I

A Daniel le dolía ver a Melisa llorar.

A pesar de todas las veces que la acompañó para el entierro de cada pez dorado que había tenido, seguía sintiendo la misma impotencia de solo poder abrazarla y tratar de recordar algún chiste para sacarle la más mínima sonrisa. Desde pequeños, ella siempre le preguntaba si existía un «cielo de peces», como decían existía para los perros, y él le daba la misma respuesta:

Sí, porque todos los animales son seres de alma pura y merecen ir al cielo, especialmente los peces, que lo único que hacen es nadar y comer.

Solo que, en esa ocasión, ella no soltó la interrogante, e incluso el llanto duró menos.

La adultez se veía cada vez más cerca y eso significaba que temas más importantes sustituyeran a otros. Un pez, aunque sonara cruel, podía ser reemplazado por otro de la tienda; una abuela enferma, no. Y él sabía perfectamente que ese pensamiento cruzó la mente de Melisa cuando su madre regresó al interior de la casa para hablar con la señora mayor, quien padecía de problemas cardíacos y vivía a varias horas de allí. Ese mes había sido caótico y quizá por eso Melisa se descuidó a la hora de limpiar la pecera y ocurrió lo irremediable.

—Me siento como una tonta —murmuró contra su pecho—. Estoy llorando como una niña chiquita por un pez y mis padres y tíos buscan dinero de donde no tienen para los medicamentos de mi abuela.

Daniel apretó más su cuerpo contra el suyo y sintió cierta culpa por aprovechar esa cercanía —tan poco frecuente— para grabar el aroma del champú en su mente y la sensación de tener a Melisa encajando con él, justo como deseaba que sucediera en todo momento.

—Los cierres son necesarios y creo que Ernest fue la mascota que más te duró. Tus padres te aman y no van a reprocharte por despedir a un buen amigo.

—Ni siquiera sé si entendía lo que le contaba a través del cristal. Tal vez me veía como una gigante y solo se quedaba viéndome asustado. La pecera era su cárcel.

La apartó unos centímetros.

—Basta, Mel. Lo cuidaste, lo alimentaste y hasta lo sacabas a veces al jardín para que cambiara de ambiente. Nadie hace tanto por un pez.

—Creo que ya no tendré más peces. Son delicados y duelen cuando se van —suspiró—. De todas formas, siempre quise un perro y sabes que por mi alergia tuve que conformarme con un pez. Además, en un poco más de un año iremos a la universidad y no puedo dejarle mi responsabilidad a alguien más.

Daniel la conocía lo suficiente para deducir que daba y daba excusas para cuidar su corazón y evitar atravesar por otro triste episodio. Pero ese mismo corazón la hacía volver a encariñarse con otra mascota sin pelos. Era hija única y nunca le gustó estar sola. Sus peces eran los que escuchaban sus monólogos y se llevaban a la tumba los secretos que Daniel daría lo que fuera por custodiar.

Daniel la abrazó un poco más. Ya no recordaba en qué momento de su amistad comenzó a verla con otros ojos, solo que ni siquiera había tenido tiempo de fijarse en otras chicas. Desde el inicio de su curiosidad por las mujeres, todo se resumía a Melisa.

—Muchachos, vengan a tomar té —los llamó la madre de Melisa, Natalia, desde la ventana de la cocina—. Hace frío y parece que lloverá.

El chico le dio beso a Melisa en la cima de su cabeza, en un esfuerzo por trasmitirle de esa manera sus sentimientos y que ella se diera cuenta, sin tener que articularlo, lo mucho que creía amarla.

—Eres un gran amigo, D. Gracias por siempre estar —fue lo que contestó Melisa, apuñalando, sin saberlo, el corazón de Daniel.

—Siempre será así —dijo de forma forzada, que la castaña no notó porque ya se dirigía al interior de su hogar.

Daniel respiró hondo y se resignó una vez más a ser el amigo, ya que el temor de dar el siguiente paso y ser rechazado era demasiado agobiante. Mantenerse en su zona de confort estaba bien. No quería arriesgarse a perderla por excederse de ambicioso.

Le dio un último vistazo al cuadrado irregular de tierra, bajo el cual yacía enterrado Ernest dentro de una bolsa plástica. Se despidió de él y de los otros peces muertos a su alrededor.

A veces creía, tan abrumado por lo que despertaba Melisa en él, que incluso había escogido estudiar veterinaria debido a ella. Ser invitado a velorios de peces desde su infancia y ver el dolor que provocaba su partida, debió afectarlo en algo.

Sonrió ante un recuerdo de la niñez que se asomó en su mente; uno donde él afirmaba que hallaría la manera de alargar la vida de los peces. Todo inspirado por ella.

Ingresó a la cocina desde el exterior a través de las puertas plegables. De inmediato percibió la calidez de esa casa de pocas ventanas y muchos bombillos encendidos. Vivían en un país tropical, pero las tardes de los últimos días venían acompañadas por vientos helados, señal que de pronto comenzaría la época de lluvia.

—Déjame volver a calentarte el té. —Natalia agarró la taza de la mesa y la metió en el microondas—. Casi vuelvo a llamarte.

La última frase salió en un leve gruñido. Daniel sabía que a la mamá de Melisa no le gustaba que la hicieran esperar, mucho menos cuando se trataba de comida.

—Disculpe, señora G.

Daniel tomó asiento junto a Melisa en la mesa de seis puestos de vidrio y metal. Su amiga bebía el té con pequeños sorbos mientras revisaba sus redes sociales en el celular.

La casa de los Guzmán era modesta en tamaño, pero no en decoración. Natalia era meticulosa, organizada y exigente, lo cual trasmitía a su hogar; y su marido, Gabriel, la dejaba tener el control de sus dominios. Era enfermera, por lo que la pulcritud era primordial, y desde joven se interesó por el arte, reflejándose en algunas esculturas de siluetas extrañas esparcidas por la vivienda y los muebles extravagantes, pero visualmente estéticos. Lo que más le encantaba a Daniel era esa mesa, la cocina empotrada en granito, y los sofás de cuero rojo.

—Aquí tienes.

Natalia puso la taza con cara de perrito frente a Daniel, la que era casi de su propiedad, porque siempre la usaba.

—Gracias.

—¡No puede ser! —chilló Melisa levándose de golpe con el celular en la mano—. Tengo que llamar a Marta ya. Mañana esto será el boom en el liceo.

Daniel se quemó la lengua ante la inesperada reacción de Melisa. Sin embargo, ella no escuchó su queja, porque cruzó el umbral para usar el teléfono de casa ubicado en la sala.

El adolescente ya estaba acostumbrado a esas escenas. En ocasiones —muchas— Melisa no contenía su emoción y estallaba con una ráfaga de energía que impactaba con todo a su paso. Supuso que debió enterarse de un buen chisme, el cual no dudaría en publicar el día siguiente en el periódico escolar. Melisa había encontrado la manera de canalizar su curiosidad por la vida de los demás incorporándose a este y, un año después, se convirtió en una de las encargadas.

—Ten. Come un poco de torta.

Daniel retiró la mirada del sitio por donde se había ido Melisa y la posó en la torta de chocolate frente a él. Se le hizo agua la boca. Era de las especialidades de Natalia.

—Muchísimas gracias.

Mientras empezaba a comer, la madre de Melisa se sentó del otro lado de la mesa con una sonrisa de cómplice. Luego, se inclinó hacia adelante, apoyándose con sus codos.

—¿Cuándo le dirás a mi hija que te gusta? —susurró.

Daniel se atragantó con el pedazo en su boca y unas migajas se fueron por el camino equivocado. Sus ojos se aguaron e hizo un gran esfuerzo por controlarse. Se aseguró de todavía oír la voz vibrarte de Melisa en la otra habitación.

—No sé de qué habla, señora G —replicó Daniel, rogando que el rubor en sus mejillas no se detallara.

—Claro que sí. Llevo varios meses notando esa mirada de cachorrito.

Daniel guardó silencio por unos instantes mientras decidía qué decir. Los ojos color avellana, con la misma chispa que caracterizaba a los de Melisa, lo ponían nervioso. Podía observar los años de experiencia en ellos y la seguridad de tener la razón. Tenía un par de arrugas en su piel ligeramente bronceada y también detectaba que una serie de canas nacían de nuevo, no obstante, estaba bien conservada para sus casi cuarenta y tantos.

—No tengas pena —añadió—. Sabes que eres como el hijo que no tuvimos y nos hará muy felices si eres el novio de nuestra hija.

—Recuerdo que a los diez el señor G me amenazó con romper todos mis carritos si descubría que me gustaba Melisa —dijo Daniel con voz temblorosa.

—Ya no juegas con carritos, ¿o sí? —sonrió Natalia. Extendió la mano para colocarla sobre la muñeca de Daniel—. Ya están grandes y Melisa te necesita más que nunca. Además, no quiero que venga un malnacido hormonal a lastimarla. Gabriel y yo te la confiamos con los ojos cerrados.

Él también era un chico de diecisiete años hormonal, e incluso más por no tener tanta experiencia como otros. El mayor contacto con el género femenino se resumía en un beso producto de un juego de tragos.

En parte también se sintió halagado por las palabras de Natalia. Él mismo se consideraba un buen partido para Melisa, pero era normal creer eso. ¿Cuántos no asesinaban a sus parejas asegurando que nadie era mejor para ellas que ellos? Que los padres de la chica que creía amar lo aceptaran como prospecto era un punto a su favor, que quizá lo animaría a arriesgarse algún día.

—¿Qué le dijiste a Daniel, mamá? —reclamó Melisa entrando a la cocina—. Mira cómo hiciste que se pusiera.

Daniel parpadeó repetidas veces para sacudirse el aturdimiento generado por Natalia y volver a poner su máscara de amigo incondicional.

—¿Yo? Nada —respondió su madre reincorporándose.

—Mamá...

—Solo le pregunté cuándo le confesará su amor a la chica que le gusta —admitió encogiendo los hombros.

El corazón se Daniel se detuvo por un momento y casi se le salen los ojos de sus órbitas. No podía creer que acabara de decir eso.

Natalia se limitó a sonreír con malicia y se puso de pie para ofrecerle torta a su hija.

—¡¿Qué!? —gritó Melisa. De inmediato se sentó en la silla y se arrimó lo más cerca de Daniel para examinarlo—. ¿Te gusta alguien? ¿Quién? ¿Por qué no me habías dicho?

La incomodidad y el nerviosismo se hicieron presentes en Daniel. Su cerebro olvidó cómo hablar.

—¡Daniel! —insistió.

—Deja al pobre muchacho —la reprendió su madre—. Sabes que es un poco tímido. No está listo todavía para decirlo.

—Pero... Eres mi mejor amigo. Yo debería saber quién es...

Daniel soltó un suspiro, logrando poner en orden sus emociones. Ya tenía demasiada práctica en ello. Cuando Melisa obviaba su condición de hombre y salía con escasa ropa... Cuando Melisa fallaba en su puntería y el beso en el cachete terminaba en la esquina de su boca...

—Tranquila, solo le comenté a tu mamá que es una chica que me parece bonita. No la he tratado lo suficiente como para decidir si me gusta, o no —mintió—. No es importante. Por eso no te había contado.

Melisa no pareció del todo convencida.

—¿Y de dónde es? ¿Del liceo? ¿Una vecina? —interrogó.

—Hija, mejor cuéntanos cuál es el nuevo chisme que seguramente hará que mañana vayas a la escuela, a pesar de aceptar dejarte faltar.

La mención distrajo lo suficiente a Melisa como para cambiar de tema. Se acomodó en la silla y probó la torta antes de compartir la información. Daniel pudo volver a respirar aliviado.

—Publicaron en la página de la escuela que la profesora Rodríguez y el profesor de deporte tienen sexo en el baño de mujeres del segundo piso.

—¿Cómo es eso? —preguntó Natalia indignada—. ¿Cómo publicaron eso?

—En un comentario. Y dejaron el enlace que redirige a unas fotos que les tomaron. —Desbloqueó su celular y le mostró la pantalla a su madre, para después pasárselo a Daniel—. Era un rumor de pasillo, pero ya está confirmado.

¿Hay profesores decentes en la Unidad Educativa Privada San Agustín?

El profesor de deporte y la profesora de lenguaje tienen sexo en el baño de mujeres del segundo piso todos los lunes y miércoles en la hora del recreo. Mira las fotos haciendo clic aquí...

Un tal ManoJusticiera era la autora del comentario hecho al artículo sobre el lema de Excelencia Educativa impartido en el colegio al que asistían. Llevaba media hora allí.

—¿Cómo lo viste?

—Entré a revisar si le hicieron las correcciones al artículo antes de subirlo. Miguel quedó como encargado y quería estar segura de que todo estuviera bien.

—¿Crees que esté bien hablar de eso en el periódico escolar? —cuestionó Natalia—. No creo que Carlos lo permita e imagina la vergüenza que estarán sintiendo eso profe-

—Claro que está bien, mamá —la interrumpió Melisa—. Obvio no pondré las fotos, pero el alumnado merece saber lo sucedido. Ellos son adultos y deberían dar el ejemplo, no comportarse así. Si el director no los despide, hará que hacer presión.

—Hija —suspiró Natalia, mas no continuó con la conversación. Retiró las tazas y platos de la mesa para colocarlos en el fregadero.

—Solo no te excedas con lo que escribas —dijo Daniel.

No la iba a contradecir, porque hubiera sido una batalla perdida. Nada detenía a Melisa una vez tenía un cometido incrustado en la mente. Daniel deseó poder ser impulsado por la misma fuerza invisible que conseguía que su amiga no le temiera a los demás y solo se preocupara por defender sus ideales. A su lado, o no, sin dudas Melisa sería una periodista inigualable.

Mientras Natalia empezaba los preparativos de la cena, concentrada en sus propios pensamientos, y Melisa enviaba notas de voz en el grupo que tenía con otros colaboradores del periódico, Daniel se permitió simplemente enfocarse en ese momento. En el fuego de Melisa y en el miedo de no estar a su altura.

¿Cómo tendría las agallas de confesarle su amor con esa imagen de sí?


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