Dies Irae
Las últimas horas de aquel día eterno se arrastraban con la misma lentitud que un funeral en un pueblo pequeño. El cometa se alejaba, pero la ciudad parecía retener la respiración, en un silencio tan profundo que se podía oír el latido de un corazón en la lejanía. La oscuridad envolvía cada esquina y nadie se asomaba por las ventanas, ni siquiera se atrevían a salir. Pero en medio de las vías, una figura desnuda caminaba con determinación.
Los pies de la chica agrietaban el asfalto, dejando una estela de destrucción a su paso, como si su sola presencia fuera capaz de romper la realidad. Su pelo castaño y rizado se movía con el viento, aunque nadie más parecía sentirlo. Los ojos de la chica brillaban con un fuego interno, y su piel, salpicada de constelaciones de pecas, parecía iluminar el camino que recorría. Sus manos se abrían y cerraban, como si estuviera manipulando hilos invisibles que controlaran la vida y la muerte.
El edificio donde ella una vez vivió se levantaba imponente ante ella, como un monumento a la vida que una vez fue. La chica atravesó el portal, subió las escaleras oscuras y llegó al pasillo lúgubre donde confluían cinco puertas. Detrás de cada una de ellas, se ocultaban personas, seres humanos que luchaban por sobrevivir en medio del caos. Ella sabía que eran varios los que habitaban en cada piso, que compartía el suyo con ocho más, tres por habitación.
Pero esa noche, no era solo una chica caminando por el edificio, sino algo más oscuro y aterrador. Doscientas setenta voces se alzaban en un coro siniestro, exigiendo su tributo. El infierno necesitaba nuevas almas, y ella había venido a entregárselas.
La puerta se abrió ante ella como si hubiera estado esperándola. Dejó atrás el salón y uno de los dormitorios con sus desvanecidos ocupantes y llegó a la cámara que había considerado como su hogar. Pero no le sorprendió encontrar a un nuevo inquilino ocupando su lugar. ¡Apenas un día había tardado en sustituirla! Los humanos eran así, crueles y egoístas por naturaleza. No estaban hechos a imagen y semejanza de Dios, sino a la de los seres que cohabitaban su cuerpo.
Ella misma había tratado de aprovecharse de la desgracia de otro miserable ser. Pero ahora todo eso tendría su final. Aquellos bastardos no sabían la verdad. Dios había cedido aquellas almas a Satanás para que hiciera lo que quisiera con ellas. Y esa gente que había renegado de él, que habían puesto sus intereses por encima de los demás, eran los primeros en caer. Ladrones, mentirosos, maltratadores, asesinos, abusadores, lisonjeros, hipócritas... nadie de allí era santo, ni libre de arrojar ninguna piedra.
Marena entendió entonces su labor. Ella limpiaría el mundo de esa mugre, pero no por compasión o caridad, sino porque era su deber. El diablo le había dado esa autoridad y ella no dudaría en usarla. Sería su ángel exterminador, una fuerza de la naturaleza, una máquina de destrucción.
Mientras Marena abandonaba el edificio, las paredes parecían retorcerse y gemir bajo sus manos. Unas venas negras se extendían por la estructura del edificio como una red de maleza maligna. Ella sabía que era su voluntad lo que animaba esa oscura magia, y sonrió con satisfacción al ver el efecto de su poder.
Cruzó la calle y, con un chasquido de dedos, encendió el edificio en llamas. El cielo se iluminó con una luz enfermiza mientras la estructura ardía en un infierno de fuego. Mientras tanto, demonios grotescos bailaban en círculos alrededor del edificio, devorando a los residentes y bañándose en sangre.
Los gemidos y alaridos llenaron el barrio, convirtiéndolo en una sinfonía de dolor que Marena disfrutaba como una golosina deliciosa. Silenció las doscientas setenta voces en su cabeza para escuchar mejor el sonido del sufrimiento, deleitándose con cada grito y quejido.
"Esto es solo un aperitivo", pensó. "Hay mucho más por venir."
Cuando el fuego se extinguió y la ciudad regresó a laoscuridad, la esperanza de sus habitantes se desvaneció. El ser humano no debíade olvidar que estaba en la antesala al infierno y que no había escapatoria.
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