I

Rumores que viajaban con los fríos aires del Bosque Encantado me indicaban que aquel aniversario sería distinto a los anteriores. 

Cada año el Día de la Inmortalidad reunía a seres inmortales de todos los rincones del mundo en una conmemoración que variaba sus características de acuerdo a la criatura que fuera anfitriona. Los vampiros solían montar las fiestas más lujosas y desenfrenadas; y ese año la organización corría en manos del Conde Seth, el vástago más anciano del planeta.

Así, se esperaba una de las mayores celebraciones de la historia e, incluso, se decía que el habitual discurso de medianoche sería de tal importancia que cambiaría el destino de las criaturas mágicas. El Conde Seth lideraba la Sociedad Inmortal, un grupo de criaturas que representaban a todas las razas inmortales y decidía su futuro, por lo que todo lo que pronunciara el vampiro más poderoso era de vital importancia para ellas.

Yo estaba a kilómetros de distancia pero escuchaba a las criaturas como si estuviera a su lado; los detalles de la versión variaban de acuerdo a quien la contara pero la mayoría coincidía en un punto: la exposición de ese año no sería más que la elección de un nuevo líder, más joven y fuerte que Seth. 

Éste ya no era el de antaño, aquel vampiro tan temido y respetado. Decían que sus 3250 años de existencia eran una pesada mochila. Escuché que sólo bebía sangre humana una vez por semana; a veces, pasaba horas contemplando el cielo desde su ventana, otras se encerraba en su viejo pero perfectamente tallado ataúd. Sus vampiresas no lograban seducirlo y, ofuscado ante sus reiterados intentos, las echaba violentamente de su habitación; ya no acudía a las reuniones mensuales de la Sociedad Inmortal y su falta de poder sembraba un clima de inestabilidad que sólo pronosticaba una tormenta tan grande como hacía años no se veía. 

El Conde tenía la potestad de elegir a su sucesor, por lo que todas las razas inmortales tenían la oportunidad de que uno de sus miembros se convirtiera en líder de la Sociedad Inmortal. Quién sería el sucesor era el gran misterio que mantenía en vilo al mundo mágico.

Nuestra clase veía en esa inestabilidad e incertidumbre la oportunidad perfecta para perpetrar un sigiloso robo enfrente de sus narices; debíamos hurtar el último trono que nos faltaba conquistar. La astucia del zorro, la voracidad del lobo, la malicia de la hiena y la avaricia del buitre, se amalgamaban para moldear la identidad de nuestra particular especie; las crisis de los demás eran nuestros banquetes preferidos.

El castillo Nemuritor sería el escenario de un aniversario que marcaría un antes y un después y yo estaría allí como un frágil pétalo en un desierto de incorruptibles piedras, listo para dar el zarpazo. Ninguna criatura, ni siquiera Seth, respetado como uno de los seres más inteligentes, sospechaba que el discurso de medianoche se convertiría en un lastimero aullido. 


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