II

Provenientes de aire, tierra y agua, los más diversos seres poblaban el tétrico castillo de Seth, al cual se llegaba atravesando el frondoso Bosque Encantado o surcando las bravas aguas del Mar de la Muerte.

Cruzar el Bosque Encantado resultó una tarea sencilla; todos estaban distraídos ante la inminencia de los festejos pero, sobretodo, expectantes por escuchar al líder de la Sociedad Inmortal. 

Fui uno de los primeros en llegar. Atravesé furtivamente la gran puerta de roble y me encontré con miles de criaturas de todos los colores y tamaños.

Con su sola presencia, las bellas ninfas pintaban con múltiples colores floridos cada funesto rincón y con su exquisito perfume limpiaban el aire del hedor que emanaban las sucias arpías. Miradas asesinas se dirigían entre ellas mas nadie se atrevía a romper la regla de oro: no iniciar conflictos en el Día de la Inmortalidad.

Los vampiros se pavoneaban con su elegancia habitual, sus ojos penetrantes y sus aires de suficiencia; no pasaba un minuto sin que uno de ellos intentara seducir a una vampiresa. Algunas caían en la tentación y se fundían en un salvaje beso con su pareja; otras, hacían oídos sordos a las palabras subidas de tono y seguían bebiendo sangre humana de sus copas.

Las banshees merodeaban los rincones del castillo con su letargo habitual y sus sombríos rostros; varias de ellas ya habían sido echadas de la fiesta debido a sus estridentes gritos y la consiguiente rotura de vidrios. Los duendes, fieles a su estilo, jugaban bromas a cualquiera que se cruzase en su camino.

El Gran Salón era la habitación principal donde se llevaba a cabo la celebración; mis dos ojos cristalinos se movían para todos lados, admirando el aire gótico con el que estaba adornado. Una larga mesa llena de diversas comidas y bebidas había sido instalada en el centro de la sala; desde coloridos frutos hasta carne humana, los vampiros no habían escatimado esfuerzos para aquella fiesta. Las criaturas degustaban el banquete a la espera de que el Conde Seth develara el misterio. La tensión podía palparse en el aire.

Comencé a caminar por los interminables pasillos en busca de la Torre Alfa, lugar en el que se encontraba el valioso tesoro que debía robar. En dos ocasiones, el miedo invadió mi cuerpo y la misión pendió de un hilo. 

Poco camino había recorrido en mi búsqueda cuando una deslumbrante ondina me hechizó con su risa; atontado, estuve a punto de tocar su azulada piel lo cual hubiera significado revelarme y morir en ese mismo instante. La ondina no se percató de mi presencia; se marchó y así el encantamiento se rompió. Asustado, mis dos extremidades corrieron automáticamente a toda velocidad.

Una hora después, ya había subido varias escaleras y atravesado cientos de habitaciones llenas de abominables criaturas. La cada vez más frecuente presencia de vampiros era indicio de que la Torre Alfa estaba cerca. Curiosamente, un grupo de licántropos circulaba por allí; los vampiros los desafiaban con la mirada y ellos devolvían puños apretados y afiladas garras. Sin embargo, ninguno de los bandos hizo algo desmedido que hiciera estallar esa guerra fría. Los licántropos se alejaron del lugar y los vampiros continuaron bebiendo sangre humana.

Me quedé observándolos unos segundos, descuidando a los hombres-lobo. Éstos habían pasado a mi lado, sin reparar en mí. Pero uno de ellos había vuelto sobre sus pasos y estaba a pocos metros. Cuando miré hacia atrás, tuve que saltar hacia un costado para que el peludo cuerpo del licántropo no me chocara. Ya que no podían olerme era seguro que sus puntiagudas orejas alcanzaban a percibir los latidos de mi corazón.

La suerte estuvo una vez más de mi lado. Estaba llevando mi temblorosa mano hacia mi espalda, listo para atacar, cuando los vampiros vieron a su íntimo enemigo y una pequeña trifulca se armó entre ellos. Los demás licántropos se apresuraron a defender a su compañero; mucho ruido, pocas nueces. Luego de insultos y amenazas, cada bando se retiró en direcciones opuestas.

Tuve que respirar hondo varias veces hasta que logré tranquilizarme y proseguir con mi misión.

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