Capítulo 8.

Subo las escaleras de la entrada del gimnasio ahogando un bostezo, con las llaves tintineando en el bolsillo y el casco enganchado del brazo. Es domingo, la lluvia por fin parece querer dar tregua y el sol se asoma entre jirones de nubes grises y bancos de niebla que se enredan en las lejanas montañas.

Es relativamente pronto para estar levantado un fin de semana, sobretodo si no has podido pegar ojo gran parte de la noche, pero el trabajo no perdona, al igual que las obligaciones. Así que meto la llave en la cerradura de la persiana metálica de seguridad y la subo hasta arriba con un estruendo chirriante. Tendré que decirle a David que hay que volver a engrasarla.

—El gimnasio no abre hasta dentro de dos horas.

La repentina voz me sobresalta y hace que dé un paso hacia atrás para poder salir de debajo del pequeño techo de la entrada. Por encima de mi cabeza, en el piso de arriba, el cuerpo de Liam sobresale de cintura para arriba por la ventana.

No parece sorprendido de verme y sé que tampoco le he despertado, pues ya está vestido.

—Tiempo justo para entrar en calor —me defiendo. Ninguno de los dos saluda—. Luego no tendré tiempo para mí.

Sé que la reprimenda se pasea por sus labios aunque no la exteriorice. Liam a veces es tan callado que, lo quiera o no, he tenido que aprender a descifrar sus casi inexistentes gestos. Esta vez, lo que lo delata es su entrecerrar de ojos.

—¿Has desayunado? —es lo único que dice tras un par de segundos en silencio.

—Sí.

—Un café y una sobria tostada, como siempre —adivina.

No lo niego y ahora soy yo el que entrecierra los ojos por culpa del sol que se refleja en su ventana. Comienza a dolerme el cuello de estar tanto tiempo mirando hacia arriba.

—Un día de estos se te pondrán los dientes marrones de tanta cafeína —añade, y no sé si es una advertencia o un regaño. Me hace un gesto con la cabeza hacia dentro—. Sube. Mi padre está haciendo huevos revueltos.

No me da tiempo ni a abrir la boca para negarme; Liam ya ha desaparecido en el interior de su habitación y ha cerrado la ventana. Suspiro, irritado de verme contra las cuerdas y no poder decir que no, y bajo los pocos escalones de la entrada para adentrarme en el portal que hay justo al lado. No tengo que esperar ni dos segundos para que me abran tras haber pulsado el timbre.

Tras subir las escaleras de dos en dos hasta el primer piso, me encuentro con la puerta del apartamento abierta y a Liam esperándome en el rellano, apoyado en el marco. Pese a que está vestido, sigue descalzo. No tiene intenciones de salir de su casa en un buen rato, está claro. El olor a comida inunda el pasillo y las escaleras.

—No iba a escaparme; deja de parecer un guardaespaldas de discoteca —protesto, pasando a su lado y adentrándome en la vivienda.

La única respuesta que recibo de su parte es una sonrisa de lado, divertida y burlona. Cierra la puerta con un breve chasquido y me señala la cocina como punto de encuentro. Ahí, David, su padre y a la vez mi jefe en el trabajo, está sirviendo el desayuno. Hay platos para tres.

—Justo a tiempo, chicos. Buenos días, Alec.

—Buenos días —murmuro, incómodo. Odio las encerronas—. No quiero molestar...

—Tonterías. —David deja la sartén, ahora vacía, sobre la vitrocerámica y se limpia las manos con un trapo—. No te quedes ahí de pie, siéntate.

Teniendo en cuenta que David es mucho más alto y fornido que su hijo, obedezco casi por instinto. Se parecen, tal vez incluso demasiado. Los dos son de hombros anchos, manos gruesas y mandíbula cuadrada. Lo único que los diferencia, aparte de la edad, son los ojos: los de Liam son marrones, casi negros; los de su padre, en cambio, tienden más hacia el color de las avellanas. Ah, y el corte de pelo. Nunca he visto a David con otro corte que no sea el típico militar. Si lo que buscaba era imponer, lo consigue.

En ese momento, Liam se interpone entre los dos para colocar unos vasos en la mesa y su padre se sienta. Yo, por mi parte, me retuerzo en el sitio para quitarme la cazadora y la dejo encima de la bolsa de deporte que hay a mis pies.

—¿Y tu madre? —le pregunto a Liam al no verla por ninguna parte.

—No está. Tenía una reunión de trabajo.

—¿Tan pronto?

—No eres quién para hablar.

Lo espeta de tan mala manera que David suelta una carcajada y yo tengo que morderme la lengua para no replicar. No deja escapar ni una sola oportunidad para echarme en cara mis horas de trabajo. Y lo que es peor: lo hace de tal forma que nunca puedo defenderme.

—Derecho tenías que estudiar —gruño para mí antes de dar el primer bocado.

Liam se encoge de hombros y David nos observa divertido, con una taza de café pegada a los labios. No puedo evitar fijarme en que está recién afeitado y eso hace que recuerde la reunión a la que se supone que tengo que asistir dentro de un par de horas. Tengo bien claro que no iré, pero también sé de alguien que me hará la vida imposible por impedir que me salga con la mía.

—Hay que volver a engrasar la persiana —digo, obligándome a no pensar más en el asunto. David me mira con curiosidad—. Lleva ya un par de días chirriando.

—Lo recordaré. Aunque me estoy planteando cambiarla; ya tiene unos cuantos años.

Asiento, aunque no opino. No soy el que toma las decisiones.

Durante un par de minutos desayunamos sin hablar más, envueltos en un silencio que dice más que las propias palabras. Sé muy bien el tema que quiere tocar David, aunque no lo mencione en ningún momento; he visto ya muchas miradas de soslayo en el último año como para no saber interpretarlas.

Pero no hay nada de qué hablar, y por mucho que insistan no voy a cambiar de opinión. Para mí, este domingo será exactamente igual a todos los demás: ir a trabajar por la mañana hasta las tres de la tarde, llegar a casa para comer y largarme a la biblioteca hasta que esta cierre o al bosque. Nada de reuniones que no me conciernen, ni de saludar a conocidos que solo podrán mirarme con lástima y hablarme con frases sacadas de un manual.

No necesito eso.

Estoy bien así, solo, sin tener que hablar palabras huecas y vacías ni fingir interés en algo que hace mucho que dejó de importarme. No necesito palmadas en la espalda, ni sugerencias que más que ayudarme me crean ganas de vomitar. No necesito su apoyo ni sus ánimos. No las quiero.

Porque ellos no saben lo que me carcome noche tras noche, no lo comprenden ni lo harán jamás. No saben lo que es no poder dormir por culpa de las pesadillas, ni lo aterrador que puede llegar a ser el silencio y la oscuridad. No entienden mi dolor, nadie lo hace. Y, por eso, nadie puede ayudarme.



Me voy de casa de los Anderson con una despedida escueta y la promesa de que me iré a casa no más tarde de mi turno oficial. Teniendo en cuenta que al final ninguno de los dos mencionó lo de esta tarde, supongo que puedo ser puntual por esta vez, a modo de pobre agradecimiento. Ellos se irán dentro de una hora, más o menos, mientras yo estaré al pendiente de máquinas y clientes llenos de sudor. Gran plan para un domingo.

Antes de adoptar el papel de instructor y monitor, sin embargo, quiero poder hacer algo por cuenta propia para despejar la mente. Como siempre, necesito dejar de pensar, o de lo contrario no soportaré a casi nadie.

Salgo a la calle jugueteando con las llaves del gimnasio, absorto en su tintineo y en hacerlas girar entre mis dedos, recordándome que luego debo pasar por el supermercado, pues tengo el frigorífico prácticamente vacío. Aunque no sé si tengo encima dinero suficiente para comprar todo lo que necesito...

El estruendo de un claxon me sobresalta justo cuando pretendía sacar la cartera para comprobarlo. Me detengo en seco, incrédulo, y contemplo el coche de Jared parado justo frente a la entrada del gimnasio como si de una aparición se tratase. En cierto modo, lo es. ¿Qué hace aquí?

No. Esa no es la pregunta.

Sé muy bien por qué está aquí. Y no va a funcionar. Esta vez no.

—Vete, Jared —digo en cuanto se baja del coche—. No me amargues la mañana.

—Si todavía no he dicho nada.

—Estás aquí. Eso es suficiente.

Le veo poner los ojos en blanco, pero no me inmuto. Diga lo que diga no pienso ceder, no en esto.

—No voy a ir, así que ni te molestes.

Jared, en contra de sus usuales muecas y expresiones exageradas, me mira con seriedad. Me pongo en guardia sin poder evitarlo; cuando deja de hacer el subnormal nunca salgo bien parado.

—Vas a ir —declara, como si no tuviera opción a elegir qué hacer con mi vida—. Y no voy a subir a ese coche si no es contigo.

—Que vaya o no no es asunto tuyo —gruño, comenzando a mosquearme. Estoy harto de que todo el mundo crea estar en el derecho de decidir por mí, sobretodo él.

—Lo es. Ha pasado un año, Alec, y no te has presentado ni una sola vez. Apenas socializas. No puedes seguir así.

—No, lo que tú no puedes es obligarme a acudir a una reunión que ya no tiene nada que ver conmigo —espeto y le señalo con el dedo. Me tiembla el pulso de pura rabia—. Ni tú ni nadie puede decirme qué hacer. Y ahora vete antes de que mosquée de verdad. Tengo que trabajar.

Reanudo la marcha y paso a su lado dispuesto a entrar en el gimnasio cuando siento que me agarra del brazo. Me detengo y le dedico una mirada mortal que sé que ya no es azul. Se está pasando, y mi paciencia es más bien poca.

Antes de que pueda decirle que me suelte o acabará con la mano rota, sus dedos se hunden en mi piel con fuerza. Sin embargo, lo que me detiene de intentar soltarme es la seriedad que veo en sus ojos. Pocas veces le he visto así. De hecho, la última vez fue...

—No vas a hacer ninguna escena —me advierte, como si no tuviera elección, cortando en seco mis pensamientos.

Abro la boca, dispuesto a insultarlo y a mandarlo a la mierda, cuando me señala su coche con un gesto sutil. Sin comprender y por inercia, miro hacia el vehículo. Tres voces amortiguadas surgen de él, preocupadas y curiosas al mismo tiempo. Contemplo a Jared sin poder creérmelo.

—Eres un cabrón —siseo, furioso, en cuanto reconozco la voz de Ivi y sus amigas.

No entiendo qué hacen ellas en su coche, pero la verdad es que en estos momentos es lo último que me preocupa. Este tipo, el que se suponía que era mi mejor amigo, me ha organizado una encerrona para impedir que pueda lanzarle el puñetazo que se merece. Haga lo que haga ahora, reaccione como reaccione, si no voy con él esas chicas se encargarán de esparcir rumores sobre lo ocurrido de alguna u otra manera. Y no tengo ni la menor duda de ello. El pueblo no es tan grande como para que estas cosas no se acaben sabiendo, y mucho menos si eres uno de los temas más interesantes sobre los que poder hablar.

—Si para hacerte reaccionar debo serlo, lo seré —es la respuesta que obtengo de su parte.

Gruño y me sacudo para liberarme, lleno de rabia. Él no se opone, sabe que ha ganado ya.

La traición sabe amarga y escuece. Se suponía que me comprendía, que con él no tenía que fingir. Se suponía que, pese a las múltiples discusiones sin sentido, él era el único que no me pediría aparentar normalidad, que podía ser sincero y que no importaba si mi mundo seguía siendo gris y mudo.

Se suponía que estaba de mi lado.

—No esperes que te perdone esta, Jared, porque no lo haré —siseo entre dientes.

Él, por supuesto, no responde. Nunca habla cuando tiene que hacerlo.

Las ganas de pegarle aumentan por momentos y sé que, de seguir viendo su expresión seria y vacía, falta de bromas, le acabaré por dejar un ojo morado.

Maldita sea.

Con brusquedad, le estampo mis cosas en el pecho, casco incluido, y subo al coche con un portazo. Las chicas se sobresaltan en los asientos de atrás y, por un segundo, todo se queda en un silencio tenso. Creo que una de ellas me saluda con torpeza, pero el enfado es tan grande que me zumban los oídos. Como abra la boca en estos momentos, estallaré. En mi cabeza, escenas llenas de lluvia y aullidos se suceden sin orden ni sentido. Recuerdos rotos y lágrimas. Destellos de plata. Sangre.

No, por favor. Otra vez no.

Una disculpa. Una risa.

Otra vez lluvia y plata. Sangre.

Me clavo las uñas en las palmas con fuerza, intentando concentrarme solo en el dolor físico. No funciona. Me tiemblan las manos y se me revuelve el estómago.

Maldito seas, Jared.






Durante los quince minutos siguientes lo único que inunda mis oídos son mis recuerdos y el tenso silencio que envuelve el interior del vehículo. Hubo cierto intento por parte de las chicas de aligerar el ambiente, pero fue tan desastroso como el estrépito de unos cristales rotos y no volvieron a abrir la boca. Lo agradecí mientras alternaba mi atención entre el bosque y mi propio reflejo en la ventanilla.

Jared no me ha vuelto a dirigir la palabra y se concentra en la carretera; tanto él como yo sabemos que saltaré a la mínima provocación. En cualquier otra ocasión, este silencio helado no existiría, sino que me dedicaría a aguantar sus chorradas y su ego, cediendo a regañadientes ante su falsa estupidez y amenazándolo con dejarlo tirado en un cubo de basura por pesado e insufrible. Esta vez, sin embargo, nos separa una confianza rota que tardaré en recomponer y el amargo sabor de la traición.

Me la ha jugado, y el perdonarlo no será fácil. Sabe perfectamente lo incapaz que soy en estos momentos de aparecerme por ahí y, aun así, como todos, ha decidido lo que cree que es mejor para mí como si mi opinión en todo este asunto fuese tan inservible como la de un niño de tres años. ¿No es suficiente con que procure seguir una rutina día tras día que a todas luces me deja exhausto? ¿No es suficiente intentar sacar adelante una carrera que ya no me interesa? ¿No es suficiente sonreír y hablar aunque por dentro sienta que me muero con cada carcajada y con cada palabra?

Al parecer, no.

El coche se detiene con suavidad a los bordes de un camino asfaltado hace ya años que se abre a una zona de parking desierta. Bajando unos escalones de piedra, la zona de picnic se extiende entre los árboles y más allá, alcanzando con sus mesas y bancos de piedra las orillas del lago hasta un embarcadero de madera. Ahí un par de botes y canoas se balancean con calma sobre el agua. Desde aquí no puede verse, pero sé que al otro lado de la zona de playa, un pequeño templete cubierto preside otro embarcadero.

Conozco este sitio como la palma de mi mano; mis veranos se han sucedido aquí uno tras otro, bien sea en cumpleaños, tardes enteras para bañarse o campamentos improvisados cuando éramos más críos. Por ese entonces todo eran risas, abrazos que olían a tarta de manzana y sonrisas que sabían a chocolate y helado. Mi única preocupación era cómo poder ser el más rápido en las carreras o cómo hacer que las piedras rebotaran más veces sobre el agua antes de hundirse.

Iluso de mí. Debí haberme supuesto que la felicidad no puede durar para siempre.

Ivi y sus amigas se bajan del coche con despedidas torpes y Jared les promete que irá a por ellas más tarde, que ya las llamará y que espera que se lo pasen bien. La verdad es que poco me interesa todo el asunto y lo único que me repito una y otra vez es que no quiero estar aquí y que Jared es un cabrón de primera clase.

Volvemos a la carretera, de nuevo sin pronunciar palabra. Al menos tiene la decencia de no fingir que todo está bien, porque no lo está. ¿Por qué ha tenido que echarlo todo a perder? ¿Por qué ha tenido que revolverlo todo para sacarlo a la luz de nuevo?

De pronto, suspira y, sin que yo entienda el motivo, dirige el coche hacia el borde del camino y lo detiene al completo, echando el freno de mano con cansancio. Por unos segundos ninguno dice nada y por el rabillo del ojo veo que se pasa los dedos por el pelo y se frota los ojos con frustración.

—No te voy a obligar —murmura con la vista al frente—. No quiero eso.

Tenso la mandíbula y siento que comienza a dolerme la cabeza. Los recuerdos de aquel día siguen sucediéndose en mi mente como una película muda a cámara rápida. Tengo la boca seca.

—No lo parecía.

Jared se vuelve entonces hacia mí, con una seriedad que pocos han visto en él y que desconcierta. Es como si hubiera envejecido diez años en un segundo.

—No te voy a obligar —repite—, y puedes bajarte del coche cuando quieras.

Se calla, y sé que aguarda a que lo haga, a que me baje y le deje con las palabras en la boca. Me cree capaz de hacerlo, y la verdad es que la tentación es tan grande que mis ojos acaban por un momento en el picaporte. Sin embargo, no lo hago. No sé muy bien qué es lo que me retiene, si el mero hecho de querer llevarle la contraria o porque sé que todavía no ha acabado de decirme todo lo que se guarda. O puede que no sea nada de eso y el motivo sea otro bien distinto.

—Me tendiste una trampa —lo acuso, incapaz de permanecer callado. Lo cierto es que es lo que más me ha molestado de todo este asunto; que haya tenido que inmiscuir a terceros solo para conseguir lo que quería.

—¿Me habrías escuchado de estar solos? —Alza las cejas, retándome a desmentir sus palabras. Podría negarlo, pero me conoce demasiado bien como para creérselo. Al ver que no contesto, continúa—. Odio ser tu niñera, Alec, pero de verdad que a veces no me dejas opción. Llevas un año encerrado en la soledad de tu rutina y cada día estás más mustio. Y comienzo a cansarme de tirar de ti y ver que no reaccionas. Nadie te obliga a fingir que estás bien, pero al menos haznos el favor de intentarlo.

La intensidad de su mirada hace que me sienta incómodo y culpable hasta el punto de notar un nudo en la garganta y mil razones aglomerándose en la punta de la lengua. Pese a todo, son incapaz de pronunciar palabra. Porque ¿qué decir? ¿Que no es fácil? Se lo he repetido tantas veces que se lo sabe de memoria, al igual el hecho de que el insomnio me mantiene en vela noches enteras y que desde hace un año soy incapaz de soportar el silencio absoluto y las tormentas. Y aun así, pese a que en el fondo sé que tiene toda la razón del mundo, no tengo el valor suficiente de admitirlo en voz alta.

—Estarán todos ahí —intento justificarme de forma torpe, e incluso a mí me suena a mentira improvisada. Doy risa.

Jared me contempla con paciencia, del mismo modo sereno que adopta cada vez que siento que el mundo me asfixia y que me volveré pedazos. Como siempre, sin palabras, me dice que no estoy tan solo como pienso. Empequeñezco en el sitio, debatiéndome entre el alivio que supone saber que todavía puedo confiar en él y la vergüenza que me doy a mí mismo.

—Inténtalo —sugiere entonces—. Si ves que es demasiado, nos vamos.

—¿Nos?

Mi mejor amigo sonríe y al instante su actitud de siempre regresa como si se diera la vuelta a una moneda. Es la misma persona, pero con una apariencia completamente diferente. No hay duda de que la parte seria de la conversación acaba de terminar.

—¿No te lo dije? Ahora soy chófer a tiempo completo. Y debo cumplir con mi trabajo.

Sin poder evitarlo, rio con ganas. Sus cambios de humor y de tema son tan desconcertantes que lo quiera o no soy incapaz de permanecer impasible cada vez que ocurren. Es como si no pudiera acostumbrarme por mucho que pasen los años.

—Vas a tener que contarme qué te traes entre manos con tu amor platónico y compañía —le recuerdo, siguiéndole el hilo e intentando dejar atrás la amargura de mis recuerdos y encerrarlos de nuevo en un cajón hasta quién sabe cuando. Mi mayor deseo es tener la llave del mismo.

La carcajada de Jared deja claro que esa información es larga de contar.

—Si sobrevives te lo contaré.

Pongo los ojos en blanco, pero no insisto. Tampoco pido que me prometa que nos iremos si se lo pido, ni que me asegure de que lo decía en serio, pues más de una vez la experiencia me ha demostrado que, aunque lo haga a su manera, Jared siempre cumple. Así que me quedo en el coche y dejo que me lleve hasta el interior de la Reserva, a esa reunión que llevo aplazando meses y meses por cobardía.

La entrada es tan simple como un desvío de la carretera hacia la izquierda y una barrera que hoy está levantada ya desde antes. Una caseta de guardia la custodia, aunque al pasar no veo a nadie tras la ventana. Cien metros más adelante, una encrucijada nos sale al paso con varios indicadores; a nuestro alrededor solo hay árboles y el bosque envuelve casi todo en penumbras. Nosotros giramos a la derecha, en la dirección que reza Campamento y Parking y no tardamos en divisar al menos una docena de coches aparcados y a pequeños grupos de personas charlando a la entrada de un edificio de una sola planta, con la fachada algo carcomida por el tiempo y la humedad y un porche delantero lo bastante grande como para que entren dos balancines. Hemos llegado bastante pronto; por lo que recuerdo suele haber al menos el doble de coches.

Cuando por fin aparcamos y motor del coche se apaga, siento que el pánico me pega al tapizado del asiento.

—¿Es tarde para retractarme? —pregunto, mirando por el retrovisor a las pocas personas que pasan por detrás del vehículo.

—Sí.

Jared se baja del coche sin muchas ceremonias y el estruendo del cierre de la puerta resuena demasiado en mi nube de nervios. Esto es una muy mala idea, no quiero estar aquí.

La voz de Jared saludando a unos conocidos se escucha lejana, amortiguada por la carrocería. Intento hacerme a la idea de lo que está por venir y encerrar mi corazón dentro de un muro de hierro y piedra, impenetrable y a salvo de cualquiera. No funciona.

Alguien golpea la ventanilla con los nudillos.

—Es ilegal dejar animales encerrados en un coche, así que baja ya ¿quieres?

La insinuación de Jared me aleja por un momento de todo lo demás y lo miro incrédulo, yo dentro, él fuera.

—¿Me has llamado perro?

—No he especificado, has sido tú. Y ahora sal de una vez.

El suspiro de irritación surge solo, así como poner los ojos en blanco. De verdad que a veces no comprendo por qué sigo juntándome con semejante tipo ni cómo es que en ocasiones logra hacer que me sienta agradecido con él. Es un insufrible.

Gruñendo, salgo del coche. En cuanto se cierra la puerta, Jared gira sobre sus talones y se encamina hacia el edificio que reza Oficinas y Comedor en unas placas atornilladas a la enorme viga que sostiene el tejado del porche. Este sitio, al igual que el lago, es donde me pasaba los veranos de niño junto a otros niños del pueblo y alrededores. La cantidad de veces que hicimos excursiones y campamentos en la Reserva dejé de recordarla hace tiempo, pero no hay memoria a la que me pueda remontar en la que no aparezcan estas montañas y estos árboles. Incluso la pequeña caseta para pájaros que colgaron Ethan y Roy un año sigue ahí, suspendida de las ramas más bajas del segundo roble contando desde la esquina izquierda del edificio. Hubo un tiempo en la que sus paredes eran amarillas y su tejado azul, pero ahora la pintura se ve descolorida y desconchada, sucia por la cantidad de veces que ha tenido que llover y nevar sobre ella.

—¿Vienes?

Jared, que no ha dado más de cinco pasos, se detiene al ver que no me he movido de mi sitio y se vuelve hacia mí. Le conozco tan bien que sé que se plantea muy en serio llevarme hasta ahí incluso si es a rastras.

—Me sorprende que eso siga ahí.

Jared sigue la dirección que le señalo y ve la caseta. Como siempre, los recuerdos de cuando un Roy de once años casi se cae de la escalera al intentar atarla le esbozan una media sonrisa. Mete las manos en los bolsillos de los vaqueros y comienza a andar de nuevo cuando llego a su lado.

—Lo ha estado desde hace años, idiota. Solo llevas un año ausente, no toda la vida.

Tal vez tenga razón, pero la sensación es bien distinta. Aunque todo lo que tenga delante me resulte conocido y destapen recuerdos de mi infancia, las circunstancias empañan el lugar en incomodidad, como un viejo amigo con el que has perdido contacto y de pronto lo vuelves a ver, convertido en un completo extraño del que apenas sabes su nombre. Ni siquiera sé hacia dónde mirar para intentar pasar lo más desapercibido posible. Por supuesto, el anonimato no me dura ni medio minuto.

—No puede ser. ¿Alec?

Antes de que pueda contestar, unos brazos me rodean y estrechan con fuerza. Por un momento, todo lo que veo es un recogido improvisado y pelirrojo. El abrazo huele a café y magdalenas y Marta me planta un sonoro beso en la mejilla antes de separarse de mí con los ojos brillantes y una sonrisa emocionada.

—No me puedo creer que hayas venido.

—Sí, bueno... —Sonrío, incómodo, consciente de las miradas curiosas e incrédulas que comienzan a reparar en mí—. En algún momento tenía que volver...

Marta asiente y le lanza una rápida mirada a Jared. Por supuesto que sabe que él ha sido el responsable de todo esto y casi puedo escuchar el enorme gracias que pronuncia en su cabeza. El nudo de mi estómago se retuerce y aprieta con fuerza y culpa.

—Estoy muy orgullosa de ti —declara, volviéndose a centrar en mí y contemplándome con tanta intensidad que quiero desaparecer, arrepintiéndome de haber venido—. ¡Ya sé! ¿Por qué no te vienes luego a comer a casa? Annie estará encantada de verte.

—Yo...

No sé cómo negarme sin destruir su ilusión y Marta asume mi silencio como una afirmación, me palmea el hombro y se aleja prometiéndome que nos veremos luego y que regresaré con ellos en coche. Cansado y frustrado, me paso la mano por la cara y la veo subir las escaleras del porche, saludar a unas amigas que me miran con sorpresa y adentrarse en el edificio colgada del brazo de una de ellas.

—Míralo por el lado bueno —dice Jared, todavía a mi lado—. Te ahorras el cocinar.

—Últimamente recibo demasiadas invitaciones —me quejo.

—Creo que mamá tiene algo que ver, pero no estoy muy seguro.

—Lo cierto es que no me extrañaría.

Jared se limita a encogerse de hombros y reanuda la marcha. Suspirando, lo sigo, preguntándome cuántas veces más me van a parar en los veinte metros que nos separan de la casa.

—¡Anda, Alec! ¿Cómo tú por aquí?

Ethan, animado y metomentodo como siempre, me pasa un brazo por los hombros y me obliga a caminar encorvado aunque seamos de la misma altura. Me lo quito de encima como puedo y lo miro mal. Él me dedica una sonrisa enervante, satisfecho con su fechoría.

—¿No tienes mejores formas de saludar?

—Noup.

Me dispongo a gruñirle un insulto, pero la aparición de Roy se me adelanta con una risa divertida.

—Déjalo, Ethan, he oído a mi madre invitarlo a casa luego y eso le ha roto los esquemas. ¿Verdad? —Apoya un codo en el hombro de su mejor amigo y los dos me contemplan como si fuese su espectáculo de circo particular. Luego mira a Jared—. ¿Cómo has conseguido que venga?

—Chantaje —declara, orgulloso, y a mi me entran ganas de estamparlo contra una pared.

—Al menos ha funcionado.

La presencia de Liam se siente como la más pura de las traiciones.

—Tú también no —pido, ya sin paciencia—. No les sigas la corriente a este trío de imbéciles.

Liam sonríe sutil, pero el gesto no pasa desapercibido por ninguno.

—Llevamos demasiado tiempo intentando convencerte como para que ahora no me alegre —se justifica y yo bufo—. Ahora solo me falta convencer al otro.

—El juego sucio se ha demostrado que funciona.

—Adam tiene menos sentido de la responsabilidad.

—Sois insoportables —espeto entonces y reanudo la marcha a grandes zancadas, alejándome del grupo y dejando atrás las risas que obtengo a mi costa.

Sé que lo hacen para que no pueda pensar demasiado en lo demás, pero un poco de seriedad no estaría mal, para variar. Creo que han un vuelto un pasatiempo y un deporte el ponerme de los nervios. Y lo que es peor, se han vuelto expertos en ello.

Atravieso el porche en solitario, con los otros cuatro pocos pasos por detrás y hablando de temas sin trascendencia. Ojalá poder hacer yo lo mismo, pero soy demasiado consciente de lo que me rodea, de viejos conocidos que no saben muy bien cómo abordarme y que me miran al pasar con ceños fruncidos de preocupación y la pregunta de si estoy bien plasmada en la frente.

No, no estoy bien, y no lo estaré nunca, porque mis padres llevan muertos un año y no los volveré a ver jamás.

Es lo que me gustaría gritarles a todos los que no me quitan el ojo de encima, desquitarme y que me dejen de una vez en paz a mí y a mi miseria. Por no puedo, ni siquiera soy capaz de levantar la mirada del suelo a medida que me abro paso entre las personas. Quiero irme, quiero salir de aquí.

Todo me resulta conocido, todo son recuerdos donde ellos aparecen. El pequeño pasillo que atravieso y donde me despedían y recogían cada verano, el comedor, ahora libre de mesas, donde mis amigos y yo nos atiborrábamos cada última noche de campamento con las famosas tartas de manzana de mi madre. Incluso el proyector que hay colgado del techo y que apunta hacia una pared blanca y vacía me resulta doloroso, pues sé que mi padre una vez intentó arreglarlo aún sin tener ni idea de cómo se hacía.

Mire donde mire, ellos están ahí, y sé que no son reales, que hace tiempo que dejaron de serlo. Ahora, lo único real que tengo es una casa vacía, un silencio aplastante y dos tumbas frías que soy incapaz de visitar.

La tormenta de recuerdos se detiene con la misma brusquedad con la que alguien me agarra del brazo. Cuando lo miro, Jared alza las cejas y compone una mueca extraña.

—¿Es que quieres hacerle compañía a mi padre y no estoy enterado?

No comprendo, y él me señala con un gesto sutil la dirección en la que estaba yendo sin ser consciente. En efecto, un par de metros más adelante, Leonard está hablando con Samuel, el padre de Ethan, y David. Por un momento, los tres me miran con clara preocupación, demasiado cercanos a mis padres como para ahora no sentirse responsables de mí. Sin embargo y por fortuna, vuelven a lo suyo al ver que Jared tira de mí hacia otra esquina donde ya están reunidos los demás. Junto a Liam hay otro chico, igual de alto que él pero con rasgos más maduros. Eric, quien nos saca un par de años, se vuelve al escucharnos llegar y tiene que resoplar para apartarse el flequillo castaño de los ojos. Sonríe con naturalidad y me tiende una pequeña botella de agua.

—Pareces necesitarlo.

—Gracias —murmuro, incómodo, y la acepto preguntándome cómo de mal debo verme. Aunque también es cierto que Eric siempre ha sido observador desde que tengo uso de razón.

Él solo vuelve a sonreír, restándole importancia, y mete las manos en los bolsillos de su cazadora.

—Estás de suerte —me dice, apoyándose en la pared y mirando hacia la otra punta de la sala, ahí donde hay colocadas una veintena de sillas plegables a medio ocupar—. Por lo que sé, Samuel solo quiere ponerse al día con todo, acabará rápido.

—¿A ti no te ha dicho nada, Ethan? —pregunta Roy, a lo que el interrogado se encoge de hombros.

—No mucho. Pero sé que lo más interesante del día será el comienzo de curso, mudanzas y nuevos vecinos. Vamos, lo de siempre: estar atentos a cualquier cosa extraña, informar y blah, blah, blah. Creo que también se hará un nuevo plan de patrulla por la Reserva, pero vamos, quitando eso, aburrimiento en potencia.

Ethan habla sin ánimos y, en efecto, en tono aburrido, pero a mí sus palabras me alivian más que cualquier soplo de aire fresco. Saber que no tendré que permanecer aquí por demasiado tiempo es la mejor noticia que podrían darme. Puede que incluso sea capaz de quedarme hasta el final. Espero que así sea.

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