decidió que lo mejor era ignorarlo. No lo tomaría distinto a una burla, a menos que llegara otra. Además, así fuese cierto, solo existía Melisa para él. Y la ansiedad de volver a estar frente a ella, y muy probablemente hablar sobre el beso, casi no lo dejó dormir.
Incluso la tarde del domingo, estuvo listo antes de tiempo. Y eso que evaluó su aspecto repetidas veces y hasta le pidió a su madre su opinión femenina. Sin ganas de quedarse en casa dando vueltas, decidió caminar a la heladería. Calculó que si lo hacía de esa manera llegaría puntual y, como beneficio adicional, esperaba que el trayecto le ayudara a calmar sus nervios.
El local, al que Daniel iba con Melisa por lo menos cuatro veces al mes, estaba ubicado frente a una de las esquinas de la plaza principal de la ciudad, cerca del colegio. No era un establecimiento tan grande, por lo que a veces había que esperar afuera un poco para obtener una mesa. Por suerte, a la hora que Daniel llegó no había tantos clientes.
Los tonos pastel, el blanco y los dibujos y figuras relacionadas con los helados eran lo que se veía en cada rincón del lugar. Saludó al que atendía y tomó asiento en una mesa con dos taburetes para esperar a su mejor amiga. Todavía tenía diez minutos de sobra.
Chequeó la hora un par de veces, al igual que su reflejo en la ventana con calcomanías de barquillas. Buscó distraerse deslizando el portaservilletas entre sus manos y, cuando le preguntaron si ya estaba listo para ordenar, se dedicó a leer por encima el menú. No era necesario pensar qué pedir, porque Melisa y él disfrutaban siempre de lo mismo.
Cuando ya cruzaba por su mente el venenoso pensamiento de que quizá Melisa había cambiado de planes y no iría —habiendo solo pasado dos minutos de la hora acordada— la castaña ingresó al recinto. Vestía un pantalón gris de mezclilla y una blusa manga larga negra. Su cabello estaba suelto y un poco alborotado. Apenas se había maquillado, siendo imposible ocultar la tristeza en su mirada.
Daniel quiso golpearse por haber ido con ropa de color. Su camisa roja había sido una muy mala elección. ¿Cómo pudo olvidar que la familia de Melisa estaba de luto? ¿Cómo quedaba él al olvidar ese detalle y no acompañarlos en ello?
Él reaccionó poniéndose de pie cuando ella ya se había sentado. Su intención había sido recibirla con un abrazo, pero el haberse demorado hizo que lo descartara. Melisa le brindó una pequeña sonrisa.
—Hola, D. Luces bien, disculpa por desentonar contigo —dijo ella.
Sus palabras incrementaron la molestia consigo mismo. Era el peor idiota del mundo.
—No, más bien discúlpame tú por ser tan insensible —contestó.
Melisa volvió a sonreírle, aunque el gesto no alcanzaba su mirada. Se inclinó hacia adelante y puso la mano sobre la de Daniel.
—Que estés aquí conmigo es más que suficiente, D. Gracias. —Retiró su toque—. Sabes que te quiero mucho. Disculpa por no haber escrito casi.
—Tranquila, yo entiendo. —Le hizo señas al encargado para ordenar—. ¿Helado de fresa y de café?
Ella asintió.
Al pedido Daniel añadió su helado de caramelo. Solía acompañarlo con otro sabor, normalmente chocolate, pero no tenía estómago para saciar los antojos de sus papilas gustativas. Melisa era lo que importaba.
—Cuéntame, ¿de qué me perdí? —preguntó ella apoyándose con los codos de la mesa y lista para oír su relato.
Daniel le contó sobre los acontecimientos de los últimos días, especialmente acerca de la asamblea en la cancha en la que el director se disculpó —empujado por Silvia— y la protesta del viernes. Le hizo sentir bien cómo se esforzaba por estar atenta a lo que decía, con esos ojos marrones que le aceleraban el corazón, y las expresiones que ponía al reaccionar. Intervino poco, inusual en ella, mas consecuente con su pérdida.
Como supuso, quedó sorprendida con que Daniel se uniera al acto de rebeldía, así como también le resultó sospechoso que Miguel lo incitara.
—Creo que voy a tener que ausentarme más seguido —comentó ella luego de haber comido gran parte de su postre.
—Ni lo digas. Si termino incendiando la institución tú serías responsable.
Melisa soltó una risita. Daniel también se imaginó la escena y la imitó.
—Ahora —continuó él—, ¿cómo vas lidiando con todo?
—Bueno, el dolor sigue, pero se va como... ¿entumeciendo? No sé si tiene sentido.
En esa oportunidad, fue Daniel quien extendió el brazo para juntar su mano con la de ella. Se la apretó buscando transmitirle fortaleza. Tenía que hacer hincapié en que seguía allí para ella. Ya dudaba que el tema del beso se convirtiera en tema de conversación, así se sentía relativamente más tranquilo. No era el momento. No con ella así de decaída.
—Claro que lo tiene —murmuró Daniel.
—Justin dice que nunca se va del todo, sino que simplemente uno comienza a coexistir con él.
La mención del nadador fue como un corrientazo para Daniel. Retiró la mano y se acomodó en su asiento.
—¿Ah, sí? ¿Has hablado con él? —cuestionó, esforzándose por sonar neutral.
Melisa desvió la mirada a su helado y meditó unos segundos antes de responder.
—Sí, D. Ha sido de gran ayuda. No recuerdo si te lo mencioné, pero, cuando lo entrevisté, me contó sobre la muerte de su abuelo. No pude evitar sentirme identificada y le dije sobre la enfermedad de mi abuela. Se ofreció a estar pendiente por si alguna vez necesitaba conversar con alguien, así que intercambiamos números.
—Entiendo. Qué considerado.
—Sí, ¿verdad? —Melisa sonrió, mas no directamente a él, sino viendo hacia otro lado. Como sonriendo por un recuerdo. Daniel comenzó a preocuparse—. Cuando supo lo de la... muerte de mi abuela, me llamó y ha estado atento desde entonces.
Daniel asintió. Ya no sentía la boca dulce por el helado, sino amarga. Lo dicho por Antonieta hizo eco en su cabeza. Le pareció vil que Justin se aprovechara de la muerte de la abuela de Melisa, que ella estuviera vulnerable, para acercarse.
—La cosa es que... El viernes cuando llegué fue a mi casa. Estuvimos un par de horas conversando y me hizo mucho bien. Pude de verdad distraerme y sonreír luego de tantos días mal.
Daniel continuó afirmando.
Ya se había olvidado del helado y solo podía tener los ojos fijos en Melisa y en cómo su rostro había adquirido cierta luz. Asimismo, hablaba con trazos de nerviosismo, lo que no era común en ella. Su estómago se revolvió. Definitivamente ese encuentro no era para hablar sobre su beso, sino de Justin. Quiso pararse e irse, porque temía qué más podía contarle. No obstante, no podía ejecutar una escena de celos porque solo era su amigo, cosa que tenía bien grabada en su mente. Así que, permaneció allí, con su corazón agrietándose cada vez más.
—Cuando estaba por despedirse, me tomó de las manos y me confesó que le gustaba desde el año pasado, pero que tenía miedo de que lo rechazara. Luego, se retractó y disculpó por haber escogido una situación tan lamentable para decirme lo que sentía, que había sido un impulso y que era un idiota. —Se rió un poco—. Yo lo... besé y ahora somos novios.
Daniel se echó por completo hacia atrás, siendo esa última palabra el golpe final. Escondió las manos bajo la mesa y hundió los dedos en sus muslos, buscando evitar el desborde de sus emociones. Incluso respirar le dolía. Su mayor miedo se había materializado. A pesar del beso, escogió a Justin y no a él.
—Pero, Melisa... —Hizo una pausa para estabilizar su voz. No podía terminar de quebrarse todavía—. ¿No es algo apresurado? Sería tu primer novio, así que no es cualquier cosa.
—Lo sé, D. Tranquilo, todo será con calma. Es un buen chico y admito que siempre me ha parecido lindo.
Quiso comenzar a enumerar los defectos que aparecían en su mente sobre Justin, empezando por el trato hacia su madre. Sin embargo, la ilusión en el rostro de su amiga no se lo permitió. Era algo bueno entre lo pésimo que habían sido sus últimos días.
Tragó grueso para espantar el nudo en su garganta por unos segundos.
—¿Por qué nunca me dijiste nada? —susurró.
—No sé, quizá porque eres mi amigo hombre y podía parecerte raro.
—Entiendo.
Con eso fue suficiente para Daniel. Seguramente Andrea sabía; tal vez todos lo hacían, excepto él. Ya no podía quedarse sentado frente a ella y pretender que todo estaba bien. No esa tarde.
Miró la hora en su celular para disimular y se puso de pie. Sacó de su billetera el pago de los helados y lo dejó sobre la mesa.
—Ya casi tengo que estar en casa para ayudar a mi mamá con algo. Disculpa que me vaya así, pero se lo prometí —mintió.
Notó que a Melisa le extrañó su partida repentina, pues lo normal siempre era que él pospusiera sus planes con tal que estar con ella.
—No te preocupes, me la saludas.
Ella también se levantó, sin ganas de quedarse ahí sola. Antes de que pusiera decir algo más, Daniel aprovechó el momento para darle el abrazo que pretendió al principio. La rodeó con sus brazos y la apretó contra sí, permitiéndose sentirla y olerla como sabía no podría de nuevo.
—Me alegra mucho por ti. Espero que te haga feliz.
—Gracias, D.
Cuando la sintió reaccionar y regresarle el abrazo, esperó unos instantes para apartarse. No volvió a posar los ojos en ella, ni agregó una despedida, sino que se marchó de inmediato. Ya no podía más con el ardor en su nariz, ojos y garganta. Y, apenas cruzó la puerta hacia el exterior, tuvo que deshacerse con disimulo de las primeras lágrimas escurridizas.
Aguantó todo lo que pudo. Tuvo que pedir un taxi porque necesitaba llegar a casa lo antes posible. Quería romper algo, gritar, y tirarse en el suelo y lamentarse por días. Todo al mismo tiempo. ¿De qué le habían servido tantos años de espera y de tortura si ni siquiera fue capaz de insinuarle que le gustaba alguien más? ¿Por qué todas esas señales distorsionadas? ¿Por qué corresponder el beso?
Ya en casa, corrió hacia el interior y se encerró en su habitación, sin detenerse a saludar a su madre. Incluso azotó la puerta. Sintió el celular vibrar en su bolsillo, pero lo ignoró. Tumbó la silla de su escritorio y algunos de sus cuadernos y libros también acabaron en el suelo. Sin embargo, en lugar de seguir con su episodio de furia, sus piernas se debilitaron y terminó sobre su trasero. Sus energías fueron drenadas y quedó tendido viendo el techo.
—Claro que no me quiere de esa forma —murmuró para sí—. Nunca lo hizo.
Lágrimas silenciosas descendían por sus sienes. Ya no quería destruir cosas, porque sabía lo tonto que fue. Solo quería quedarse allí y odiarse por no haber comprendido que Melisa jamás hablaría de él como lo hacía de Justin.
Se sentía ahogado, a pesar de estar respirando correctamente. Su interior dolía por haber estado tanto tiempo ciego. No importaba lo que le había dicho Natalia en el entierro de Ernest, ni que siempre haya estado ahí para ella. Al parecer solo él creyó sentir esa conexión.
El tiempo transcurrió y él no se movió. Su mamá le tocó la puerta, pero él le respondió que necesitaba estar solo. No la acompañó a cenar, ni se asomó cuando oyó el sonido del auto de su padre. Ya la luz del atardecer no entraba por su ventana, sino que se mantenía sobre el suelo entre las tinieblas.
Fue rebobinando poco a poco cada interacción con Melisa a lo largo de los años y se preguntó en qué momento falló. ¿Qué había hecho para que no pudiera amarlo como él la amaba? ¿Cuándo se tatuó para siempre la etiqueta de amigo? ¿Había algo mal en él y por eso jamás despertó su interés romántico?
—¿Hijo?
La voz de su padre en el pasillo interrumpió su autocastigo. En el fondo sabía que no servía de nada continuar hurgando en el interior de su herida, porque no cambiaría su situación. No obstante, creyó merecérselo. Acababa de perder a la chica de sus sueños por no haber sabido mover bien sus piezas y atreverse.
—Ya le dije a mamá que no tengo hambre —contestó.
—Quiero hablar contigo —insistió.
—Yo no.
En lugar de cumplir con sus deseos y marcharse, el ruido de la cerradura cediendo hizo que Daniel se sentara. Su padre abrió la puerta con la llave.
—¿Qué haces? —gruñó el adolescente—. Invades mi privacidad.
—Que lleves horas encerrado y no hayas cenado, me da derecho a hacerlo —replicó encogiendo los hombros. Guardó la llave en el bolsillo de su pantalón de pijamada y encendió el bombillo—. A buen desastre.
Daniel no se puso de pie ni con la llegada de su padre. Lo que más deseaba era que él se fuera para poder continuar hundiéndose en su ilusión destrozada. No tenía ganas de conversar.
Juan, su padre, ante ello, decidió sentarse en el suelo frente a él.
Daniel no entendía qué pretendía. Rara vez entraba en su recamara, o se inmiscuía en sus asuntos. Llegaba demasiado cansado para hacerlo y los breves momentos juntos se aprovechaban con charlas agradables y superficiales.
—Si no me quieres decir qué te ocurre, está bien —le dijo luego de esperar un poco a ver si Daniel tomaba la iniciativa—. Solo quiero recordarte que no es el fin del mundo. Eres joven y entiendo que ahora lo ves así, pero el tiempo pasa y las cosas también. Eres un chico inteligente y sé que lo sabes.
Su padre estaba más cerca de los treinta que de los cuarenta, pero el cansancio acumulado y su barba lo hacían ver mayor. De no ser así, podrían hacerse pasar por hermanos. La pareja Romero habían tenido a Daniel apenas rozando los veintes.
Daniel asintió. No lo alentaría a alargar la charla.
—Entiendo. — Juan suspiró—. Tu madre está preocupada, así que dime que estás bien, acepta comer y le diré que mejor te dejemos tranquilo hasta mañana. Ah, y ni se te ocurra faltar a clases.
—¿Por qué mamá y tú siguen juntos si casi no se ven? —soltó Daniel de repente.
Juan, quien había estado levantándose, volvió a sentarse ante la pregunta de su hijo. Incluso al mismo Daniel le había sorprendido. La interrogante había sido por fin liberada, guardada demasiado tiempo por su subconsciente. Tal vez su concepto de amor estaba equivocado y por eso lo suyo con Melisa no floreció. Quizá su error había sido estar demasiado presente.
—Porque nos amamos, respetamos, entendemos y tenemos un plan de vida y acuerdos juntos. Y, a pesar de todo, nos seguimos eligiendo cada día. De eso se trata.
—No me parece justo para mamá. Tiene que estar pendiente de muchas cosas. De la casa, del trabajo, de mí, de...
—Y cada noche cuando vuelvo del trabajo, le pregunto si es hora de que cambiemos los papeles de nuevo y que se enfoque ella en su carrera. Eras pequeño y probablemente no te acuerdes, pero cuando supimos que venías al mundo, a ella le faltaba menos para graduarse, así que yo congelé y me puse a trabajar para que ella terminara —le explicó—. Después, ejerció por unos años y yo me dediqué a cuidarte y a ver un par de materias mientras crecías. Cuando por fin terminé la carrera, tú ya estaba más grande y ella me alentó a continuar formándome y a ejercer, decidiendo aceptar un cargo como profesora para tener un horario más flexible.
Daniel no supo qué decir. No había escuchado la historia completa, sino cargado ese rencor hacia su padre. Debió haber preguntado antes.
Ante su expresión, Juan extendió el brazo y le alborotó el cabello. Le sonrió.
—No haríamos nada diferente, hijo. Eres nuestro orgullo. —Se puso de pie y le ofreció la mano para ayudar a que se reincorporara—. El amor es entrega, pero debe ser siempre recíproco. Tal vez haya días en los que uno de más que el otro, pero, en un panorama general, nada puede ser de un solo lado.
¿No les ha pasado que creen gustarle a alguien y de la nada se enteran de que tiene novio/novia?
A mí sí xD Se siente horrible que la ilusión que uno se hace se desplome
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